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Authors: Nassim Nicholas Taleb

El cisne negro (33 page)

BOOK: El cisne negro
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Observo la fotografía de Poincaré. Era un caballero patricio de la Tercera República francesa, de formación sólida y que impresionaba por su barba y su corpulencia; un hombre que vivió y respiró la ciencia general, profundizó en su materia y dominó una asombrosa amplitud de conocimientos. Formaba parte de la clase de mandarines que ganaron respetabilidad a finales del siglo xix: de clase media alta, con poder pero no exageradamente ricos. Su padre era médico y profesor de medicina; su tío, un destacado científico y administrador; y su primo Raymond llegó a presidente de la República. Era la época en que los nietos de hombres de negocios y ricos terratenientes se decantaban por profesiones intelectuales.

Sin embargo, me cuesta mucho imaginarlo en una camiseta, o sacando la lengua como hace Einstein en esa conocida fotografía. Hay en él algo que nada tiene de juguetón, una dignidad al estilo de la Tercera República.

En su época, todo el mundo pensaba que era el rey de las matemáticas y de la ciencia, excepto, naturalmente, algunos matemáticos de miras estrechas como Charles Hermite, que lo consideraban demasiado intuitivo, demasiado intelectual o demasiado «gesticulante». Cuando los matemáticos tachan a alguien de «gesticulante», significa que esa persona tiene: a) perspicacia, b) realismo, c) algo que decir, y que d) está en lo cierto, porque eso es lo que los críticos dicen cuando no encuentran nada más negativo. Un movimiento de cabeza de Poincaré impulsaba o frustraba toda una carrera. Muchos sostienen que fue él quien descubrió la relatividad, antes que Einstein —y que éste tomo de él la idea—, pero que no hizo por ello aspaviento alguno. Tales afirmaciones las hacen, claro está, los franceses, pero parece que existe cierta confirmación por parte del amigo y biógrafo de Einstein, Abraham Pais. Poincaré era demasiado aristocrático, tanto por sus orígenes como por su porte, para litigar sobre la propiedad de un descubrimiento.

Poincaré ocupa un lugar fundamental en este capítulo porque vivió en una época en que se había producido un progreso intelectual extremadamente rápido en los campos de la predicción (pensemos en la mecánica celestial). La revolución científica nos llevó a pensar que teníamos las herramientas que nos permitirían agarrar el futuro. Se había terminado la incertidumbre. El universo era como un reloj y, con el estudio de sus piezas, podríamos hacer proyecciones hacia el futuro. Sólo era preciso representar por escrito los modelos correctos y que los ingenieros hicieran los cálculos. El futuro no era más que la mera prolongación de nuestras certezas tecnológicas.

El problema de los tres cuerpos

Poincaré fue el primer matemático de renombre que comprendió y explicó que en nuestras ecuaciones hay unos límites naturales. Introdujo las no linealidades, pequeños efectos que pueden conducir a graves consecuencias, una idea que después se hizo popular, tal vez demasiado popular, como teoría del caos. ¿Qué tiene de ponzoñoso esta popularidad? La tesis de Poincaré se refiere exclusivamente a los límites que las no linealidades imponen a la predicción; no son una invitación a utilizar las técnicas matemáticas para hacer predicciones amplias. Las matemáticas nos pueden mostrar con mucha claridad sus propios límites.

Hay (como de costumbre) en esta teoría algo inesperado. Poincaré aceptó inicialmente participar en un concurso que organizó el matemático Gósta Mittag-Leffer para celebrar el sesenta aniversario del rey Oscar de Suecia. La memoria de Poincaré, que versaba sobre la estabilidad del sistema solar, ganó el premio, que por entonces representaba el mayor honor científico (eran los felices tiempos anteriores a los premios Nobel). Sin embargo, surgió un problema cuando un corrector matemático, al comprobar la memoria antes de su publicación, se dio cuenta de que había un error de cálculo que, tras ser considerado, llevaba a la conclusión contraria: la impredecibilidad o, más técnicamente, la no integrabilidad. Discretamente se retiró la memoria y se reeditó un año después.

El razonamiento de Poincaré era simple: cuando se proyecta hacia el futuro se necesita un grado creciente de precisión sobre la dinámica del proceso que se está modelando, ya que el índice de error crece rápidamente. El problema es que no se puede establecer esa precisión ajustada, porque la degradación de la predicción se acrecienta bruscamente: al final tendríamos que calcular el pasado con una precisión infinita. Poincaré demostró todo esto con un ejemplo muy sencillo, ampliamente conocido como el «problema de los tres cuerpos». Si en un sistema solar sólo tenemos dos planetas, sin nada más que afecte a su curso, entonces se puede predecir indefinidamente el comportamiento de ambos planetas sin ningún problema. Pero añadamos un tercer cuerpo entre los planetas, por ejemplo un cometa, muchísimo más pequeño. Inicialmente, el tercer cuerpo no producirá ningún movimiento, no tendrá efecto alguno; después, con el tiempo, sus efectos sobre los otros dos cuerpos pueden ser explosivos. Pequeñas diferencias en la situación de ese diminuto cuerpo al final determinarán el futuro de los grandes y poderosos planetas.

