Los rociones de lluvia, fría y aulladora, golpeaban las ventanas. Al principio parecían concentrarse en una sola, pero luego desplazaban su ataque en el sentido de las manecillas del reloj. Descargó un relámpago, se produjo la ancestral traza del trueno y siguió el estrépito de las contraventanas. Antes de que Holmes se diera cuenta, la voz de Lowell emergió por un momento, pero ya no siguió recitando.
Entonces habló Longfellow, reanudando el poema de Tennyson con el mismo susurro suplicante:
…los profundos
lamentos rondan con muchas voces. Venid, amigos míos,
no es demasiado tarde para ir en busca de un mundo nuevo…
Longfellow volvió la cabeza hacia su editor, con una mirada inquisitiva: ahora es su turno, Fields.
Fields agachó la cabeza ante la invitación. Su barba descansó sobre su levita abierta y se frotó contra la cadena del chaleco. Holmes sentía pánico de que Lowell y Longfellow se hubieran lanzado a la causa imposible, pero había esperanza. Fields era el ángel guardián de sus poetas y no los arrastraría de cabeza al peligro. Fields había permanecido libre de traumas en su vida personal; nunca trató de tener hijos, y así se ahorró la pena por niños que no vivían más allá de su primer o segundo cumpleaños, o de madres convertidas en cadáveres en las mismas camas donde daban a luz. Libre de compromisos domésticos, dedicó sus energías protectoras a sus autores. Una vez, Fields pasó una tarde entera discutiendo con Longfellow sobre un poema que narraba el naufragio del
Hesperus
. El debate hizo que Longfellow olvidara su planeada excursión en el barco de lujo de Cornelius Vanderbilt, que horas más tarde se incendió y se fue a pique. Del mismo modo, Holmes rezaba para que llegara el momento en que Fields decidiera prescindir de consideraciones y se abriera paso a codazos hasta que pasara el peligro.
El editor debía saber que ellos eran hombres de letras, no de acción (y que seguirían siéndolo en los años siguientes). Aquella locura era la que leían, la que versificaban para alimentar a una audiencia anhelante, a una humanidad en mangas de camisa, a unos guerreros que se lanzaban a batallas que nunca podrían ganar; ése era el material de la poesía.
Fields abrió la boca, pero luego vaciló, como alguien que trata de hablar en un sueño agitado pero no puede. De pronto pareció mareado. Holmes emitió un suspiro de simpatía, como telegrafiando su aprobación por la duda. Pero luego Fields, mirando con ceño fruncido primero a Longfellow y después a Lowell, se puso en pie de un salto y susurró un vibrante poema de Tennyson. Era una aceptación de lo que estaba por llegar:
…y a pesar
de que ahora no somos la fuerza que en días pasados
movía tierra y cielo, lo que somos, lo somos…
¿Somos lo bastante fuertes para esclarecer un asesinato?, se preguntaba el doctor Holmes. ¡Menudo disparate! Se habían producido asesinatos, algo horrendo, pero nada demostraba, pensó Holmes, recurriendo a su mente científica, que fuera a perpetrarse otro. Su relación con los hechos podía, para bien o para mal, ser fruto del azar. La mitad de él lamentaba incluso haber presenciado la autopsia en la facultad de Medicina, y la otra mitad deploraba haber comunicado su descubrimiento a sus amigos. Sin embargo, no podía dejar de formularse preguntas. ¿Qué haría Junior? El capitán Holmes. El doctor entendía la vida desde muchos puntos de vista y podía moverse fácilmente de uno a otro, colocarse bajo o alrededor de una situación dada. Junior, en cambio, poseía el don y el talento de la estricta decisión. Sólo quienes son estrictos pueden mostrarse verdaderamente audaces. Holmes cerró los ojos, apretándolos.
¿Qué haría Junior? Pensó en ello mientras evocaba la compañía a cuyo mando estuvo Wendell Junior, con su brillo azul y oro mientras abandonaba su campo de instrucción. «Buena suerte. Ojalá yo fuera lo bastante joven para combatir». Y así sucesivamente. Pero él no deseó eso. Había dado gracias al cielo por no ser ya joven.
Lowell se inclinó hacia Holmes y repitió las palabras de Fields con una paciente suavidad y un tono indulgente, raro en él, y forzado.
—«Lo que somos, lo somos…»
Lo que somos, lo somos: lo que elegimos ser. Esto calmó un poco a Holmes. Los tres amigos que lo esperaban se mostraron de acuerdo. Pero él podía marcharse con las manos en los bolsillos. Inhaló con una profunda respiración asmática, a la que siguió una no menos pronunciada exhalación de alivio. Pero en lugar de completar el movimiento, Holmes escogió. No reconoció su propia voz, una voz lo bastante serena como para pertenecer a la noble llama que habló a Dante. Se limitó a reconocer su razón por la decisión de sus palabras, las palabras de Tennyson, que cobraron vida:
—«… lo que somos, lo somos. / Un temple igual de corazones heroicos, / debilitados por el tiempo y el destino, pero con voluntad fuerte / para afanarse, para buscar, para encontrar —hizo una pausa— y para no ceder».
