Authors: Nassim Nicholas Taleb
La defensa del «casi cierto». Retrospectivamente, con el beneficio de una revisión de valores y un esquema informativo, es fácil pensar que algo se salvó por los pelos. Dice Tetlock: «Los observadores de la antigua Unión Soviética que en 1988 pensaban que el Partido Comunista no podría ser apartado del poder, en 1993 o 1998 eran especialmente proclives a pensar que los partidarios de la línea dura del Kremlin estuvieron a punto de derrocar a Gorbachov en el intento de golpe de 1991, y lo habrían conseguido si los conspiradores hubiesen sido más resueltos y menos dados a la bebida, o si los oficiales militares clave hubiesen obedecido la orden de disparar contra los civiles que incumplieran la ley marcial, o si Yeltsin no hubiese actuado con tanta valentía».
Voy a ocuparme ahora de defectos más generales que este ejemplo pone al descubierto. Estos «expertos» pecaban de parciales: en las ocasiones en que estaban en lo cierto, lo atribuían a la profundidad de sus interpretaciones y su experiencia; cuando se equivocaban, había que culpar a la situación, que era inusual, o, peor aún, no reconocían que estaban equivocados y formulaban teorías al respecto. Les resultaba difícil aceptar que su comprensión era deficiente. Pero este atributo es común a todas nuestras actividades; hay algo en nosotros diseñado para proteger nuestra autoestima.
Los seres humanos somos víctimas de una asimetría en la percepción de los sucesos aleatorios. Atribuimos nuestros éxitos a nuestras destrezas; y nuestros fracasos, a sucesos externos que no controlamos, concretamente a la aleatoriedad. Nos sentimos responsables de todo lo bueno, pero no de lo malo. El 94 % de los suecos creen que su habilidad para conducir los sitúa entre el 50% de los mejores conductores de Suecia; el 84% de los franceses piensan que su habilidad para hacer el amor los sitúa entre el 50 % de los mejores amantes franceses.
El otro efecto de esta asimetría es que nos sentimos un tanto únicos, a diferencia de los demás, en quienes no percibimos esa asimetría. Me he referido antes a las expectativas irreales sobre el futuro que las personas tienen cuando se comprometen en matrimonio. Pensemos también en las familias que tunelan en su futuro y se encierran en su parcela pensando que van a vivir en ella de forma permanente, sin darse cuenta de que el resultado habitual de la vida sedentaria es funesto. ¿Es que no ven a esos agentes inmobiliarios de traje impecable merodear por sus propiedades en sus coches deportivos alemanes? Somos seres muy nómadas, mucho más de lo que planeamos serlo, y además a la fuerza. Pensemos cuántas personas que han perdido repentinamente su empleo pensaron que les iba a ocurrir tal cosa, ni tan siquiera unos días antes. O en cuántos drogadictos empezaron con la droga con la intención de engancharse a ella.
Se puede sacar otra lección del experimento de Tetlock. Éste descubrió lo que antes decía: que muchas estrellas de la universidad, o «colaboradores del mejor periodismo», no detectan mejor los cambios que se producen a su alrededor que el lector o el periodista medios del New York Times. Estos expertos, a veces exageradamente especializados, no superaban las pruebas de sus propias especialidades.
El erizo y la zorra. Tetlock distingue entre dos tipos de predictores, el erizo y la zorra, siguiendo una distinción que popularizó el ensayista Isaiah Berlin. Como en la fábula de Esopo, el erizo sabe una cosa; la zorra sabe muchas (son los tipos amoldables que necesitamos en la vida cotidiana). Muchos de los fallos en la predicción proceden de erizos que están casados mentalmente con un solo gran suceso Cisne Negro, una gran apuesta que no es previsible que se cumpla. El erizo es alguien que se centra en un suceso único, improbable y trascendental, y cae en la falacia narrativa que hace que un único resultado nos ciegue de tal forma que somos incapaces de imaginar otros.
Debido a la falacia narrativa, nos resulta más fácil entender a los erizos: sus ideas funcionan con sonidos perfectamente fragmentados. Su categoría cuenta con una gran representación entre la gente famosa; así que los famosos, como promedio, saben predecir peor que el resto de los predictores.
Hace mucho que evito a la prensa, porque cada vez que los periodistas escuchan mi historia de los Cines Negros, me piden que les dé una lista de futuros sucesos de gran impacto. Quieren que yo prediga esos Cisnes Negros. Curiosamente, en mi libro ¿Existe la suerte?: engañados por el azar, que se publicó una semana antes del 11 de septiembre de 2001, hablaba de la posibilidad de que un avión se estrellara contra el edificio en el que tengo mi despacho. De modo que, como es natural, se me preguntó «cómo preví el suceso». No lo predije: fue una casualidad. No juego a ser oráculo. Incluso recibí hace poco un correo en el que se me pedía que predijera los próximos diez Cisnes Negros. Son muchos los que no entienden mis ideas sobre el error de la especificidad, la falacia narrativa y la idea de la predicción. Contrariamente a lo que la gente pudiera esperar, no recomiendo que nadie se convierta en erizo; al contrario, debemos ser zorros de actitud abierta. Sé que la historia va a estar dominada por un suceso improbable; lo que no sé es, simplemente, cuál será ese suceso.