La explosiva dificultad de la predicción se debe a que los mecanismos se complican, aunque sea un poco. Nuestro mundo, lamentablemente, es mucho más complicado que el problema de los tres cuerpos: contiene mucho más que esos tres objetos. Estamos ante lo que hoy se llama un sistema dinámico; y el mundo, como veremos, es un sistema demasiado dinámico.

Imaginemos la dificultad de predecir como si se tratara de las ramas que brotan de un árbol: en cada horqueta tenemos una multiplicación de nuevas ramas. Para entender cómo es posible que nuestras intuiciones sobre esos efectos multiplicadores no lineales sean más bien débiles, consi deremos la siguiente historia sobre el tablero de ajedrez. Su inventor exigió ia siguiente recompensa: un grano de arroz por el primer cuadro, dos por el segundo, cuatro por el tercero, ocho, luego dieciséis, y así sucesivamente, doblando siempre la cantidad anterior, hasta llegar al cuadro sesenta y cuatro. El rey le garantizó que le retribuiría como pedía, creyendo que el inventor solicitaba una miseria; pero pronto se dio cuenta de que había sido burlado. Tal cantidad de arroz excedía a cualquier posible reserva.

las condiciones iniciales pueden (levar a resultados extremadamente divergentes. La imprecisión inicial en el ángulo se multiplica, de ahí que cada rebote adicional se magnifique aún más. Esto provoca un grave efecto multiplicador donde el error crece de forma desproporcionada,

La dificultad multiplicativa que lleva a la necesidad de una precisión cada vez mayor en los supuestos se puede ilustrar con el siguiente ejercicio sencillo, referente a la predicción de los movimientos de las bolas de billar sobre la mesa. Empleo el ejemplo tal como lo computó el matemático Michael Berry. Si conocemos un conjunto de parámetros básicos sobre la bola en reposo y calculamos la resistencia de la mesa (algo muy elemental) junto con la fuerza del impacto, entonces es bastante fácil predecir qué ocurrirá con el primer golpe. El segundo impacto resulta más complicado, pero también se puede calcular: hay que poner mayor cuidado en nuestro conocimiento de los estados iniciales, y se requiere mayor precisión. El problema es que para computar correctamente el noveno impacto, debemos tener en cuenta el tirón gravitacional de alguien que esté de pie junto a la mesa (los cálculos de Berry utilizan un peso de menos de 75 kilos). Y para computar el impacto cincuenta y seis, cada una de las partículas elementales del universo debe estar presente en nuestros supuestos. Un electrón que se encuentre en el límite del universo, a diez mil millones de años luz de nuestra planeta, debe figurar en los cálculos, pues ejerce un efecto significativo en los resultados. Ahora bien, pensemos en la carga adicional que supone tener que incorporar predicciones sobre dónde estarán estas variables en el futuro. Predecir el movimiento de una bola sobre una mesa de billar exige conocer la dinámica de todo el universo, hasta el último de los átomos. Podemos predecir fácilmente los movimientos de grandes objetos, como los planetas (aunque sin adentrarnos mucho en el futuro), pero los entes más pequeños pueden ser difíciles de entender, y además son mucho más numerosos que los grandes.

Observemos que esta historia de las bolas de billar da por supuesto un mundo simple y llano; ni siquiera tiene en cuenta esos peligrosos asuntos sociales que el libre albedrío posiblemente conlleva. Las bolas de billar no tienen mente propia. Nuestro ejemplo tampoco tiene en cuenta la relatividad y los efectos cuánticos. Además, no hemos empleado la idea (que los farsantes suelen invocar) llamada «principio de incertidumbre». No nos ocupamos de Las limitaciones de la precisión en las mediciones realizadas a nivel subatómico. Sólo nos ocupamos de las bolas de billar.

En un sistema dinámico, donde consideramos algo más que una bola en sí misma y donde las trayectorias dependen en cierto sentido unas de otras, la capacidad para proyectar en el futuro no sólo se reduce, sino que queda sometida a una limitación fundamental. Poincaré defendía que sólo podemos trabajar con asuntos cualitativos: se puede hablar de alguna propiedad de los sistemas, pero no podemos computarla. Podemos pensar con rigor, pero no podemos emplear números. Poincaré llegó a inventar un campo para este fenómeno, el análisis in situ, que hoy forma parte de la topología. La predicción y la previsión son un asunto más complicado de lo que se suele aceptar, pero sólo alguien que sepa de matemáticas puede entenderlo. Aceptarlo exige a la vez comprensión y coraje.