—Afanarse —murmuró Lowell meditada, metódicamente, estudiando uno tras otro los rostros de sus compañeros y deteniéndose en el de Holmes—. Buscar. Encontrar…
El reloj dio la hora y Greene se agitó, pero no hubo necesidad de comunicación: el club Dante había renacido.
—Oh, mil perdones, mi querido Longfellow —murmuró Greene, despertándose con las lentas campanadas del viejo reloj—. ¿Me he perdido algo?
En los bajos fondos de Boston, casi todo siguió igual la semana en que se descubrió el cadáver del reverendo Talbot. Permaneció inalterado el triángulo de calles donde las viviendas pobres, las tabernas, los burdeles y los hoteles baratos habían alejado a aquellos residentes que podían permitirse ser alejados; donde un vapor blanco azulado manaba de tubos que salían perpendicularmente de los cristales y las chapas de hierro; y donde las aceras estaban cubiertas de cáscaras de naranja y de gozosos cantos y bailes a horas desusadas. Hordas de negros iban y venían en los tranvías de caballos. Muchachas jóvenes, lavanderas y criadas llevaban el pelo recogido con pañuelos de colores, y sus bamboleantes adornos producían una música metálica. Podía verse a algún soldado o marinero negro de uniforme, lo cual todavía resultaba discordante. Lo mismo que cierto mulato que caminaba con un notable balanceo por las calles, ignorado por algunos y objeto de irrisión para otros, observado con ojos brillantes por los negros más viejos, que en su sabiduría sabían que Rey era policía y, por tanto, distinto de ellos tanto por esa razón como por su mezcla de razas. Los negros habían permanecido seguros en Boston, incluso se les permitía asistir a la escuela y utilizar el transporte público junto con los blancos, y por eso se mantenían tranquilos. Sin embargo, Rey hubiera podido concitar odio de haber hecho un movimiento erróneo o de haberse cruzado con la persona equivocada en el ejercicio de sus deberes. Los negros lo habían desterrado de su mundo por aquellas razones y, dado que tales razones eran correctas, nunca se le dio explicación alguna ni se le presentaron excusas.
Algunas jóvenes que charlaban, llevando cestos sobre la cabeza, hicieron una pausa para mirarlo de reojo, con su hermosa piel broncínea que parecía absorber toda la luz de las farolas mientras iba y venía. Al otro lado de la calle, Rey reconoció a un hombre corpulento holgazaneando en una esquina, un judío sefardí, reconocido ladrón a quien alguna vez había detenido para interrogarlo en la comisaría central. Nicholas Rey ascendió por la angosta escalera de su casa de huéspedes. Su puerta daba frente al descansillo del segundo piso, y aunque la lámpara estaba rota, pudo ver entre las sombras que alguien bloqueaba el acceso a la habitación.
Los acontecimientos de la semana habían sido inexorables. Cuando Rey condujo por primera vez al jefe Kurtz a ver el cadáver del reverendo Talbot, el sacristán guió a Kurtz y a varios sargentos escalera abajo. Kurtz se detuvo y sorprendió a Rey, porque se volvió y dijo: «Agente». Había ordenado a Rey que lo siguiera. En el interior de la bóveda funeraria, el agente Rey solicitó un momento para examinar el escenario: el cadáver embutido en el agujero, cabeza abajo, antes incluso de darse cuenta del aspecto de los pies que sobresalían, hinchados, cubiertos de llagas y torcidos. El sacristán contó lo que había visto.
Los dedos de los pies estaban a punto de desprenderse y caer de las extremidades rosadas, despellejadas y deformadas, lo que hacía difícil distinguir entre los extremos de los pies donde se implantaban los dedos y los extremos que, anatómicamente, hubieran debido llamarse talones. Este detalle —los pies quemados, reveladores para los amigos de Dante, a unas pocas manzanas de allí— para el policía era algo meramente insano.
—¿Sólo les prendieron fuego a los pies? —preguntó el agente Rey, mirando de través, tocando delicadamente, con la punta del dedo, la carne carbonizada, que se desmenuzaba.
Retrocedió por el calor humeante que seguía asando la carne, casi esperando que su dedo se chamuscara. Se preguntaba cuánto calor podía soportar el cuerpo humano antes de perder su forma física. Después de que dos sargentos retirasen el cuerpo, el sacristán Gregg, aturdido y entre lágrimas, recordó algo.
—El papel —dijo, agarrando a Rey, el único policía que se había quedado abajo—. Hay trocitos de papel a lo largo de las tumbas. No tienen por qué estar ahí. ¡Él no debería haber venido! ¡No debí permitírselo!
Rompió a llorar inconteniblemente. Rey levantó su linterna y vio el rastro de letras como un mudo remordimiento.
