El Círculo Platónico (21 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: El Círculo Platónico
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Sólo tenía cinco segundos, calculó. No se lo pensó dos veces y salió corriendo. La ancha puerta continuaba su descenso constante. Se encontraba a menos de un metro del suelo cuando Marta se agachó todo lo que pudo y pasó por debajo de ella. Instantes después bajó hasta el final y el mecanismo se paró con un ligero chasquido.

Estaba dentro.

Se irguió y buscó la seguridad de la pared, apoyando su espalda sobre ella. La oscuridad era casi total. Al fondo, detrás de unas columnas, se adivinaban las luces traseras de los frenos del vehículo oficial, que estaba aparcando. Marta avanzó unos pasos y se colocó detrás de una columna. El motor se apagó, y un hombre salió del automóvil. Se oyó el sonido de las cerraduras, accionadas por el mando a distancia. La arqueóloga esperó a que el conductor encendiera la luz del garaje, pero pasaron los segundos y eso no sucedió. No había luces de emergencia y ahora la oscuridad era total. Comenzó a ponerse nerviosa. ¿Por qué no pulsaba el interruptor? Asomó la cabeza, intentado ver algo. Aquel hombre no usaba linterna ¿Qué estaba haciendo?

Aquella situación estaba tomando un giro inesperado. Maldijo su habilidad para meterse en problemas en los que la oscuridad era la protagonista.

Recordó dónde estaba la columna más cercana a la entrada y caminó a tientas. Seis, siete pasos y llegó hasta ella en silencio. Dio la vuelta al pilar, buscando la protección del lado más cercano a la puerta. Aguantó la respiración unos segundos tratando de escuchar algo. Sólo oía los acelerados latidos del corazón en sus oídos.

Sintió el roce de unos pies en algún lugar del garaje, aunque todavía no muy cerca. O eso le pareció. Se quedó quieta, expectante.

—Hay gente que debería estar durmiendo, en vez de curiosear donde no debe…

Una voz de barítono reverberó en aquel sitio cerrado, dejando en el aire un extraño acento, como andaluz.

—Y esta noche no me gusta la gente curiosa…

Marta se percató de que la voz estaba cerca, cada vez más cerca. Y no eran figuraciones.

Estaba completamente segura.

38

Puerto de la Cruz, sábado. 05:15 horas.

El rocío de la madrugada, mezclado con salitre marino, invadía suavemente las estrechas calles del casco viejo del Puerto de la Cruz, adormeciéndolas. Sin embargo, la tranquilidad de la noche se rompía a aquella hora con el paso de algún que otro vehículo ocupado por aquellos que comenzaban a trabajar muy temprano. Galán se había reunido con Ramos y Morales, que le habían seguido en un coche sin distintivos, al llegar a la calle Mequinez. El empleado del
rent-a-car
, Eliseo Dorta, ya se había marchado, dudando si volver a su casa o ir a desayunar antes de abrir la oficina.

El hotel
La dalia negra
era un soso edificio años sesenta de cuatro plantas con balcones corridos. No llamaría la atención si no hubiera tenido un restaurante de pescado fresco en la planta de calle, de esos que colocan en la fachada unas fotos descoloridas de los platos que sirven, que a veces disuaden más que animan a la posible clientela a entrar en el local. Estaba cerrado, por supuesto. La entrada al hotel estaba en una pequeña puerta tras la cual se extendía un profundo pasillo. Ramos pulsó el timbre con insistencia.

—Tranquilo, Ramos —dijo Galán—, recordemos que no tenemos orden judicial. Entremos con buen pie. Seamos simpáticos.

Ramos levantó el índice del timbre dos segundos, masculló algo ininteligible, y volvió a presionarlo. Al minuto se encendieron varias luces al fondo. Un empleado del hotel, con signos evidentes de haber aprovechado el horario nocturno para dormir, se dirigió a la puerta. Era un tipo delgado con ropa arrugada, falta de afeitado y expresión de úlcera de estómago. Dos vueltas de llave en la cerradura fueron necesarias para abrir la puerta.

—Está completo —manifestó con desagrado.

Galán se asombró de que aquel establecimiento estuviera lleno. Algunas agencias de viajes hacían ofertas realmente irresistibles. Los policías enseñaron sus placas. El empleado del hotel suspiró y franqueó la puerta.

—Sabía que tarde o temprano vendría la poli —dijo el empleado. Galán lo miró con curiosidad—, pero llegan tarde, ya se fue del hotel.

—¿De quién está hablando, amigo?

—Del ruso, claro —comentó el empleado, bajando la voz, como si temiera que alguien lo oyera—. Uno que se trae chicas del Este y que las cambia cada semana. Ese tipo me da mala espina.

Galán imaginó cómo debía ser «el ruso» para que le diera mala espina a aquel hombre. Hizo una seña con la mirada a Ramos. Este asintió, luego se dedicaría a hablar de aquel angelito con el del hotel.

—Buscamos a un hombre moreno y corpulento y a otro más alto, con porte distinguido.

—Tipos morenos hay muchos —respondió el conserje—, pero distinguidos, en este hotel, le puedo asegurar que no hay ninguno.