En la década de 1960, el meteorólogo del MIT Edward Lorenz redescubrió por sí mismo lo que Poincaré había deducido, y una vez más, fue un descubrimiento casual. Estaba elaborando un modelo informático de la dinámica del tiempo climático, para lo cual realizó una simulación en que se proyectaba un sistema climático a unos cuantos días por delante. Luego intentó repetir la simulación con el mismo modelo y con lo que creía que eran los mismos parámetros de input, pero obtuvo unos resultados completamente distintos. Inicialmente lo atribuyó a un problema informático o a un error de cálculo. En aquellos días, los ordenadores eran unas máquinas pesadas y lentas que en nada se parecían a las que hoy tenemos, de modo que los usuarios estaban muy limitados por el tiempo. Posteriormente, Lorenz se dio cuenta de que tales divergencias no eran fruto del error, sino de un pequeño redondeo en los parámetros del input. Tal fenómeno vino a conocerse como el efecto mariposa, pues una mariposa que moviera sus alas en la India podría causar un huracán en Nueva York dos años después. Los descubrimientos de Lorenz despertaron el interés por el campo de la teoría del caos.

Naturalmente, los investigadores encontraron antecedentes del descubrimiento de Lorenz, no sólo en la obra de Poincaré, sino también en la del perspicaz e intuitivo Jacques Hadamard, que pensaba en lo mismo en torno a 1898, y luego siguió viviendo casi otros setenta años: murió a los noventa y ocho.
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Siguen ignorando a Hayek

Los hallazgos de Popper y de Poincaré limitan nuestra capacidad para ver en el futuro, haciendo de éste un reflejo muy complicado del pasado, si es que existe tal reflejo. Una sólida aplicación al mundo social procede de un amigo de sir Karl Popper, el economista intuitivo Friedrich Hayek. Hayek es uno de los pocos miembros célebres de su «profesión» (junto con J. M. Keynes y G. L. S. Shackle) que se centra en la auténtica incertidumbre, en las limitaciones del conocimiento, es decir, en los libros no leídos de la biblioteca de Eco.

En 1974 recibió el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas a la Memoria de Alfred Nobel, pero si se lee su discurso de aceptación, uno se queda un tanto sorprendido. Se titula, significativamente, «La ficción del conocimiento», y en él habla de otros economistas y de la idea del planificados Hayek criticaba el uso de las herramientas características de la ciencia pura en las ciencias sociales, y lo hacía de forma deprimente, justo antes de la gran eclosión de tales métodos en economía. Posteriormente, el extendido uso de complicadas ecuaciones hizo que el medio en que se mueven los pensadores empíricos fuese peor que de lo que era antes del discurso de Hayek. Todos los años aparece un artículo o un libro cuyos autores se lamentan del sino de la economía y sus intentos por imitar la física. El último que he leído dice que los economistas deberían aspirar al papel de modestos filósofos y no al de grandes sacerdotes. Pero son recomendaciones que entran por una oreja y salen por la otra.

Para Hayek, una auténtica previsión se hace orgánicamente por medio de un sistema, no por decreto. Una única institución, por ejemplo, el planificador central, no puede agregar los conocimientos precisos: faltarán muchos fragmentos importantes de información. Pero la sociedad en su conjunto podrá integrar en su funcionamiento estas múltiples piezas de información. La sociedad como totalidad piensa fuera de lo establecido. Hayek atacaba el socialismo y gestionaba la economía como un producto de lo que yo he llamado conocimiento del estudioso obsesivo o platonicidad: debido al crecimiento del conocimiento científico, sobreestimamos nuestra capacidad para entender los sutiles cambios que acontecen en el mundo, así como la importancia que hay que dar a cada uno de ellos. Hayek llamó acertadamente a este fenómeno «cientifismo».

Esta dolencia está gravemente integrada en nuestras instituciones, motivo por el cual temo tanto a los gobiernos como a las grandes empresas (resulta difícil distinguir entre unos y otras). Los gobiernos hacen previsiones y las empresas realizan proyecciones; todos los años, diversos analistas proyectan el nivel de los tipos de interés de las hipotecas y el estado de la Bolsa para el final del año siguiente. Las empresas sobreviven no porque hayan hecho buenas previsiones, sino porque, al igual que los directores ejecutivos que visitaban Wharton de los que hablé antes, es posible que hayan tenido suerte. Y, como le ocurre al propietario de un restaurante, es posible que se hagan daño a sí mismas, pero no a nosotros: quizá nos ayudan y subvencionan nuestro consumo mediante el regalo de ciertos bienes, como las llamadas telefónicas baratas al resto del mundo financiadas mediante la inversión exagerada en la era del punto com. Los consumidores podemos dejar que prevean todo lo que quieran si eso es lo que necesitan para trabajar. Dejemos que sean ellas mismas las que se cuelguen si así lo desean.

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