El club Dante (52 page)

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Authors: Matthew Pearl

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BOOK: El club Dante
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El gobernador Andrew caminaba por el centro del largo salón con un paso
staccato
, disfrutando de una oleada de vanidad mientras observaba los rostros y sentía el zumbido de los nombres de aquellos con quienes tuvo la buena fortuna de familiarizarse durante los años de la guerra. Más de una vez en aquellos tiempos dislocados, el club del Sábado había enviado un coche de punto a la cámara legislativa del estado para forzar a Andrew a abandonar su despacho y pasar una velada alegre en las cálidas estancias de la casa Parker. Todo el tiempo había sido dividido en dos épocas: antes de la guerra y después de la guerra. En Boston, Andrew pensaba «hemos sobrevivido» mientras se mezclaba sin restricciones con los blancos corbatines y las chisteras, el oropel y los cordones dorados de los oficiales, las conversaciones y los cumplidos de viejos amigos.

El señor George Washington Greene se situó al otro lado de una reluciente estatua de mármol que representaba las Tres Gracias, cada una inclinándose delicadamente hacia las demás, con sus rostros fríos y angélicos y los ojos plenos de tranquila indiferencia.

«¿Cómo podría un veterano de un hogar de ayuda a los soldados que escuchara los sermones de Greene conocer también los detalles mínimos de nuestras tensiones con Harvard?».

La pregunta se había planteado en el estudio de la casa Craigie. Se propusieron respuestas, y supieron que encontrar esa respuesta significaría encontrar a un asesino. Uno de los jóvenes cautivados por los sermones de Greene pudo haber tenido un padre o un tío en la corporación de Harvard o en la Mesa de Supervisores que, inocentemente, contara sus historias durante la velada, ignorando el efecto que podían tener en la quebrantada mente de alguien que ocupaba el asiento de al lado.

Los eruditos tendrían que determinar con exactitud quién estaba presente en las diversas reuniones de la Mesa en las que se trató de los papeles de Healey, Talbot y Jennison en la postura de la universidad en contra de Dante. Esta lista se compararía con todos los nombres y perfiles que pudieran reunir de los soldados acogidos a los hogares. Solicitarían una vez más la ayuda del señor Teal para acceder a las dependencias de la corporación. Fields coordinaría el plan con su empleado una vez llegaran al Corner los trabajadores del turno de noche.

Mientras tanto, Fields ordenó a Osgood que confeccionara una lista de todo el personal de Ticknor y Fields que hubiera combatido en la guerra, basándose primordialmente en el
Directorio de regimientos de Massachusetts en la guerra de Rebelión
. Aquella noche, Nicholas Rey y los demás debían asistir a la última recepción del gobernador en honor de los soldados de Boston.

Los señores Longfellow, Lowell y Holmes se dispersaron por el repleto salón de recepciones. Cada uno de ellos mantenía los ojos vigilantes sobre el señor Greene y, con algún pretexto de pasada, entrevistaba a muchos veteranos, en busca del soldado que Greene había descrito.

—¡Se diría que esto es la trastienda de una taberna en lugar de la cámara estatal! —se lamentó Lowell, mientras disipaba con la mano algún humo fugitivo.

—¿Acaso, señor Lowell, no alardeaba usted de fumarse diez cigarros diarios, y a la sensación que eso le procuraba la llamaba musa? —le reprendió Holmes.

—Nunca nos gusta oler nuestros propios vicios en los demás, Holmes. Ah, vamos a ver si nos tomamos una o dos copas —sugirió Lowell.

Las manos del doctor Holmes rebuscaban en los bolsillos de su chaleco de muaré, y sus palabras brotaron de él como a través de una criba:

—Todos los soldados con los que he hablado aseguran no haber conocido a nadie remotamente parecido a la descripción dada por Greene, o han visto a un hombre
exactamente
de esas características el otro día, pero no conocen su nombre ni dónde puedo encontrarlo. Quizá Rey tenga más suerte.