En la prensa económica no he visto ningún estudio formal y exhaustivo al entilo del de Tetlock. Pero, sospechosamente, tampoco he encontrado ningún artículo en que se pregone la capacidad, de los economistas para producir proyecciones fiables. Así pues, decidí repasar los artículos y apuntes sobre economía que conseguí encontrar. En su conjunto no aportan pruebas convincentes de que los economistas, como comunidad, tengan la habilidad de predecir; y si alguna habilidad poseen, sus predicciones, en el mejor de los casos, son sólo un poco mejores que las hechas al azar, pero no lo bastante buenas para ayudar en decisiones difíciles.
La prueba más interesante de cómo se comportan los métodos académicos en el mundo real la llevó a cabo Spyros Makridakis, que dedicó parte de su carrera profesional a gestionar las competiciones entre los previsores que practican un «método científico» llamado econometría; un sistema que combina la teoría económica con las mediciones estadísticas. Dicho brevemente, hacía que las personas hicieran previsiones sobre la vida real y luego juzgaran su grado de acierto. Esto condujo a una serie de «competiciones M», que él mismo dirigió, junto con Michele Hibon, la más reciente de las cuales es la M3, concluida en 1999. Makridakis y Hibon llegaron a la triste conclusión de que «los métodos estadísticamente sofisticados o complejos no proporcionan necesariamente previsiones más precisas que las de los métodos más sencillos».
Yo tuve una experiencia similar en mis tiempos de analista cuantitativo: el científico extranjero con acento gutural que se pasa las noches frente al ordenador resolviendo complicados problemas matemáticos, raramente rinde más que el taxista que emplea los más sencillos métodos que tenga a su alcance. El problema es que nos centramos en la rara ocasión en que esos métodos funcionan, y casi nunca en los fallos, que son muchísimo más frecuentes que los aciertos. Sigo diciendo a quien quiera escucharme: «Hola, soy un tipo nada complicado y sensato de Amioun, Líbano, y me cuesta comprender por qué algo se considera valioso si exige el funcionamiento continuo del ordenador pero no me permite predecir mejor que cualquier otro tipo de Amioun». Las únicas reacciones que obtuve de mis colegas estaban relacionadas con la geografía y la historia de Amioun, más que con una explicación sensata de su trabajo. Una vez más, vemos aquí en funcionamiento la falacia narrativa, con la salvedad de que, en lugar de historias periodísticas, tenemos la situación más grave de los «científicos» con acento ruso que miran por el retrovisor, narran mediante ecuaciones y se niegan a mirar hacia delante porque temen marearse demasiado. El econometrista Roben Engel, por otro lado un caballero encantador, inventó un método estadístico muy complicado llamado GARCH, que le valió el Premio Nobel. Nadie lo probó para ver si tenía alguna validez en la vida real. Es más, métodos menos llamativos se comportaban mucho mejor, pero no le valieron a nadie el viaje a Estocolmo. Tenemos un problema de expertos en Estocolmo, del que me ocuparé en el capítulo 17.
Parece que esta ineptitud de los métodos complicados se aplica a todos los métodos. Otro estudio comprobó la eficacia de quienes practican la llamada teoría de juegos, cuyo representante más destacado es John Nash, el matemático esquizofrénico al que la película Una mente maravillosa hizo famoso. Lamentablemente, pese al atractivo intelectual de tales métodos y a la extraordinaria atención que les conceden los medios de comunicación, quienes los emplean no hacen predicciones mejores que las de los alumnos universitarios.
Existe otro problema, el cual es un tanto más inquietante. Makridakis y Hibon averiguaron que los estadísticos teóricos ignoraban las sólidas pruebas empíricas de sus estudios. Además, se encontraron con una sorprendente hostilidad hacia sus verificaciones empíricas. «En su lugar, [los estadísticos] se han dedicado a construir modelos más sofisticados sin tener en cuenta la capacidad de tales modelos para predecir con precisión datos de la vida real», dicen Makridakis y Hibon.
Tal vez alguien se encuentre con la siguiente tesis: es posible que las previsiones de los economistas creen una retroalimentación que anule su efecto (una tesis a la que se denomina crítica de Lucas, por el economista Robert Lucas). Supongamos que los economistas predicen una inflación; como respuesta a tal expectativa, la Reserva Federal interviene y la inflación disminuye. De modo que en economía no se puede juzgar la precisión de la predicción tal como se podría hacer con otros sucesos. Estoy de acuerdo, pero no creo que eso explique el fracaso de las predicciones que realizan los economistas. El mundo es excesivamente complicado para su disciplina.
