Cuando Holmes hubo finalizado su estudio de los insectos, Longfellow, Fields y Lowell se reunieron en su casa. Aunque desde las ventanas de su estudio Holmes podía ver llegar al 21 de la calle Charles a todos los visitantes, gustaba de la formalidad de que su sirvienta irlandesa acomodara a los recién llegados en el pequeño gabinete de recepción y luego subiera a anunciárselos. Entonces se apresuraba a bajar las escaleras.
—¿Longfellow? ¿Fields? ¿Lowell? ¿Están ustedes aquí? ¡Suban, suban! Les voy a enseñar mi trabajo.
El exquisito estudio estaba más ordenado que la mayoría de las habitaciones de los autores, con libros alineados desde el suelo hasta el techo, muchos de ellos —considerando la estatura de Holmes— accesibles sólo con la escalera corrediza que había mandado construir. Holmes les mostró su último invento: unos anaqueles al alcance de la mano, en el extremo de la mesa, de tal manera que no había que ponerse de pie para buscar algo.
—Muy bien, Holmes —dijo Lowell, que miraba en dirección a los microscopios.
Holmes preparó un portaobjeto.
—Desde que existen los seres vivos, la naturaleza ha colocado en todos sus logros esta inscripción limitadora:
PROHIBIDA LA ENTRADA
. Si algún observador fisgón se aventuraba a espiar en los misterios de sus glándulas, canales y fluidos, ella cubría su obra con nieblas cegadoras y halos desconcertantes, como las deidades antiguas.
Explicó que los especimenes eran larvas de las que salían moscas azules, tal como Barnicoat, el forense de la ciudad, había dicho el día en que fue descubierto el cadáver. Este tipo de mosca pone los huevos en tejido muerto. Los huevos se transforman en larvas que comen carne en descomposición, y se transforman a su vez en moscas, y así el ciclo se reanuda.
Fields, balanceándose en una de las butacas de Holmes, replicó:
—Pero Healey dijo algo antes de morir, según esa criada. ¡Eso significa que aún estaba vivo! Aunque supongo que sólo le quedaba un hilillo de vida. Cuatro días después de que fuera atacado… y todas las cavidades de su cuerpo estaban repletos de larvas.
Holmes hubiera sentido repulsión sólo con pensar en aquel sufrimiento, si la idea no hubiera sido tan fantástica. Sacudió la cabeza:
—Afortunadamente para el juez Healey y para la humanidad, eso no puede ser. En todo caso, aunque sólo hubiera habido un puñado de larvas, digamos cuatro o cinco, en la superficie de la cabeza herida, hubiera sido precisa la presencia de algo de tejido muerto, y él no habría permanecido con vida. Con las larvas alimentándose en su interior en las cantidades masivas de las que se ha informado, todo el tejido debía estar muerto. Así que él debía estar muerto.
—Tal vez la criada ve fantasmas —sugirió Longfellow, al advertir la expresión derrotada de Lowell.
—Si la hubiera usted visto, Longfellow —dijo Lowell—. Si hubiera visto el brillo de sus ojos, Holmes… ¡Fields, usted estaba allí!
Fields asintió, aunque ahora estaba menos seguro:
—Vio algo terrible o creyó haberlo visto.
Lowell se cruzó de brazos, en un gesto de desaprobación.
—Ella es la única que lo sabe, por Dios. Yo la creo. Debemos creerla.
Holmes habló con autoridad. Sus hallazgos al menos aportaban cierto orden —cierta razón— a sus actividades.
—Lo siento, Lowell. Ciertamente, ella vio algo horrible: el estado en que se hallaba Healey. Pero esto, esto es ciencia.
Más tarde, Lowell tomó el tranvía de caballos de regreso a Cambridge. Avanzaba bajo un dosel escarlata de arces, contrariado por su incapacidad para evitar que el relato de la criada fuera descartado, cuando Phineas Jennison, el gran príncipe del comercio bostoniano, pasó en su lujosa berlina. Lowell frunció el ceño. No estaba de humor para tener compañía, aunque en parte también ansiaba distraerse.
—¡Hola! ¡Venga esa mano!
Y Jennison extendió su bien confeccionada manga fuera de la ventanilla, al tiempo que sus finos caballos bayos acortaban el paso hasta reducirlo a un despreocupado trote.
—Mi querido Jennison…
—¡Oh, qué placer estrechar la mano de un viejo amigo! —dijo Jennison con sinceridad.
Aunque no apretaba la mano como Lowell, que parecía atornillarla, se la dio de la forma más bien ávida de los negociantes bostonianos, algo parecido a como se agita una botella. Se apeó y llamó con los nudillos a la portezuela verde del vehículo público, para que su conductor se detuviera.
El brillante gabán blanco de Jennison estaba descuidadamente abotonado, descubriendo una levita rojo oscuro sobre un chaleco de terciopelo verde. Tomó a Lowell del brazo.
—¿Va usted a Elmwood?
—Me ha pillado usted, milord.
—Dígame, la corporación a la que usted acusa, ¿aún le permite dar esa clase suya sobre Dante? —preguntó Jennison, con una seria preocupación reflejada en su frente voluntariosa.
