—Señora, nos sentimos muy apenados por reclamar su presencia para esto. Comprenda que el juez presidente Healey… —No debía intentar anteponer una introducción a aquello—. Creímos mejor —continuó— explicarle las tristes circunstancias aquí, ¿sabe?, en su propia casa, donde usted se sentiría más cómoda.
Pensó que esa idea era generosa.
—Usted no hubiera encontrado al juez Healey, jefe Kurtz —dijo ella, y lo invitó a sentarse—. Lamento que haya hecho esta llamada en vano, pero se trata de una simple equivocación. El juez presidente estaba…, está pasando unos días en Beverly para trabajar con tranquilidad, mientras yo visitaba Providence con nuestros dos hijos. No se espera su regreso hasta mañana.
Kurtz no se sintió responsable por llevarle la contraria.
—Su doncella —dijo, señalando a la más corpulenta de las dos criadas— encontró su cadáver, señora. Fuera, cerca del río.
Nell Ranney, la criada, lloraba sintiéndose culpable por el descubrimiento. No se dio cuenta de que había restos de unas pocas larvas ensangrentadas en el bolsillo de su delantal.
—Parece que sucedió hace varios días. Me temo que su marido no llegó a partir hacia el campo —dijo Kurtz, preocupado por no parecer demasiado brusco.
Ednah Healey lloró contenidamente al principio, como una mujer puede hacerlo por un animal de compañía muerto: reflexivamente y dominándose, pero sin ira. La pluma entre marrón y verde oliva que sobresalía de su sombrero se inclinaba con digna resistencia.
Nell miró a la señora Healey nerviosamente y luego dijo en tono conmiserativo:
—Debería usted volver más tarde, jefe Kurtz. Por favor.
John Kurtz agradeció el permiso para escapar de Wide Oaks. Caminó con apropiada solemnidad hacia su nuevo conductor, un joven y apuesto agente que mantenía bajados los estribos del carruaje policial. No había razón para apresurarse; no con lo que ya debería estar incubándose a propósito de aquello en la comisaría central entre los furiosos concejales y el alcalde Lincoln. Éste ya se había enemistado con él por no hacer suficientes redadas en los garitos de apostadores y en los prostíbulos para contentar a los periódicos.
Un terrible grito hendió el aire antes de que hubiera llegado muy lejos. Salió en ligeros ecos a través de la docena de chimeneas de la casa. Kurtz se volvió y observó con obtuso distanciamiento a Ednah Healey a quien el sombrero con la pluma se le volaba y que, con el pelo suelto en mechones indómitos, corría por la escalinata principal y lanzaba, directamente a su cabeza, como un rayo, algo blanco y borroso.
Kurtz recordaría más tarde que parpadeó. Parecía que parpadear era lo único que podía hacer para evitar la catástrofe. Aceptó su propia indefensión. El asesinato de Artemus Prescott Healey había acabado con él. No la muerte en sí; la muerte era un visitante tan común en Boston, en 1865, como siempre: enfermedades infantiles; fiebres consuntivas, innominadas e inexorables; incendios incontenibles; disturbios que estallaban; mujeres jóvenes que morían de parto en tal gran número que parecía que su destino no fuera permanecer en este mundo, y —hasta sólo seis meses antes— la guerra, que había reducido a miles y miles de muchachos de Boston a nombres escritos en notas enmarcadas en negro y enviadas a sus familias. Pero la meticulosa e insensata —la elaborada y desprovista de sentido— destrucción de un ser humano en concreto a manos de un desconocido…
Kurtz tropezó con su abrigo y rodó por el blando césped bañado por el sol. El jarrón arrojado por la señora Healey se rompió en mil fragmentos azules y marfileños contra el panzudo tronco de un roble (uno de los árboles que se decía habían dado nombre a la finca)
[1]
. Quizá, pensó Kurtz, después de todo debería haber mandado al subjefe Savage para ocuparse de aquello.
