El club Dante (22 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Discúlpeme, señor Peaslee —repetía Rey con aplomo estoico.

Peaslee aguardó un momento, y luego prorrumpió en una carcajada, como aceptando su derrota, y sacudió algún hilillo imaginario de la chaqueta de
tweed
de Rey.

—Pues muy bien, blanquito. Por la pinta, debí darme cuenta de que era un dechado de virtud. Pero lo siento por usted, amigo, lo siento mucho. Los negros lo odian por ser blanco y todos los demás lo odian por ser negro. En cuanto a mí, yo juzgo a un tipo por si es listo o no. —Se señaló un lado de la cabeza—. Una vez me encontré en un pueblo de Luisiana, blanquito, donde podía verse la sangre blanca en la mitad de los niños negros. Las calles estaban llenas de híbridos. Imagino que a usted le gustaría vivir en un sitio como ése, ¿verdad?

Rey lo ignoró y buscó la llave en su bolsillo. Peaslee le dijo que él le haría los honores, y con uno solo de sus dedos de araña empujó la puerta de Rey y la abrió.

Rey levantó la vista, alarmado por primera vez desde su encuentro.

—Las cerraduras son para mí un juego, ya sabe —dijo Peaslee irguiendo la cabeza orgullosamente. Luego fingió entregarse, presentando las muñecas vueltas—. Puede usted empapelarme por allanamiento, agente. Oh, no, no; usted no puede.

Una mueca de despedida.

En la habitación no faltaba nada. Aquel último truco había sido una exhibición de poder a cargo del gran ladrón de cajas fuertes, por si a Nicholas Rey se le ocurría alguna idea poco sensata.

A Oliver Wendell Holmes le resultaba extraño salir de aquella manera con Longfellow, verlo pasar entre los rostros y los sonidos comunes, y entre los olores maravillosos y terribles de las calles, como si formara parte del mismo mundo que el conductor de un tiro de caballos que arrastraba una máquina de riego para limpiar la calle. No era que el poeta nunca hubiese abandonado la casa Craigie en los últimos años, pero sus actividades en el exterior eran concretas y limitadas. Entregar pruebas de imprenta en Riverside Press, cenar con Fields a una hora con poco público en Revere o en casa Parker. Holmes se sentía avergonzado por haber sido el primero en tropezar con algo que de modo tan inconcebible pudo romper el pacífico retiro de Longfellow. Debió haberlo hecho Lowell. A él nunca se le hubiera ocurrido incurrir en la culpa de forzar a Longfellow a penetrar en el mundo, en la pavimentada Babilonia que desorientaba las almas. Holmes se preguntaba si Longfellow le guardaba resentimiento por eso; si era capaz de resentimiento o si era inmune a él, como lo era a tantas emociones desagradablemente humanas.

Holmes pensó en Edgar Allan Poe, que escribió un artículo titulado «Longfellow y otros plagiarios», acusando a Longfellow y a todos los poetas de Boston de copiar a todos los escritores, vivos y muertos, incluido el mismo Poe. Esto sucedía en la época en que Longfellow contribuía a mantener vivo a Poe prestándole dinero. Un Fields enfurecido prohibió definitivamente que apareciera cualquier escrito de Poe en las publicaciones de Ticknor y Fields. Lowell saturó los periódicos con cartas en las que demostraba sin lugar a dudas los ultrajantes errores en que habían incurrido los escritores de Nueva York. A Holmes lo atormentaba la idea de que cada palabra que escribía fuera, sin duda, un robo a algún poeta anterior, mejor que él, y en sus sueños no era infrecuente que el espectro de algún maestro desaparecido se le apareciera para pedirle cuentas. Longfellow, por su parte, no dijo nada públicamente, y en privado atribuía la actuación de Poe a la irritación de una naturaleza sensible mortificada por algún sentido indefinido del error. Y resultaba bastante notable para Holmes que Longfellow se entristeciera sinceramente por la melancólica muerte de Poe.

Ambos hombres llevaban al brazo ramos de flores y se dirigían a la parte de Cambridge que era menos pueblo y más ciudad. Rodearon la iglesia de Elisha Talbot, tratando de situar, a cada paso, el lugar de la terrible muerte de Talbot, deteniéndose bajo los árboles y sintiendo el terreno que pisaban entre las lápidas. Algunos transeúntes les pedían autógrafos en pañuelos o en el interior de los sombreros, a menudo al doctor Holmes, pero siempre a Longfellow. Aunque las horas nocturnas les hubieran garantizado un conveniente anonimato, Longfellow decidió que sería mejor aparecer como contritos visitantes al cementerio antes que exponerse a que los tomaran por ladrones de cadáveres.

Holmes estaba agradecido a Longfellow porque se había erigido en jefe los días que siguieron al acuerdo que… ¿Qué habían acordado hacer, con las vehementes palabras de Ulises quemándoles la lengua? Lowell dijo que era preciso investigar (siempre sacando pecho). Holmes prefería la expresión «hacer indagaciones», y así lo dejó puntualizado con Lowell.