—Tal vez sean italianos —añadió Galán, esperanzado de que este nuevo dato ayudara.

—Italianos no hay hospedados, lo siento —el hombre se rascó la cabeza, esforzándose en recordar—. Hay de todas partes menos italianos.

—¿Me permite ver el libro de huéspedes? —preguntó el policía.

—Libro de huéspedes no tenemos, se rellenan unas fichas para la policía y luego se pasan los datos esenciales al ordenador.

—Déjeme las fichas, haga el favor.

Los hombres llegaron al final del pasillo, donde, en un estrecho distribuidor, debajo de un recodo de la escalera, aparecía embutida una pequeña mesa con un ordenador: la oficina-recepción del hotel. El empleado abrió el cajón superior de la mesa y sacó una carpeta de cartón azul. Galán la abrió y comenzó a revisar los datos de las fichas. Ramos y Morales esperaban husmeando por aquí y por allá.

La multitud de nacionalidades de los clientes de aquel establecimiento le recordó a una pequeña torre de Babel. Además de algunos nacionales, se encontró con que personas de los cinco continentes habían elegido aquel antro para pasar sus esplendorosas vacaciones en Canarias, aunque estaba seguro de que ninguno de aquellos huéspedes estaba realmente de turismo allí.

Por los datos de que disponía el policía, el grupo de secuestradores debía estar formado por un mínimo de dos personas. Se centró en las habitaciones ocupadas por dos clientes masculinos. No eran muchas, en la mayoría de las ocasiones, su uso era nominalmente individual. Separó seis fichas en las que la fecha de entrada no superara los dos meses. Una corazonada le indicó que buscara ocupantes de la misma nacionalidad. El número se redujo a dos.

—Dígame algo sobre los ocupantes de estas dos habitaciones —dijo Galán.

El conserje estudió las fichas e hizo memoria.

—Una de ellas está ocupada por dos marroquíes. Según creo, se dedican a vender artesanía por las calles, aunque yo creo que venden una hierbita que no es precisamente perejil. Yo casi nunca los veo, se levantan bastante tarde. La otra habitación la ocupan un par de yugoslavos…, bueno, ahora se llaman serbios. Recuerdo que uno es grande y bastante moreno y el otro, más canijo, rubio. Apenas he hablado con ellos, pero los suelo ver porque se levantan muy temprano y se marchan siempre sin saludar. Me parecen bastante antipáticos, pero eso no es un delito. De hecho, hay pocos clientes que me parezcan simpáticos.

—¿Cuándo fue la última vez que los vio? —inquirió el policía.

El empleado del hotel se volvió e inspeccionó el ordenador.

—Tuvo que ser ayer —su dedo índice buscaba el número de la habitación—. Sí, porque hoy no les he visto, y como la llave-tarjeta no está activando la luz interior de la habitación, deduzco que esta noche no la han pasado en el hotel.

—¿Tiene una copia de la tarjeta?

—Sí, claro —respondió inseguro—, pero no sé si puedo dársela.

—Seguro que sí, es una emergencia —dijo el policía, arrebatando rápidamente la copia de la tarjeta de apertura de la puerta que exhibía el conserje.

Hizo una señal a sus colegas. Sentía que tenían algo importante. Los policías se congregaron en torno al inspector.

—Habitación 205, segundo piso. Morales, sube conmigo. Ramos, controla el ascensor y las salidas. Vamos.

Los policías subieron silenciosamente la estrecha escalera cuya alfombra se deshilachaba en los bordes. Se asomaron al pasillo del primer piso. Todo tranquilo. Ascendieron dos tramos más y llegaron al segundo. La 205 era la tercera puerta a la izquierda. Las ventanas debían dar a un patio interior. Galán hizo las señales operativas y ambos desenfundaron sus pistolas, quitaron los seguros, y se pegaron de espaldas a la pared, cada uno a un lado de la puerta. Colgando del manillar, un aviso rojo solicitaba
no molestar
. El inspector introdujo la tarjeta en la cerradura, la sacó, esperó a que el piloto verde se encendiera y abrió la puerta. No hubo la más mínima reacción. La habitación permanecía cerrada y oscura. Morales entró semiagachado a los dos segundos y comprobó que las camas estaban vacías. Se asomó al baño, comprobando que también estaba desocupado.

—Despejado —anunció.

Galán entró tras Morales e introdujo la tarjeta en la ranura de activación de la luz. Las bombillas del techo y del baño se encendieron inmediatamente. La habitación estaba desocupada. Abrieron el armario y se encontraron unas tristes perchas de alambre colgando vacías de la barra. Un par de mantas dobladas y una almohada de recambio conformaban la totalidad de la ropa existente en él.

—Estos tipos se han marchado y no piensan volver —dijo Morales.

—Busquemos algún recuerdo de su estancia. Ojo con las huellas —indicó Galán.