El agente Nicholas Rey, conductor de Kurtz, lo tomó del brazo y lo levantó hasta que se puso de pie. Los caballos dieron un bufido y piafaron al final del sendero para carruajes.
—¡Él lo hizo todo lo mejor que supo! ¡Nosotros lo hicimos! ¡Nosotros no merecíamos esto, jefe, sea lo que sea lo que le hayan dicho! ¡No merecíamos nada de esto! ¡Y ahora yo estoy completamente sola!
Nell Ranney rodeó con sus gruesos brazos a la mujer que gritaba, la invitó a callar y la acarició, acunándola como hiciera con uno de los niños de Healey muchos años antes. Ednah Healey, a cambio, le clavó las uñas y la empujó, obligando a intervenir al apuesto y joven agente de policía, el agente Rey.
Pero la rabia de la viuda reciente se extinguió, y ella se dobló sobre la amplia blusa negra de la criada, ocupada sólo por su abultado pecho.
La vieja mansión nunca había parecido tan vacía.
Ednah Healey había partido para una de sus frecuentes visitas al hogar de su familia, los industriosos Sullivan, de Providence, mientras su marido se quedaba para trabajar sobre un litigio a propósito de una propiedad entre dos de las más importantes entidades bancarias de Boston. El juez se despidió de los suyos según su acostumbrada manera balbuciente y afectuosa, y se mostró lo bastante generoso como para prescindir del servicio una vez que la señora Healey estuvo fuera. La esposa nunca renunciaría a los criados, pero él disfrutaba de breves momentos de autonomía. Además, le gustaba tomarse un trago de jerez en aquellas ocasiones, y estaba seguro de que los domésticos informarían a su señora de cualquier infracción en materia de templanza, pues él les gustaba, pero ella les inspiraba un miedo que les llegaba a la médula.
El día siguiente daría comienzo a un fin de semana de estudio tranquilo en Beverly. La siguiente vista que requería la presencia de Healey no se iniciaría hasta el miércoles, y entonces regresaría en tren a la ciudad y se reintegraría al palacio de justicia.
El juez Healey no se daba cuenta de nada, pero Nell Ranney, que llevaba veinte años de criada, desde que escapó del hambre y la enfermedad de su Irlanda natal, sabía que un entorno bien ordenado era esencial para un hombre tan importante como el juez presidente. Así que Nell se presentó el lunes, que fue cuando encontró la primera salpicadura roja y seca cerca de la alacena, y un reguero junto al pie de la escalera. Supuso que algún animal herido se había introducido en la casa y quizá se había ido después.
Luego vio una mosca en las tapicerías del salón. La echó fuera, por la ventana, al tiempo que producía un fuerte chasquido con la lengua y lo acompañaba blandiendo el plumero. Pero la mosca reapareció mientras limpiaba la larga mesa de caoba del comedor. Pensó que las nuevas pinches de cocina negras habrían dejado negligentemente algunas migas. El contrabando —que es como seguía considerando a las mujeres liberadas de la esclavitud, y siempre las consideraría así— no se preocupaba de la verdadera limpieza; sólo de su apariencia.
A Nell el insecto le pareció que zumbaba tan fuerte como una locomotora. Mató la mosca con una
North American Review
enrollada. El aplastado espécimen tenía un tamaño doble del de una mosca común y presentaba tres rayas negras que le cruzaban el cuerpo verde azulado. ¡Y qué pinta tiene!, pensó Nell Ranney. La cabeza de la criatura era algo ante lo que el juez Healey hubiera emitido un murmullo de admiración antes de arrojar la mosca al cesto de los papeles. Los ojos saltones, de un llamativo color naranja, ocupaban casi la mitad del torso. Se apreciaba un brillo de un extraño tono también anaranjada o rojo. Algo entre ambos, y también con matices de amarillo y negro.
Cobre
: el fulgor del fuego.