—Dante, mi querido Wendell, era un hombre de gran dignidad personal, y uno de los secretos de su dignidad era que nunca tenía prisa. Nunca lo hallará impropiamente apresurado… Una excelente regla para que nosotros la sigamos.

Holmes emitió una risa escéptica.

—¿Y usted ha seguido esa regla?

Lowell se prestó ayuda a sí mismo con un meditativo trago de clarete. Luego dijo pensativamente:

—Dígame, Holmes, ¿ha tenido usted alguna vez su propia Beatriz?

—Perdone, ¿cómo dice, Lowell?

—Una mujer que haya inflamado las profundidades más pavorosas de su imaginación.

—¡Ah, mi Amelia!

Lowell estalló en unas carcajadas que parecían bramidos.

—¡Oh, Holmes! ¿Es que nunca la ha corrido usted? Una esposa no puede ser su
Beatriz
. Créame, porque yo, al igual que Petrarca, Dante y Byron, estuve desesperadamente enamorado antes de los diez años. Sólo mi corazón sabe las congojas que sufrí.

—¡A Fanny le encantaría esta conversación, Lowell!

—¡Bah! Dante tuvo a su Gemma, que fue la madre de sus hijos, ¡pero no alcanzó su inspiración! ¿Sabe usted cómo se conocieron? Longfellow no se lo cree, pero Gemma Donati es la dama mencionada en la
Vita nuova
, que consuela a Dante por la pérdida de Beatriz. ¿Ve usted a esa joven?

Holmes siguió la mirada de Lowell, dirigida a una joven delgada, de cabello negro y lustroso, que resplandecía bajo las brillantes arañas del salón.

—Aún me acuerdo… Fue en 1839, en la galería Allston. Allí estaba la criatura más hermosa que habían visto mis ojos. No era extraño que aquella belleza tuviera encandilados a los amigos de su marido, allá, en la esquina. Sus facciones eran perfectamente judías. Tenía el cutis moreno, pero el suyo era uno de esos rostros claros en los que cada sombra de sentimiento flota por él como la sombra de una nube sobre la hierba. Desde mi lugar en la estancia, todo el contorno de sus ojos emergía por completo de las sombras de sus cejas y de lo oscuro de su tez, de modo que sólo podía verse una gloria indefinida y misteriosa. Pero ¡qué ojos! Casi me hicieron temblar. Esa visión única de su seráfica hermosura me inspiró más poesía…

—¿Era inteligente?

—¡Santo Dios, no lo sé! Batió las pestañas en mi dirección y no fui capaz de pronunciar una palabra. Sólo hay una manera de actuar con las mujeres coquetas, Wendell: echar a correr. Han pasado veinticinco años y más, y no me la puedo arrancar de la memoria. Le aseguro que todos tenemos nuestra propia Beatriz, ya viva cerca de nosotros o viva sólo en nuestra mente.

Lowell dejó de hablar al acercarse Rey.

—Agente Rey, los vientos han soplado a nuestro favor… Es lo más que puedo decir. Tenemos la suerte de contar con usted a nuestro lado.

—Puede agradecérselo a su hija —dijo Rey.

—¿Mabel? —Lowell se volvió hacia él, espantado.

—Mabel fue a hablar conmigo para convencerme de que los ayudara, caballeros.

—¿Que Mabel habló con usted en secreto? ¿Usted sabía eso, Holmes? —preguntó Lowell.

Holmes negó con la cabeza.

—En absoluto. ¡Pero habría que felicitarla!

—Si se pone severo con ella, profesor Lowell —le advirtió Rey con gesto serio, levantando la barbilla—, lo detendré.

Lowell se echó a reír de buena gana.

—¡Es un buen argumento, agente Rey! Ahora, mantengamos el puchero hirviendo.

Rey asintió con gesto cómplice y continuó su ronda por el salón.