—Supongo que ha cedido un poco, afortunadamente —respondió Lowell suspirando—. Sólo espero que no interprete como una victoria suya el hecho de que haya suspendido esa clase.
Jennison se detuvo en mitad de la calle, pálido el rostro. Hablaba en voz baja, apoyando la palma de la mano en la barbilla con su hoyuelo.
—¿Lowell? ¿Es éste el Jemmy Lowell que fue expulsado a Concord por desobediencia cuando estaba en Harvard? ¿Qué hay del enfrentamiento con Manning y con la corporación en nombre de los futuros genios de Estados Unidos? Usted debe actuar o ellos…
—No hay nada que hacer con esos detestables colegas —le aseguró Lowell—. En este momento debo dedicarme a algo que reclama mi total atención, y no puedo ocuparme de seminarios. Me limito a mis clases ordinarias.
—¡Un gato doméstico no servirá si lo que uno quiere es un tigre de Bengala! —comentó Jennison agitando la mano, satisfecho por haber dado con una imagen más bien poética.
—No es mi línea, Jennison. Yo no sé cómo trata usted a los hombres como los de la corporación. Pero hay que vérselas con holgazanes y estúpidos a cada paso.
—¿Y son distintos los del mundo de los negocios? —Jennison desplegó su enorme sonrisa—. Aquí está el secreto, Lowell. Usted arma una bronca hasta que consigue lo que anda buscando, de eso se trata. Usted sabe lo que es importante, lo que debe hacerse, ¡y todo lo demás puede irse al diablo! —añadió con furia—. Ahora, si yo pudiera ser de alguna ayuda en su lucha, si pudiera ayudar de algún modo…
Lowell estuvo tentado, por un breve segundo, de contárselo todo a Jennison y pedirle ayuda, aunque no supo exactamente por qué. El poeta era pésimo en materia de finanzas, siempre barajando su dinero entre inversiones desafortunadas, de tal manera que le parecía que los hombres de negocios de éxito poseían poderes sobrenaturales.
—No, no, he encontrado más ayuda para mis luchas de lo que una buena conciencia se permitiría, pero se lo agradezco igualmente. —Lowell dio unas palmaditas en el hombro del millonario, cubierto de paño fino—. Además, el joven Mead estará agradecido por dejarlo descansar de Dante.
—Toda buena batalla necesita un aliado fuerte —dijo Jennison, decepcionado. Luego pareció como si quisiera revelar algo y no pudiera—. He observado al doctor Manning. No detendrá su campaña, así que usted nunca podrá parar. No confíe en lo que ellos le digan. Recuerde que se lo advertí.
Lowell percibió una negra nube de ironía después de hablar de la clase que había luchado por conservar durante tantos años. Sintió más tarde la misma embarazosa confusión que el día en que atravesó las blancas puertas de madera de Elmwood, camino de la casa de Longfellow.
—¡Profesor!
Lowell se volvió y vio a un joven, con el negro frac propio de los universitarios, corriendo, con los puños arriba, los codos pegados a los costados y la boca con expresión grave.
—Señor Sheldon. ¿Qué está usted haciendo aquí?
—Tengo que hablar con usted en seguida.
El estudiante de primer año jadeaba a causa del esfuerzo. Longfellow y Lowell habían pasado la última semana confeccionando listas de todos sus antiguos estudiantes de Dante. No podían utilizar los archivos oficiales de Harvard, pues con eso se arriesgarían a llamar la atención. Fue una tarea particularmente laboriosa para Lowell, que había perdido sus archivos y sólo recordaba unos pocos nombres y ningún período concreto de tiempo. Incluso un estudiante de unos pocos años antes podía recibir la felicitación más calurosa después de encontrarse en la calle con Lowell: «¡Mi querido muchacho!». Y continuación—: «¿Cómo se llamaba?».
Afortunadamente, sus dos estudiantes actuales, Edward Sheldon y Pliny Mead, quedaron de inmediato al abrigo de cualquier posible sospecha, pues Lowell les había estado dando clase en su seminario sobre Dante coincidiendo (según sus más ajustados cálculos) con el asesinato del reverendo Talbot.
—Profesor Lowell. ¡He recibido este aviso en mi buzón! —Sheldon deslizó una hojita de papel en la mano de Lowell—. ¿Una equivocación?
Lowell lo miró con indiferencia.
—No es una equivocación. Tengo algunos asuntos que resolver, los cuales ocuparán todo mi tiempo, pero sólo una o dos semanas, o eso espero. No me cabe duda de que usted está lo bastante ocupado como para apartar a Dante de su mente durante ese período.
Sheldon sacudió la cabeza, desanimado.
—Pero ¿qué hay de lo que usted nos dice siempre? ¿Se ha ampliado su círculo de admiradores hasta el punto de inducirlo a dar un respiro al errabundo Dante? ¿No ha cedido usted ante la corporación? ¿No está usted cansado del estudio de Dante, profesor? —lo apremiaba el estudiante.
Lowell sintió que temblaba ante la pregunta.
