—¡Holmes! No esperaba tener el placer de verlo hoy. Estaba a punto de avisarlo en la facultad de Medicina para que viera al señor Clark. Se produjo un desdichado error en algunos de los cheques correspondientes al último número de
The Atlantic
Usted pudo recibir uno de setenta y cinco en lugar de uno de cien por su poema.
Desde que se inició la rápida inflación a consecuencia de la guerra, los mejores poetas percibían 100 dólares por poema, con la excepción de Longfellow, a quien se pagaban 150. Los autores menores cobraban entre veinticinco y cincuenta.
—¿De veras? —preguntó Holmes con un suspiro de alivio que en seguida consideró embarazoso—. Bueno, a mí siempre me hacía feliz cobrar más.
—Estos oficinistas de la nueva hornada son criaturas como usted nunca ha visto. —Fields movió la cabeza—. Me encuentro al timón de un barco enorme, amigos míos, que se estrellará contra las rocas a menos que yo vigile todo el tiempo.
Holmes se sentó satisfecho y, finalmente, dirigió una mirada al
New York Tribune
que tenía en la mano. Guardó silencio, sorprendido, y se deslizó hasta el fondo del sillón, como permitiendo que sus gruesos repliegues de cuero se lo tragaran.
James Russell Lowell había venido al Corner desde Cambridge para cumplir unas obligaciones largo tiempo desatendidas en
The North American Review
. Lowell abandonaba el grueso de su trabajo en la
Review
, una de las dos revistas principales de Fields, a un equipo de redactores auxiliares cuyos nombres confundía, hasta que su presencia era requerida para revisar las pruebas finales. Fields sabía que Lowell apreciaría el avance publicitario más que nadie, más que el propio Longfellow.
—¡Exquisito! ¡Usted conserva algo de judío, mi querido Field! —dijo Lowell, arrancándole a Holmes el periódico de un manotazo.
Sus amigos no prestaron particular atención al extraño comentario de Lowell, pues estaban acostumbrados a su tendencia a teorizar que el mundo con capacidad, incluido él, era judío por algún camino desconocido, o al menos descendiente de judíos.
—Mis vendedores de libros se van a poner las botas —se jactó Fields—. ¡Sólo con los beneficios que saquemos en Boston nos vamos a forrar!
—Mi querido Fields —dijo Lowell, riendo animadamente acariciando el periódico como si contuviera un premio secreto—, ¡si usted hubiera sido el editor de Dante, me atrevo a decir que habría sido bienvenido en Florencia y le habrían dedicado una fiesta en plena calle!
Oliver Wendell Holmes se rió, pero alimentaba también algún deseo de discutir cuando dijo:
—Si Fields hubiera sido el editor de Dante, Lowell, el poeta nunca hubiera sido desterrado.
Cuando el doctor Holmes se excusó para reunirse con el señor Clark, el contable, antes de marchar a casa de Longfellow, Fields pudo ver que Lowell estaba preocupado. El poeta no era de los que ocultaban su desagrado en ninguna circunstancia.
—¿No encuentra usted a Holmes muy apesadumbrado? —preguntó Lowell—. Se diría que ha estado leyendo un obituario —disparó, sabiendo que Fields era receptivo a sus chanzas—. El suyo.
Fields emitió una risa breve.
—Está preocupado por su novela, eso es todo: a ver si los críticos lo tratan bien esta vez. Y, bueno, él siempre tiene cien cosas en la cabeza. Eso ya lo sabe usted, Lowell.
—¡De eso se trata! Si Harvard se propone seguir intimidándonos… —empezó a decir Lowell, y tras una pausa prosiguió—: No quiero que alguien crea que no vamos a llevar esto hasta el final, Fields. ¿No ha pensado que esto podría llevar a Wendell a integrarse en otro club?
A Lowell y a Holmes les gustaba dar muestras de ingenio el uno frente al otro, y Fields hacía lo que podía para desanimarlos. Competían sobre todo para atraer la atención. Después de un reciente banquete, la señora Fields informó de que había oído a Lowell demostrar a Harriet Beecher Stowe por qué
Tom Jones
era la mejor novela que se había escrito, mientras que Holmes probaba ante el marido de Stowe, profesor de teología, que la religión era responsable de todas las desdichas del mundo. El editor estaba preocupado porque volviera a producirse una tensión grave entre dos de sus mejores poetas. Estaba preocupado también porque Lowell trataba tercamente de demostrar que sus dudas a propósito de Holmes eran fundadas. Fields no podía soportar que alguien que no fuera él pudiera ser causa de inquietud para Holmes.
Fields hizo una exhibición de su orgullo a propósito de Holmes, permaneciendo en pie junto a un daguerrotipo del pequeño doctor, enmarcado y colgado de la pared. Puso la mano sobre el vigoroso hombro de Lowell y le habló con sinceridad:
—Nuestro club Dante estaría vacío sin él, mi querido Lowell. Ciertamente, tiene sus rarezas, pero eso le confiere brillantez. Es un hombre al que el doctor Johnson hubiera considerado
clubable
. Pero ha estado siempre con nosotros, ¿no es así? Y con Longfellow.