Los periódicos se ocuparon de ambos terribles asesinatos —el de Healey y el de Talbot— con tanta frecuencia que en la mente del público se emparejaron, hasta el punto de que en las conversaciones callejeras a menudo se hacía referencia a los asesinatos Healey–Talbot. ¿Presentaba el público el síndrome expuesto por el doctor Oliver Wendell Holmes en su extraña observación en casa de Longfellow, la noche en que fue descubierto el cuerpo de Talbot? Holmes ofreció su colaboración experta a Rey con tanto nerviosismo como si hubiese sido un estudiante de medicina: «Quizá eso que suena como a inútil latín,
prognosis
, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad». La palabra impresionó a Rey: asesino. El doctor Holmes daba por sentado que los crímenes habían sido perpetrados por la misma mano. Y sin embargo no había nada que los relacionara de forma evidente, aparte de su brutalidad. Contaba también la desnudez de los cuerpos y la ropa, de la que fueron despojados, cuidadosamente doblada, pero de eso no se había informado en los periódicos cuando Rey oyó las palabras de Holmes. Quizá el presuntuoso doctorcillo había tenido un desliz verbal. Quizá.
Los periódicos complementaban los titulares de los asesinatos con abundantes dosis de otras formas de violencia insensata: garrotazos, atracos, voladuras de cajas fuertes, una prostituta hallada medio estrangulada a pocos pasos de una comisaría, un niño molido a palos en una pensión de Fort Hill. Y estaba el extraño incidente del vagabundo llevado a la comisaría central, y al que la policía permitió darse muerte arrojándose por la ventana, ante los ojos del inoperante jefe Kurtz. Los periódicos clamaban: «¿Se hace responsable la policía de la seguridad de los ciudadanos?».
En la oscura escalera de su casa de huéspedes, Rey se detuvo a medio camino y se aseguró de que nadie lo seguía. Reanudó el ascenso asiendo su porra, oculta bajo la chaqueta.
—Sólo soy un pobre mendigo, buen señor.
El hombre de quien procedían estas palabras, pronunciadas en lo alto de la escalera, era fácilmente reconocible después de torcer para subir el siguiente tramo y distinguir un par de piernas, embutidas en unos pantalones rayados y que arrancaban de unos zapatos con tacones de hierro: Langdon Peaslee, reventador de cajas fuertes, se tapaba descuidadamente su botón de diamante con el amplio puño de la camisa.
—¿Qué hay, blanquito? —saludó Peaslee sonriendo, mostrando un hermoso despliegue de dientes agudos como estalagmitas—. Chóquela. —Estrechó la mano de Rey—. No nos habíamos visto desde aquel espectáculo. Dígame, ¿no está su habitación por aquí arriba? —y señalaba inocentemente detrás de él.
—Hola, señor Peaslee. Tengo entendido que robó usted el banco Lexington hace dos noches.
Nicholas Rey lo dijo para demostrar que tenía tanta información como el propio ladrón. Peaslee no dejó pruebas que pudieran presentarse contra él ante el tribunal, y seleccionó y apartó cuidadosamente sólo aquellos valores a los que no se podía seguir la pista.
—Dígame, ¿quién es lo bastante hábil en estos tiempos para hacerse un banco él solito?
—Usted. Estoy seguro. ¿Ha venido para entregarse? —preguntó Rey con expresión seria.
Peaslee rió desdeñosamente.
—No, no, querido muchacho. Pero no entiendo esas restricciones a que lo someten. ¿Qué razón hay para ello? No va de uniforme, no puede detener a hombres blancos y así sucesivamente… Bueno, pues son injustas, injustas, sin duda. Pero hay algunos factores compensatorios. Usted y el jefe Kurtz se han vuelto compañeros inseparables, y eso puede acabar llevando a alguien ante la justicia. Como los asesinos del juez Healey y del reverendo Talbot, que en paz descansen. He oído decir a los diáconos de la iglesia de Talbot que han organizado una suscripción para ofrecer una recompensa.
Rey echó a andar hacia su habitación dando cabezadas que revelaban desinterés.
—Estoy cansado —dijo en voz baja—. A menos que tenga usted algo concreto que pueda presentarse ante la justicia en este mismo momento, le ruego que me excuse.
Peaslee jugueteó con la bufanda de Rey y luego mantuvo allí la mano quieta.
—Los policías no pueden aceptar recompensas, pero un simple ciudadano, como yo, sin duda podría. Y si alguien se abre paso por una puerta que valga la pena… —No hubo reacción en el rostro del mulato. Peaslee exteriorizó su irritación y prescindió de sus zalamerías. Apretó la bufanda como si manejara un nudo corredizo—. ¿Qué es lo que le dijo aquel pordiosero sordomudo en aquella reunión en la casa grande? Escuche bien. Hay un montón de gente en nuestra ciudad a la que se puede muy bien culpar de la muerte de Talbot, mi querido sabihondo. Yo los identificaría fácilmente. Ayúdeme en el negocio, y la mitad de la recompensa, para usted —añadió secamente—. Pasta en abundancia, y luego usted sigue su camino como le parezca. Las compuertas se han abierto, y todo va a cambiar en Boston. La guerra ha traído mucho dinero aquí y los tiempos son malos para andar solo.