—¡No conozco a ningún ser pensante que pueda cansarse de Dante, mi joven Sheldon! Pocos hombres tienen criterio suficiente por sí mismos para penetrar en una vida y una obra de tal profundidad. Cada día lo valoro más como hombre, poeta y maestro. En nuestro tiempo de oscuridad, proporciona la esperanza de una segunda oportunidad. Y hasta que me reúna con el propio Dante en la primera terraza del purgatorio, ¡por mi honor que nunca cederé una pulgada ante los malditos tiranos de la corporación!
Sheldon tragó saliva.
—No olvide mi entusiasmo por continuar con la
Commedia
.
Lowell pasó el brazo por el hombro de Sheldon y caminó con él.
—Usted conoce, joven, una historia que Boccaccio cuenta sobre una mujer que pasaba frente a una puerta en Verona, donde Dante vivió durante su destierro. Vio a Dante al otro lado de la calle y se lo señaló a otra mujer, diciendo: «Ése es Alighieri, el hombre que va al infierno cuando le place y trae noticias de los muertos». Y la otra replicó: «Es muy probable. ¿No ves su barba rizada y su rostro oscuro? ¡Yo diría que eso se debe al calor y al humo!».
El estudiante rió a carcajadas.
—Esta conversación —prosiguió Lowell— se dice que hizo sonreír a Dante. ¿Sabe por qué dudo de la veracidad de esa historia, mi querido muchacho?
Sheldon consideró el asunto con la misma expresión seria que tenía durante sus clases sobre Dante. Luego manifestó:
—Quizá, profesor, porque esa mujer de Verona en realidad ignoraba el contenido del poema de Dante, pues sólo un selecto número de personas de su época, sus protectores ante todo, vio el manuscrito antes del final de su vida, e incluso, entonces, sólo en pequeños fragmentos.
—Yo no creo ni por un segundo que Dante sonriera —replicó Lowell satisfecho.
Sheldon fue a responder, pero Lowell levantó su sombrero y reanudó su camino hacia la casa Craigie.
—¡Recuerde mi deseo! —gritó Sheldon tras él.
El doctor Holmes, sentado en la biblioteca de Longfellow, se había fijado en un sorprendente grabado en el periódico, iniciativa de Nicholas Rey. La ilustración mostraba al hombre que había muerto en el patio de la comisaría central. El aviso del periódico no daba referencia alguna del incidente. Pero se reproducía el rostro extraviado y consumido del mendigo, tal como era poco antes del reconocimiento, y se pedía que cualquier información sobre la familia de aquel hombre se comunicara a la oficina del jefe de policía.
—¿Cuándo esperan ustedes encontrar a la familia de un hombre antes que al hombre mismo? —preguntó Holmes a los demás—. Cuando está muerto —se respondió a sí mismo.
Lowell examinó el parecido.
—Un hombre de aspecto muy triste al que no recuerdo haber visto nunca. Y este asunto es lo bastante importante como para que intervenga el jefe de policía. Wendell, creo que tiene usted razón. El chico Healey dijo que la policía aún no ha identificado al hombre que susurró unas palabras al agente Rey antes de tirarse por la ventana. Tiene perfecto sentido que hayan querido insertar un aviso en los periódicos.
El editor del periódico debía un favor a Fields. Así que Fields se pasó por su despacho en el centro de la ciudad. Le dijeron que un agente de policía mulato fue quien puso el aviso.
—Nicholas Rey. —Fields encontró esto extraño—. Con todo lo que se ha armado a propósito de Healey y Talbot, parece un poco raro que un policía gaste energías por un vagabundo muerto. —Estaban cenando en casa de Longfellow—. ¿Podrían saber que guarda alguna relación con los crímenes? ¿Podría ese agente tener alguna idea de lo que susurró el hombre?
—Es dudoso —dijo Lowell—. Pero, si la tiene, podría encaminarlo hasta nosotros.
A Holmes eso lo puso nervioso.
—¡Entonces, debemos averiguar la identidad de ese hombre antes que el agente Rey!
—Bueno, pues entonces seis brindis por Richard Healey. Sabemos por qué razón el agente Rey acudió a nosotros con el jeroglífico —dijo Fields—. Ese mendigo fue conducido al reconocimiento policial junto con una horda de otros mendigos y ladrones. Los oficiales debieron de preguntarle sobre el asesinato de Healey. Podemos concluir que ese pobre tipo reconoció a Dante, se asustó, vertió en el oído de Rey algunos versos en italiano del mismo canto que inspiró el asesinato y echó a correr; una carrera que terminó con su caída desde la ventana.
—¿Qué pudo asustarlo tanto? —preguntó Holmes.
—Podemos estar seguros de que él no era el propio asesino, pues estaba muerto dos semanas antes del crimen del reverendo Talbot —observó Fields.
Lowell se tiró del bigote pensativamente.
—Sí, pero pudo haber conocido al asesino y temería por su relación con él. Probablemente lo conocía muy bien, si ése fue el caso.
—Estaba atemorizado por su conocimiento, como lo hubiéramos estado nosotros. Pero ¿cómo averiguar antes que la policía quién era? —preguntó Holmes.