—¿Puede imaginarlo, Wendell? Mabel yendo detrás de mí de esa manera, ¡creyendo que puede cambiar las cosas!

—Es una Lowell, mi querido amigo.

—El señor Greene aguanta —informó Longfellow reuniéndose con Lowell y Holmes—. Pero me preocupa que… —Longfellow se interrumpió—. Ah, ahí vienen la señora Lincoln y el gobernador Andrew.

Lowell puso los ojos en blanco. Su lugar en sociedad demostró ser aburrido para sus propósitos aquella velada, pues estrechar manos y mantener conversaciones animadas con profesores, ministros, políticos y funcionarios universitarios lo distraía de la finalidad que se habían propuesto.

—Señor Longfellow.

Longfellow se volvió para encontrarse con un trío de mujeres de la alta sociedad de Beacon Hill.

—Buenas noches, señoras.

—Precisamente hablaba de usted, señor, durante unas vacaciones en Buffalo —dijo la belleza de cabello negro brillante de aquella trinidad.

—Ah, ¿sí?

—Sí, con la señorita Mary Frere. Habla de usted con mucho cariño, y dice que es una persona exquisita. Por lo que cuenta, pasó ratos maravillosos con usted y su familia en Nahant el verano anterior. Y ahora resulta que me lo encuentro yo aquí. ¡Estupendo!

—Oh, bueno, es muy amable de su parte —respondió Longfellow sonriendo, pero de inmediato dirigió la mirada más allá—. ¿Por dónde anda el profesor Lowell? ¿Lo han visto ustedes?

En las proximidades, Lowell estaba volviendo a contar prolijamente una de sus típicas anécdotas:

—Entonces Tennyson exclamó desde el extremo de la mesa: «¡Sí, maldita sea, me gustaría coger un cuchillo y sacarles las tripas!» ¡Aun siendo un verdadero poeta, el rey Alfred no usaba circunloquios, como «víscera abdominal», para designar esa parte del cuerpo!

Los oyentes de Lowell reían y se chanceaban.

—Si dos hombres trataran de parecerse —dijo Lowell, volviéndose a las tres damas, que permanecían allí de pie, con las orejas de un tono rosado intenso y las bocas muy abiertas—, no podrían conseguirlo mejor que lord Tennyson y el profesor Lovering, de nuestra universidad.

La belleza de cabellos negros brillantes dirigió una mirada agradecida a la rápida huida de Longfellow para alejarse del comentario inapropiado de Lowell.

—Es algo que da que pensar, ¿verdad? —dijo.

Cuando Oliver Wendell Holmes Junior recibió una nota de su padre para que asistiera también al banquete de los soldados en la cámara legislativa estatal, la releyó y lanzó una maldición. No era cuestión de preocuparse por la presencia de su padre, pero tampoco le resultaba agradable. ¿Cómo sigue su querido padre? ¿Continúa con su chapucera forma de dar clase mientras piensa en sus poemas? ¿Es cierto que el doctorcito puede pronunciar xxx palabras por minuto, capitán Holmes? ¿Por qué tenían que aburrirlo con preguntas sobre el tema favorito del doctor Holmes, a saber, el doctor Holmes?

En un nutrido grupo de miembros de su regimiento, Junior fue presentado a varios caballeros escoceses que formaban parte de una delegación que estaba de visita. Cuando se pronunció el nombre completo de Junior, se produjo la habitual recitación de preguntas relativas a su parentesco.

—¿Es usted hijo de Oliver Wendell Holmes? —indagó un recién incorporado a la conversación, un escocés más o menos de la edad de Junior, quien se presentó como una especie de mitólogo.

—Sí.

—Bien, a mí no me gustan sus libros —dijo el mitólogo sonriendo, y se fue.