Claro que era preciso contar con los escasos amigos de Dante aparte de ellos mismos. Algunos se hallaban en Europa, de forma temporal o permanente, incluido Charles Eliot Norton, el vecino de Longfellow, otro antiguo estudioso del poeta; y William Dean Howells, un joven acólito de Fields, enviado a Venecia. También estaba el profesor Ticknor, de setenta y cuatro años, encerrado en su biblioteca en soledad desde hacía tres décadas; y Pietro Bachi, antiguo lector de italiano dependiente tanto de Longfellow como de Lowell antes de ser despedido de Harvard; y todos los ex alumnos de los seminarios sobre Dante dictados por Longfellow y Lowell (más unos cuantos de la época de Ticknor). Se confeccionarían listas y se convocarían reuniones en privado. Pero Holmes rezaba para hallar una explicación antes de que pasaran por insensatos ante personas a las que respetaban y que, al menos hasta el presente, los habían respetado.

Si el escenario del crimen hubiera sido el entorno de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, aquel día sus huellas ya estarían borradas. Si sus cábalas eran rigurosas, y el hoyo donde fue enterrado Talbot hubiera estado en el camposanto, los diáconos de la iglesia lo habrían cubierto de césped a toda prisa. Un predicador muerto colocado cabeza abajo no sería el mejor reclamo para una congregación.

—Ahora miremos dentro —sugirió Longfellow, al parecer conforme con su total falta de progresos.

Holmes siguió de cerca los pasos de Longfellow.

En la parte de atrás, donde se hallaba la sacristía, que albergaba las oficinas y los vestuarios, había una gran puerta de pizarra en un muro, pero no comunicaba con otra estancia y allí no había otra ala de la iglesia.

Longfellow se quitó los guantes y recorrió con la mano la fría piedra. Sintió un amargo escalofrío detrás de él.

—¡Sí! —susurró Holmes. El escalofrío penetró en él cuando abrió la boca para hablar—: ¡La bóveda, Longfellow! Ahí abajo está la bóveda…

Hasta tres años antes, las iglesias de la región acogían enterramientos en su subsuelo. Había allí lujosas bóvedas privadas que podían ser adquiridas por las familias, y había otras públicas, de categoría inferior, que albergaban a cualquier miembro de la congregación a cambio de una tarifa mínima. Durante años, esas bóvedas funerarias se consideraron un prudente uso del espacio en las ciudades muy pobladas, en las que los cementerios aumentaban la extensión. Pero cuando los bostonianos morían a cientos a causa de la fiebre amarilla, la Oficina de Sanidad Pública declaró que la causa era la proximidad de la carne en descomposición, y se prohibió rigurosamente la construcción de nuevas bóvedas bajo los terrenos de las iglesias. Las familias con suficiente dinero para permitírselo, trasladaron a sus queridos difuntos al monte Auburn y a otros bucólicos lugares recientemente acondicionados para el descanso eterno. Pero quedaron relegadas bajo el suelo las partes «públicas» —o sea, las más pobres— de las bóvedas, que eran la mayoría: hileras de féretros sin marcas, tumbas decrépitas, fosas comunes subterráneas.

—Dante encuentra a los simoníacos dentro de la
pietra livida
, la piedra lívida —dijo Longfellow.

Una voz temblorosa los interrumpió.

—¿Puedo ayudarlos, buenas gentes?

El sacristán de la iglesia, la primera persona que se acercó a Talbot mientras se estaba quemando, era un hombre alto y delgado, que vestía una túnica larga y negra, y tenía el cabello blanco. Más que de cabello podía hablarse con propiedad de cerdas que se mantenían erizadas en todas direcciones, como en un cepillo. Sus ojos parecían mirar completamente abiertos, de manera que se asemejaba en todo momento a la imagen de un hombre que ve un fantasma.

—Buenos días, señor.

Holmes se le aproximó, subiendo y bajando el sombrero que tenía en las manos. Holmes hubiera querido que Lowell estuviese allí, o Fields, ya que ambos desprendían autoridad natural.

—Señor, mi amigo y yo quisiéramos que nos permitiera entrar en su bóveda funeraria subterránea, siempre que eso no le ocasione problemas.

El sacristán no dio muestras de haber entendido.

Holmes miró atrás. Longfellow permanecía de pie, con las manos dobladas sobre el bastón, con gesto plácido, como si fuera alguien que estaba allí sin haber sido invitado.

—Como le iba diciendo, mi buen señor, debe saber que es muy importante que nosotros… Bueno, yo soy el doctor Oliver Wendell Holmes. Soy titular de una cátedra de Anatomía y Fisiología en la escuela de medicina… En realidad, más un canapé que una cátedra, por la envergadura de quienes la ocupan. Es probable que usted haya leído alguno de mis poemas en…

—¡Señor! —la chirriante voz del sacristán se aproximaba, al levantarla, a un grito de dolor—. ¿No sabe usted, jefe, que nuestro ministro fue hallado muerto…? —tartamudeó horrorizado y retrocedió—. Yo cuidaba del recinto y ni un alma entró o salió. ¡Por Dios, si llega a suceder ante mi vista! ¡Confieso que era un espíritu demoníaco que no necesitaba cuerpo físico, no era un hombre! —Se detuvo—. Los pies —añadió con una mirada fija, y por su aspecto parecía incapaz de continuar.