Regresó a la casa a la mañana siguiente para limpiar la escalera. En el momento de trasponer la puerta, otra mosca pasó volando como una flecha ante la punta de su nariz. Molesta, se proveyó de otra de las pesadas revistas del juez y persiguió a la mosca por la escalera principal. Nell utilizaba siempre la escalera de servicio, incluso cuando estaba sola en casa. Pero aquella situación reclamaba cambios en las prioridades. Se descalzó, y sus grandes pies se apoyaron ligeramente en los cálidos y alfombrados peldaños, y siguió a la mosca hasta el dormitorio de los Healey.
Los ojos de fuego miraban irritados, el cuerpo se retorcía como el de un caballo a punto de partir al galope, y el rostro del insecto por un momento se asemejó al de un hombre. Fue el último momento en muchos años en que, al oír el monótono zumbido, Nell Ranney experimentó algo de paz.
Lanzó un gruñido y aplastó la
Review
contra la ventana y la mosca. Pero durante el ataque dio un traspié con algo, y ahora miró el obstáculo y sus pies descalzos imprimieron una sacudida a su cuerpo. Recogió aquella masa confusa, todo un surtido de dientes humanos pertenecientes al maxilar superior.
Los soltó en seguida, pero permaneció atenta, como si aquello pudiera censurarla por su descortesía.
Eran dientes postizos, realizados con el cuidado de un artista por un eminente odontólogo de Nueva York, a fin de complacer el deseo del juez Healey de presentar un aspecto más elegante en el estrado. Se sentía muy orgulloso de ellos, y explicaba su procedencia a cualquiera que quisiera oírlo, sin comprender que poner la vanidad en cosas tan accesorias sólo disuade a los demás de hablar de ellas. Eran demasiado brillantes y nuevos, como hechos para incidir sobre ellos el sol de verano, entre los labios de un hombre.
Nell advirtió con el rabillo del ojo un gran charco de sangre coagulada y convertida en una costra sobre la alfombra. Y cerca de él, un montoncito de ropas de calle cuidadosamente dobladas. Esas ropas eran tan familiares para Nell Ranney como su propio delantal blanco, su blusa negra y su ondulante falda también negra. Había hecho mucho trabajo de aguja en aquellos bolsillos y en aquellas mangas, pues el juez no encargaba trajes nuevos al señor Randridge, el excepcional sastre de la calle School, a menos que fuera absolutamente imprescindible.
Bajó de nuevo las escaleras para calzarse, y sólo ahora la criada se dio cuenta de las salpicaduras de sangre en el pasamano y de las camufladas por la lujosa alfombra roja que cubría los peldaños. Al otro lado de la amplia ventana oval del salón, más allá del inmaculado jardín, donde el terreno descendía hacia los valles, los bosques, los campos resecos y, al final, llegaba hasta el río Charles, vio un enjambre de moscas azules. Nell salió a inspeccionar.
Las moscas se concentraban sobre un montón de desperdicios: El tremendo hedor le arrancó lágrimas de los ojos mientras se acercaba. Se hizo con una carretilla y, mientras la tomaba, recordó el ternero que los Healey habían permitido criar en los campos al mozo de establo. Pero eso sucedió años atrás. Tanto el mozo como el ternero habían crecido en Wide Oaks y lo habían abandonado a su monotonía de siempre.
Las moscas eran de aquella nueva variedad, de ojos de fuego. También había moscardones amarillos que habían concebido cierto interés morboso por la carne putrefacta que pudiera haber debajo. Pero más numerosas que las criaturas voladoras eran las bullentes masas de blancas bolitas que, al moverse, producían chasquidos: eran gusanos con púas en el dorso, que se retorcían apretadamente sobre algo; no, no es que se retorcieran, sino que estallaban, horadaban, se sumergían,
se comían
allá dentro unos a otros, allá dentro… Pero ¿qué
era
lo que sostenía aquella horrenda montaña viviente de viscosidad blanca? Un extremo del montón parecía un arbusto espinoso con franjas de color castaño y marfil de…
En lo alto del montón había hincado un corto palo de madera con una bandera hecha jirones, blanca por ambas caras: ondeaba impulsada por la brisa indecisa.