El doctor Augustus Manning, tesorero de la corporación de Harvard permaneció en la universidad hasta más tarde que otros colegas. A menudo volvía la cabeza desde su escritorio hacia la ventana, cada vez más oscura, que reflejaba la incierta luz de su lámpara, y pensaba en los peligros que a diario amenazaban con sacudir los cimientos de la institución. Precisamente aquella tarde, mientras estaba fuera dando su caminata de diez minutos, hizo una lista mental con los nombres de varios de sus ofensores. Tres estudiantes charlaban entre ellos cerca de Grays Hall. Cuando se dieron cuenta de que se le aproximaba ya era demasiado tarde. Como un fantasma, no hacía ruido, ni siquiera cuando caminaba sobre hojas secas. Serían amonestados por la junta de facultad por «congregarse», o sea, por permanecer en el recinto de pie, parados, en grupos de dos o más.
Aquella mañana, en la obligada asistencia de los universitarios a la capilla, a las seis, Manning había llamado la atención del tutor Bradlee sobre un estudiante que leía un libro disimulado bajo su Biblia. El infractor, un alumno de segundo año, sería amonestado en privado por leer en la capilla, así como por la tendencia a la agitación del autor del libro, un filósofo francés que sustentaba ideas políticas inmorales. En la siguiente reunión de la junta de facultad, se sometería a juicio al joven, al que se impondría una multa de varios dólares y se le restarían puntos de su clasificación en la clase.
Ahora Manning pensaba en cómo enfrentarse al problema de Dante. Leal a toda prueba a los estudios y lenguas clásicos, se decía que Manning una vez pasó un año entero llevando todos sus asuntos personales y de negocios en latín. Algunos lo dudaban, y señalaban que su esposa ignoraba esa lengua, en tanto otros conocidos señalaban que ese hecho confirmaba la veracidad de la historia. Las lenguas vivas, como las denominaban los compañeros de Harvard, eran poco más que imitaciones baratas, torpes distorsiones. El italiano, al igual que el español y el alemán, en particular, representaban bajas pasiones políticas, apetitos carnales y la ausencia de moral propia de la de cadente Europa. El doctor Manning no tenía intención de permitir que los venenos extranjeros se extendieran bajo el disfraz de la literatura.
Mientras permanecía sentado, el doctor Manning oyó un sorprendente ruido de golpes secos procedente de su antesala. A aquella hora no cabía esperar ruido alguno, pues el secretario de Manning se había ido a su casa. Manning caminó hacia la puerta y accionó el pomo, pero estaba cerrada. Miró arriba y vio una punta de metal clavada en el marco y luego otra unos centímetros hacia la derecha. Manning dio repetidos tirones violentos, cada vez más fuertes, hasta que el brazo le dolió y la puerta crujió y se abrió como de mala gana. Al otro lado, un estudiante, armado con un tablero de madera y algunos tornillos, se balanceaba sobre un taburete, riendo mientras trataba de condenar la puerta de Manning.
Quienes acompañaban al ofensor echaron a correr a la vista de Manning. Éste agarró al estudiante subido al taburete.
—¡Tutor! ¡Tutor!
—¡Le digo que sólo es una travesura! ¡Déjeme ir!
El muchacho de dieciséis años pareció rejuvenecer otros cinco en un instante y, con los ojos de mármol de Manning clavados en él, fue presa del pánico.
Golpeó a Manning varias veces y luego le hundió los dientes en la mano, que soltó su presa. Pero llegó un tutor residente y, ya en la puerta, agarró al estudiante por el cuello de la camisa.
Manning se aproximó como calculando sus pasos y con una mirada gélida. Mantuvo esa mirada tanto rato, presentando un aspecto cada vez más menudo y endeble, que hasta el tutor se sintió incómodo y preguntó en voz alta qué debía hacer. Manning se miró la mano, donde dos brillantes puntos de sangre apuntaban entre los huesos: eran las marcas de los dientes.
Las palabras de Manning parecían emerger directamente de su híspida barba más que de su boca.
—Sonsáquele los nombres de sus cómplices en esta hazaña, tutor Pearce. Y averigüe dónde ha estado tomando bebidas alcohólicas. Luego, entréguelo a la policía.
Pearce dudó.
—¿A la policía, señor?
El estudiante protestó.
—¡Llamar a la policía por un asunto interno de la universidad! ¡A menos que se trate de un sucio truco…!
—¡Cuanto antes, tutor Pearce!