Ramos se unió a sus colegas a la llamada de Morales. Los policías utilizaron pañuelos para abrir los armaritos del baño y los cajones de las mesillas de noche. No encontraron nada. Galán vació la papelera en la bañera. Varios Pañuelos usados, un envoltorio de jabón de hotel, un tubo vacío de dentífrico y un periódico doblado. Tomó el ejemplar de
El Diario de Tenerife
. Tenía fecha de una semana antes. Lo desdobló con cuidado y pasó las primeras páginas. Una sucesión de acontecimientos le recordó la fugacidad del tiempo. La quinta página contenía artículos de opinión. Enmarcada en un círculo dibujado a lápiz, aparecía el nombre de la autora de la columna de la derecha: Sandra Clavijo. El policía sintió que sus sentidos se alertaban. Sandra era un objetivo que captaba el interés de aquellos hombres. Eso explicaba la declaración de la periodista denunciando que la habían seguido.

Pasó unas cuantas páginas rápidamente, buscando la sección de clasificados. En alguna ocasión había encontrado marcas junto a teléfonos de señoritas sonrientes ligeras de ropa. Miró las tres o cuatro páginas especializadas —¿tantas?—, pero no vio nada. Pasó a la última de anuncios por palabras. Después vendrían los sucesos y la programación televisiva. Ya iba a comenzar por el primer atropello cuando se percató de tres ligeras cruces a la derecha de tres sendos anuncios. Subió la mirada al primero del grupo y sus ojos se clavaron en el título:
Se alquilan pisos. La Laguna centro
.

—Compañeros —dijo, volviéndose hacia ellos—, nos volvemos a La Laguna echando leches. Los malos tienen un piso en el centro de la ciudad. Al final va a tener razón Ariosto.

Morales y Ramos se miraron, ya habían comentado entre ellos que al acabar el registro se tomarían un desayuno en uno de los bares que abrían temprano, al lado del muelle del pintoresco puerto de pescadores. Y es que aquel ajetreo provocaba hambre.

—Echando leches —dijo Morales a Ramos—, ya lo has oído. Y no digas lo que vas a decir.

Ramos no lo dijo, pero lo pensó.

39

La Laguna, sábado. 05:20 horas.

Olegario aparcó el
Mercedes
en la calle de San Juan, justo delante del semáforo más antiguo de la ciudad, el más irritante de todos. Diez metros más allá se alzaba el cubo granate con tejado a cuatro aguas de la Capilla de la Cruz de los Plateros, otra obra levantada en el siglo XVIII. Una puerta de doble vano con una cerradura moderna era el obstáculo que se interponía entre el grupo de Ariosto y su contenido. Los artilugios del chófer funcionaron una vez más. Olegario estaba recobrando a marchas forzadas unas habilidades que creía oxidadas. Nadie parecía descontento por este detalle.

Tras la puerta, el suelo de la única estancia aparecía abarrotado de floreros y faroles, y a un lado, el papa Wojtyla miraba asombrado a los intrusos desde su marco de plata. A la izquierda, una imagen de una virgen orante flanqueaba el altar central, donde se encontraba una gran cruz de plata con los extremos dorados. A la derecha, un conjunto de san José y el niño Jesús se hablaban en cómplice silencio.

—¿Qué decía el enigma, Sandra? —preguntó Pedro Hernández.


«El arcángel lo recibe y desde el arcano lar lo entrega a la cruz de plata
—dijo Sandra, con presteza—…,
donde la mirada se transmuta en rosario»
.

Los ojos de los tres amigos se dirigieron al unísono a las manos de la imagen de la virgen. Rodeando sus palmas orantes, un rosario de cuentas de madera colgaba inerte y despreocupado. La virgen mantenía una mirada baja a su derecha, como si estuviera absorta en una profunda meditación.

—Fíjense en la virgen —dijo Ariosto—,
«donde la mirada se transmuta en rosario»
. ¿Hacia dónde crees que mira, Pedro?

El archivero se colocó en la misma posición que la imagen y consultó el mapa.

—Me parece que está mirando en dirección este… —Hernández dio un par de vueltas al plano de Torriani—. Justo hacia Santo Domingo. ¡El arcángel miraba hacia aquí y la virgen mira al arcángel!

—Ya tenemos las miradas, ¿pero qué significa eso de la transmutación? —preguntó Sandra.

—La mirada se convierte en rosario. La clave está en el rosario —aventuró Pedro, acercándose a la imagen—, busquemos algo en las cuentas.

—Creo que no es necesario, amigo Pedro —dijo Ariosto—, no hay que buscar en el rosario, sino en las manos juntas que lo soportan. Los dedos se dirigen…

—Al noreste —continuó el archivero—. ¡Están señalando el noreste!

—¿Puedes localizar la dirección en el mapa? —preguntó Ariosto.

Pedro dio dos vueltas al plano, presa de agitación. Levantó la mirada, que aunque quiso, no pudo atravesar la puerta. Realmente, Hernández miraba imaginariamente mucho más allá de los límites del habitáculo.

—En esa dirección están el santuario del Cristo… —Hernández volvió a consultar el plano—, y un poco más a la derecha, el monasterio de las monjas clarisas. Recordemos lo que decía la siguiente frase del acertijo…
«El Cristo sufriente lo hace suyo»
. El Cristo crucificado es la imagen sufriente más venerada de toda la isla. No hay duda, es el Cristo.

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