No pudo averiguar en qué consistía aquel montón, pero en su temor rezó para encontrar el ternero del mozo de establo. Sus ojos no podían resistir desvelar la desnudez, la amplia y ligeramente encorvada espalda que formaba declive hacia la hendidura de las enormes y níveas nalgas que rebosaban de larvas arrastrándose, pálidas, en forma de alubia, y soportadas por las piernas, desproporcionadamente cortas, abiertas en direcciones opuestas. Una densa formación de moscas, cientos de ellas, volaban en derredor, protectoramente. La parte posterior de la cabeza estaba por completo envuelta en gusanos blancos que debían de sumar, más que centenares, miles.
Nell apartó de un puntapié aquel avispero y cargó al juez en la carretilla. A medias empujando ésta y a medias arrastrando el cuerpo desnudo, atravesó los prados, el jardín, el vestíbulo y llegó al estudio del juez. Descargó el cadáver sobre un montón de documentos legales, y apoyó la cabeza de Healey sobre su regazo. Las larvas llovieron a puñados de su nariz, sus oídos y su boca abierta y floja. Empezó a arrancar las larvas luminiscentes de la parte posterior de la cabeza. Los gusanos, como bolitas, estaban húmedos y calientes. También agarró algunas de las moscas de ojos ígneos que la habían seguido hasta el interior de la casa, y las aplastó con la palma de la mano, dejándolas con las alas abiertas, arrojándolas una tras otra por la habitación como en una venganza sin sentido. Lo que oyó y vio luego le hizo proferir un alarido como para dejarse oír en toda Nueva Inglaterra.
Dos mozos de establo de la casa vecina encontraron a Nell saliendo del estudio a gatas, llorando desesperadamente.
—Pero ¿qué es esto, Nellie, qué es esto? ¡Dios! ¿Estás herida?
Más tarde, cuando Nell Ranney le contó a Ednah Healey que el juez se había quejado antes de morir en sus brazos, la viuda echó a correr y arrojó un jarrón al jefe de la policía. Que su marido hubiera podido permanecer consciente durante aquellos cuatro días, aunque fuera de manera atenuada, era demasiado para que ella pudiera admitirlo.
El conocimiento que la señora Healey manifestó tener del asesino de su marido resultó más bien impreciso:
—Boston lo mató —le reveló más tarde, aquel mismo día, al jefe Kurtz, cuando su agitación cesó—. Toda esta espantosa ciudad. Se lo comió vivo.
Insistió en que Kurtz le mostrara el cadáver. Los ayudantes del forense invirtieron cuatro horas en extraer las larvas, de cuerpo en espiral y de seis milímetros de longitud, de los lugares donde se hallaban en el interior del cuerpo. Las pequeñas bocas córneas debían ser arrancadas. Las oquedades de carne devorada que dejaron en su recorrido, permanecían abiertas. La terrible hinchazón en la parte posterior de la cabeza aún parecía latir con las larvas después de que éstas fueron retiradas. Las ventanas de la nariz estaban ahora netamente divididas y los codos, comidos. Desprovista de los dientes postizos, la cara se hundía, caída y floja como un acordeón. Lo más humillante y lastimoso no era su quebranto, y ni siquiera que el cadáver hubiera sido invadido por las larvas y cubierto de moscas y avispas, sino el simple hecho de la desnudez. A veces un cadáver, se dice, semeja para quienes lo contemplan un rábano ahorquillado con una cabeza fantásticamente tallada encima. El juez Healey tenía uno de esos cuerpos que nunca se le ocurriría a nadie ver desnudo excepto a su mujer.