Cuando el economista falla en sus predicciones sobre rarezas, a menudo invoca el tema de los terremotos o las revoluciones, y proclama que él no se ocupa de la geodesia, la ciencia meteorológica ni la política social, en vez de incorporar estos campos en sus estudios y admitir que su materia no existe de forma aislada. La economía es el más insular de los campos; es donde menos obras que no sean de economía se citan. Tal vez sea la materia que actualmente cuenta con mayor número de estudiosos ignorantes: el estudio sin la erudición y la curiosidad natural puede cerrarnos la mente y conducir a la fragmentación de las disciplinas.
Hemos utilizado la historia de la Opera House de Sidney como trampolín para hablar de la predicción. Vamos a abordar ahora otra constante de la naturaleza humana: un error sistemático que cometen los planificadores de proyectos, y que procede de una mezcla de la naturaleza humana, la complejidad del mundo y la estructura de las organizaciones. Para poder sobrevivir, las instituciones deben dar la apariencia, ante ellas mismas y ante los demás, de tener una «visión».
Los planes fracasan por lo que hemos llamado tunelaje, el olvido de las fuentes de incertidumbre ajenas al propio plan.
El escenario típico es el siguiente, Joe, escritor de ensayos, consigue un contrato para la publicación de un libro, cuyo plazo de entrega se establece en dos años a partir del presente día. El tema es relativamente fácil: la biografía autorizada del escritor Salman Rushdie, para la que Joe ha reunido muchos datos. Incluso ha seguido la pista de las antiguas novias de Rushdie y está entusiasmado ante la perspectiva de las agradables entrevistas que le aguardan. Dos años después, o menos, digamos tres meses, llama al editor para explicarle que se retrasará un poco. El editor lo veía venir; está acostumbrado a que los autores se retrasen. La editorial tiene miedo, porque inesperadamente el tema ha dejado de interesar a la opinión pública: preveía que el interés por Rushdie seguiría siendo elevado, pero la atención se ha esfumado, al parecer porque los iraníes, por alguna razón, perdieron interés en acabar con él.
Fijémonos en la fuente de la subestimación del biógrafo del tiempo necesario para completar la obra. Joe proyectó su propio plan, pero tuneló, pues no previo que surgieran algunos sucesos «externos» que iban a retrasar su trabajo. Entre esos sucesos externos estaban los atentados del 11-S, que le retrasaron varios meses; los viajes a Minnesota para atender a su madre enferma (que al final se repuso); y muchos más, como una ruptura sentimental (aunque no con una ex novia de Rushdie). «Fuera de esto», todo estaba en su plan; su propio trabajo no se apartó ni un ápice del programa. Joe no se siente responsable de su fallo.
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Lo inesperado tiene un efecto tendencioso en los proyectos. Pensemos en el caso de los constructores, los articulistas y los contratistas. Lo inesperado casi siempre actúa en un único sentido: mayores costes y más tiempo para la conclusión de la obra. En muy raras ocasiones, como la del Empire State Building, ocurre lo contrario: conclusión antes de lo previsto y a un precio menor (estas ocasiones son realmente excepcionales).
Podemos realizar experimentos para comprobar la repetibilidad y verificar si esos errores en la proyección forman parte de la naturaleza humana. Los investigadores han comprobado cuántos estudiantes calculan el tiempo necesario para terminar sus trabajos. En una prueba representativa, se dividió un grupo en dos partes, los optimistas y los pesimistas. Los alumnos optimistas prometieron terminar su trabajo en 26 días; los pesimistas, en 47. El tiempo medio de conclusión real resultó ser de 56 días.
El ejemplo de Joe el escritor no es grave. Lo he seleccionado porque se refiere a una tarea rutinaria y repetitiva; en este tipo de trabajos, nuestros errores de planificación son menos graves. Con proyectos que sean muy novedosos, como una invasión militar, una guerra generalizada o algo completamente nuevo, los errores se disparan. De hecho, cuanto más rutinaria sea la tarea, mejor aprendemos a predecir. Pero en nuestro entorno moderno siempre hay algo que no es rutinario.
Puede haber incentivos para que las personas acepten plazos de entrega más cortos, a fin de hacerse con el contrato del libro, o para que el constructor consiga nuestro adelanto de dinero y pueda emplearlo en sus próximas vacaciones en Antigua. Pero el problema de la planificación existe incluso cuando no hay incentivo para subestimar la duración (o los costes) de la tarea. Como decía antes, somos una especie con excesiva estrechez de miras para considerar la posibilidad de que los acontecimientos se salgan de nuestras proyecciones mentales; pero, además, nos centramos tanto en cuestiones internas del proyecto que no tenemos en cuenta la incertidumbre externa, lo «desconocido desconocido», por así decirlo, el contenido de los libros no leídos.