—Sus pies, señor —dijo el doctor Holmes, deseando oírlo, aunque él sabía muy bien que se refería a los de Talbot; lo sabía de primera mano—. ¿Qué pasa con ellos?

Los cuatro miembros del club Dante, dejando aparte al señor Greene, habían reunido todos los periódicos disponibles sobre la muerte de Talbot. Mientras que las verdaderas circunstancias de la muerte de Healey habían sido ocultadas durante varias semanas antes de su revelación, en las columnas de los diarios Elisha Talbot fue asesinado de todas las maneras concebibles, con una ligereza que hubiera hecho estremecerse a Dante, para quien cada castigo estaba ordenado por el amor divino. El sacristán Gregg, por su parte, no necesitaba conocer a Dante. Él era un testigo de aquello y depositario de la verdad. A su manera, poseía la fuerza y la sencillez de un antiguo profeta.

—Los pies —continuó el sacristán tras una prolongada pausa estaban en llamas, jefe; eran carros de fuego en la oscuridad de las bóvedas. Por favor, caballeros.

Dejó caer la cabeza con gesto de desaliento y les dirigió un ademán invitándolos a marcharse.

—Señor mío —dijo Longfellow en tono suave—, lo que nos trae es el fallecimiento del reverendo Talbot.

De inmediato el sacristán aflojó los párpados. Holmes no tenía claro si el hombre reconoció el rostro de barba plateada del amado poeta, o si se tranquilizó como la bestia salvaje por obra de la voz de Longfellow, conmovedoramente serena, con sonido de órgano. Holmes comprendió que, si el club Dante iba a conseguir algún avance en aquella empresa, se debería a que Longfellow ejercía el mismo dominio celestial sobre las gentes, con sólo su presencia, que el que poseía sobre la lengua inglesa a través de su pluma.

Longfellow prosiguió:

—Señor mío, aunque sólo podemos ofrecerle nuestra palabra acerca de nuestros propósitos, le rogamos que nos preste su ayuda. Por favor, confíe en nosotros aunque no podamos aportarle prueba alguna, pero me temo que somos los únicos capaces de hallar algún sentido a lo ocurrido. No podemos ser más explícitos.

El vasto y vacío recinto desprendía neblina. El doctor Holmes se abanicaba para repeler el aire fétido que le picaba en los ojos y los oídos como pimienta molida, mientras avanzaban con pasos breves y cautelosos hacia la estrecha bóveda. Longfellow respiraba más o menos libremente. Su sentido del olfato era limitado, lo que constituía una ventaja para él: le deparaba el placer de las flores primaverales y otros aromas agradables, pero rechazaba cualquier cosa malsana.

El sacristán Gregg explicó que la bóveda pública se extendía baje las calles de la ciudad a lo largo de varias manzanas y en dos direcciones.

Longfellow dirigió la luz de la linterna a las columnas de pizarra y luego la bajó para examinar los sencillos sarcófagos de piedra.

El sacristán empezó a hacer una observación sobre el reverendo Talbot, pero dudó.

—No crean que tengo una opinión pobre de él, jefes, si les digo esto, pero nuestro querido reverendo atravesaba esta bóveda, bueno francamente, no para asuntos de la iglesia.

—¿Para qué venía aquí? —preguntó Holmes.

—Tomaba un camino más corto para llegar a su casa. A mí eso no me gustaba mucho, a decir verdad.

Uno de los fragmentos de papel desparramados por allí, con la: letras «A» y «H», olvidado por Rey, había quedado aprisionado bajo la bota de Holmes y se hundía en el espeso suelo.

Longfellow preguntó si alguien más pudo haber entrado en la bóveda desde arriba, desde la calle, por el lugar que utilizaba el ministro para salir.

—No —rechazó de plano el sacristán—. Esa puerta sólo puede abrirse desde dentro. La policía lo revisó todo y no encontró señales de que alguien la hubiera manipulado. Tampoco las había que el reverendo Talbot hubiese alcanzado la puerta que daba a las calles la noche que pasó por aquí.

Holmes apartó a Longfellow, de modo que el sacristán no pudiera oírlos, y dijo en susurros:

—¿No cree usted que es significativo que Talbot utilizara esto como atajo? Debemos preguntar algunas cosas más al sacristán. Todavía no nos consta la simonía de Talbot, ¡y esto podría ser un indicio de ella!

No habían encontrado nada que sugiriese que Talbot no fuera el buen pastor de su grey.

—Sin duda alguna —dijo Longfellow—, caminar por una bóveda funeraria no es un pecado en sí, por desaconsejable que resulte, ¿verdad? Además, sabemos que la simonía debe guardar relación con el dinero: tomarlo o pagarlo. El sacristán es un devoto de Talbot, como también la congregación, y formularle demasiadas preguntas sobre las costumbres de su ministro sólo serviría para que se cerrara en banda en lugar de facilitar información de buen grado. Recuerde que el sacristán Gregg, al igual que todo Boston, cree que la muerte de Talbot se ha debido al pecado de otro, no de la propia víctima.

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