En el silencio que pareció rodear a Junior, allí, solo en medio de la charla, se sintió súbitamente airado contra la omnipresencia de su padre en el mundo, y de nuevo lo maldijo. ¿Era deseable extender la propia fama de manera tan indiscriminada, que gusanos como el que Junior acababa de conocer pudieran juzgarlo a uno? Junior se volvió y vio al doctor Holmes en el borde de un corro, junto con el gobernador, y a James Lowell gesticulando en el centro. El doctor Holmes se había puesto de puntillas, tenía la boca abierta y estaba esperando una oportunidad para meter baza. Junior rodeó el grupo y se dirigió al otro lado del salón.

—¡Eh, Wendy!

Junior fingió no oírlo, pero la llamada se repitió, y el doctor Holmes se abrió paso entre unos soldados para acercarse a él.

—Hola, padre.

—Wendy, ¿no quieres venir a saludar a Lowell y al gobernador Andrew? Ven y que te vean, tan apuesto con tu uniforme. Oh, vaya.

Junior se dio cuenta de que los ojos de su padre recorrían el salón.

—Debe de ser la camarilla escocesa de la que hablaba Andrew… Por cierto, Junior, debería reunirme con el joven mitólogo, el señor Lang, y tratar con él de algunas ideas que tengo sobre Orfeo reuniéndose con Eurídice fuera de las regiones infernales. ¿Has leído algo suyo, Wendy?

El doctor Holmes tomó del brazo a Junior y lo arrastró al otro lado del salón.

—No. —Junior retiró el brazo para detener a su padre. El doctor Holmes se lo quedó mirando, dolido—. Sólo he venido para hacer acto de presencia con mi regimiento, padre. Pero debo reunirme con Minny en casa de los James. Por favor, excúsame ante tus amigos.

—¿Nos has visto? Formamos una feliz hermandad, Wendy. Más y más conforme los años pasan. ¡Disfruta, muchacho, de tu travesía en el navío de la juventud, porque es facilísimo perderse en la mar!

—Padre —dijo Junior mirando por encima del hombro de su padre al mitólogo, que hablaba haciendo muecas—. He oído a ese tipejo de Lang hablar mal de Boston.

La expresión de Holmes se volvió solemne.

—Ah, ¿sí? Pues no merece que perdamos el tiempo con él, chico.

—Como tú digas, padre. Oye, ¿aún estás trabajando en esa nueva novela?

La sonrisa de Holmes se borró ante el interés insinuado por la pregunta de Junior.

—¡Desde luego! Me han retrasado otras tareas, pero Fields promete que ganaré dinero cuando se publique. Tendré que tirarme al Atlántico si no es así; quiero decir al charco propiamente, no a la revista
The Atlantic
, de Fields.

—Darás pie a que los críticos se te vuelvan a echar encima —dijo Junior, dudando si continuar expresando lo que pensaba. De pronto, hubiera deseado ser lo bastante rápido como para ensartar al gusano del mitólogo con su sable reglamentario. Se prometió a sí mismo leer la obra de Lang, aun sabiendo que le produciría satisfacción que tuviera poca entidad—. Quizá encuentre ocasión de leer esa novela, padre. A ver si encuentro tiempo.

—Me gustaría mucho, chico —replicó Holmes tranquilamente, al tiempo que Junior se iba.

Rey había dado con uno de los militares mencionados por el diácono del hogar, un veterano manco que acababa de bailar con su esposa.

—Algunos me lo decían —explicó orgullosamente el soldado a Rey— cuando los movilizaron a ustedes, muchachos: «Yo no estoy haciendo una guerra de negros». Oh, no tiene ni idea de cómo hacían que me sonrojara.

—Por favor, teniente —dijo Rey—. Ese caballero que le he descrito, ¿cree usted que pudo haberlo visto en el hogar de ayuda a los soldados?

—Seguro, seguro. Bigote en forma de manillar, color de heno. Siempre de uniforme. Blight… Ése es su nombre. Estoy seguro de ello, aunque no absolutamente. Capitán Dexter Blight. Agudo, siempre leyendo. Buen oficial, aunque me parece que no asistía a los cultos religiosos.

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