Augustus Manning cerró la puerta tras él. Volvió a ocupar su lugar, ignorando su respiración pesada a causa de la furia, y se sentó tieso, con dignidad. Tomó de nuevo el
New York Tribune
para recordar: los asuntos que necesitaban desesperadamente su atención. Mientras: leía el cotilleo de J. T. Fields en la sección «Boston literario», y su mano latía en los puntos donde la piel estaba desgarrada, por la mente del tesorero pasaron, más o menos, los pensamientos siguientes: « Fields se considera invencible en su nueva fortaleza… Esa misma arrogancia la lleva orgullosamente Lowell como si fuera una chaqueta nueva… Longfellow sigue siendo intocable; el señor Greene, una reliquia desde hace mucho, un parapléjico mental… Pero el doctor Holmes… El Autócrata busca la controversia sólo por temor, no por principio… El pánico en la carita del doctor cuando miraba lo que le sucedió al profesor Webster hace tantos años… No por la convicción del asesinato o por el ahorcamiento, sino por la pérdida de su lugar que se había ganado en la sociedad por su buen nombre, por formación y por la carrera como hombre de Harvard… Sí, Holmes; el doctor Holmes resultará nuestro mayor aliado».
Por todo Boston, a lo largo de la noche, los policías reunieron a «personas sospechosas», una media docena, por orden del jefe. Cada oficial contemplaba a los sospechosos de sus colegas con gesto adusto, mientras los registraban en la comisaría central, como si temiera que sus propios rufianes fueran juzgados inferiores. Los detectives de paisano, porque se habían evitado los uniformes, subían a zancadas desde las tumbas —las celdas de detención subterráneas— y se comunicaban mediante códigos silenciosos y señales de aprobación con la cabeza.
La oficina de detectives, derivada de un modelo europeo, se había establecido en Boston con la finalidad de suministrar la más completa información sobre el paradero de los delincuentes; por tanto, la mayor parte de los detectives escogidos eran ellos mismos antiguos bribones. Sin embargo, desconocían los métodos perfeccionados de investigación, de modo que recurrían a los viejos trucos (sus favoritos eran la extorsión, la intimidación y la mentira) para procurarse su cuota de arrestos y ganarse así el sueldo. El jefe Kurtz había hecho cuanto estaba en su mano para asegurarse de que los detectives, junto con la prensa, creyeran que la nueva víctima del asesino era un don nadie. El último problema con el que hubiera querido enfrentarse era que sus detectives trataran de sacar dinero de la desgracia del rico Healey.
Algunos de los sujetos reunidos cantaban canciones obscenas o se cubrían el rostro con las manos. Otros gritaban maldiciones y amenazas a los agentes que los habían llevado allí. Unos pocos se apretujaban en los bancos de madera alineados en un lado de la estancia. Allí había toda clase de delincuentes, desde estafadores de altos vuelos, los más clásicos, hasta los practicantes del robo con fractura, ladrones de guante blanco y fulanas con bonitos sombreros, que atraían al peatón a callejuelas donde sus cómplices hacían el resto. Pálidos golfillos irlandeses arrodillados en la galería pública, arriba, sostenían grasientas bolsas de papel de las que extraían cacahuetes calientes con los que hacían puntería a través de la reja. Alternaban esos proyectiles con andanadas de huevos podridos.
—¿No has oído a nadie irse de la lengua sobre un tipo al que han apiolado? Eh, ¿has oído algo?
—¿De dónde has sacado esta cadena de oro, chico? ¿Y este pañuelo de seda?
—¿Qué estás pensando hacer con esta cachiporra?
—¿Qué pasa con eso? Socio, ¿no has tratado nunca de matar un hombre, aunque sólo sea para ver cómo es la cosa?
Los agentes, de rostros enrojecidos, gritaban al formular estas preguntas. Entonces el jefe Kurtz empezó a detallar la muerte de Healey, eludiendo hábilmente la identidad de la víctima, pero no tardó mucho en ser interrumpido.
—Eh, jefecito. —Un corpulento bribón negro tosió, pensativo mientras mantenía sus ojos saltones fijos en un rincón de la estancia—. Eh, jefecito, ¿qué hay con el nuevo poli moreno? ¿Dónde está su uniforme? No me creo que estéis a punto de reclutar detectives negros. ¿Puedo yo apuntarme también?
Nicholas Rey se puso en pie muy tieso ante la carcajada que siguió. De pronto fue consciente de su falta de participación en el interrogatorio y de sus ropas de paisano.
—Pero si no es moreno, compadre —dijo un hombre vivaz, alto y delgado, mientras avanzaba y examinaba al agente Rey con una mirada de un experto en valoraciones—. Me parece que es mestizo y un hermoso ejemplar de mestizo: madre esclava, padre peón de un plantación. Es así, ¿verdad, amigo?
Rey se acercó más a la fila.
—¿Qué contesta a la pregunta del jefe, señor? A ver si somos capaces de colaborar.
—Muy bien dicho, blanquito.
El hombre alto y delgado, en un gesto apreciativo, se llevó un dedo a su fino bigote, que se curvaba hacia las comisuras de la boca, como para señalar el arranque de una barba, pero acababa por caer abruptamente antes de llegar a la barbilla.
El jefe Kurtz apoyó su porra en el botón de diamante que lucía sobre el esternón de Langdon Peaslee.