El club Dante (55 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Supe que en Florencia estaba previsto honrar su versión del
Inferno
en el último año de la conmemoración de Dante, pero que usted no había terminado su trabajo, y corría peligro de llegar una vez cerrado el plazo de admisión. Yo había dedicado muchos años a traducir Dante en mi estudio, en ocasiones con la ayuda de viejos amigos como el
signor
Lonza, cuando aún estaba bien. Supongo que creíamos que, si lográbamos demostrar que Dante podía estar tan vivo en inglés como en italiano, también nosotros conseguiríamos prosperar en Norteamérica. Nunca pensé ver publicada la traducción. Pero cuando el pobre Lonza murió atendido por extraños, supe que sólo nuestro trabajo debería sobrevivir. Con la condición de que yo encontrara una manera de imprimirla por mi cuenta, mi hermano accedió a llevar mi traducción a un encuadernador al que conocía en Roma, y luego presentarla personalmente ante la comisión y abogar por nuestro caso. Bien, pues encontré a un impresor de papeletas de juego, y el único en Boston que me imprimía la traducción una semana o así antes de la partida de Giuseppe…, y barato. Pero el idiota del impresor no acabó hasta el último minuto, y probablemente no hubiera terminado de no haber necesitado mis míseras monedas. El muy bribón andaba metido en problemas por falsificar moneda para uso de jugadores locales, y por lo que sé tuvo que echar el cierre a toda prisa.

»Cuando llegué al muelle, tuve que suplicar a un oscuro Caronte en el embarcadero que remara en una barquichuela hasta el
Anonimo
. Una vez dejé el manuscrito a bordo del vapor, regresé directamente a tierra. Todo el asunto quedó en nada; se sentirán ustedes felices al saberlo. La comisión «no estaba interesada en la recepción de nuevos trabajos para nuestro festival».

Bachi hizo una serie de visajes al evocar su derrota.

—¡Por eso la presidencia de la comisión le envió a usted las cenizas de Dante! —dijo Lowell volviéndose hacia Longfellow—. ¡Para dejar sentado que la admisión de su traducción estaba asegurada en los festejos, como la representante norteamericana!

Longfellow se quedó pensativo por un momento y dijo:

—Las dificultades del texto de Dante son tan grandes que dos o tres versiones independientes serían más aceptables para los lectores interesados, mi querido
signore
.

La expresión de dureza en el rostro de Bachi se deshizo.

—Compréndanlo. Siempre tuve en gran estima la confianza que ustedes me demostraron contratándome para la universidad, y yo no pongo en tela de juicio el valor de su poesía. Si he hecho algo de lo que deba avergonzarme debido a mi situación… —De repente se detuvo. Tras una pausa, continuó—: El exilio sólo deja la esperanza más leve. Quizá, sólo quizá, pensaba que para mí hacer vivir a Dante en el Nuevo Mundo, con mi traducción, era una forma de abrir mis horizontes. ¡De qué manera tan diferente me considerarían en Italia!

—¡Usted —lo acusó de pronto Lowell—, usted grabó aquella amenaza en la ventana de Longfellow para asustarnos y que Longfellow detuviera su traducción!

Bachi vaciló, pretendiendo no haber comprendido. Sacó una botella negra del abrigo y se la llevó a los labios, como si su garganta fuera un embudo que condujera a algún lugar lejano. Cuando acabó, temblaba.

—No me tomen por un borrachín,
professori
. Nunca bebo más de lo que me conviene, al menos no cuando estoy en buena compañía. El mal consiste en esto: ¿qué puede hacer un hombre solo en las pesadas horas del invierno de Nueva Inglaterra? —Su ceño hizo un gesto sombrío—. Y ahora ¿hemos terminado aquí? ¿O desean ustedes seguir ensañándose con mis frustraciones?


Signore
—dijo Longfellow—. Debemos saber qué le enseñó al señor Galvin. ¿Habla y lee italiano ahora?

Bachi echó la cabeza atrás y rompió a reír.

—¡Ese hombre no podría leer inglés aunque tuviera a su lado a Noah Webster
[15]
! Vestía siempre su uniforme militar azul, raído, con botones dorados. Quería Dante, Dante, Dante. No se le ocurrió que debía empezar por aprender el idioma.
Che stranezza
!

—¿Le prestó usted su traducción? —preguntó Longfellow.

Bachi negó con la cabeza.

—Yo esperaba mantener esa empresa enteramente en secreto. Estoy seguro de que todos sabemos cómo reacciona su señor Fields frente a alguien que trate de rivalizar con sus autores. De todas maneras, procuré complacer los extraños deseos del
signor
Galvin. Le sugerí que las lecciones introductorias de italiano las lleváramos a cabo leyendo juntos la
Commedia
, línea por línea. Pero era como leer junto a un animal mudo. Entonces quiso darme un sermón sobre el infierno de Dante, pero yo me negué por principio: si quería contratarme como profesor particular, debía aprender italiano.

—¿Le dijo usted que no continuara las lecciones? —preguntó Lowell.

—Eso me hubiera proporcionado gran placer,
professore
. Pero un día dejó de llamarme. Desde entonces no he sido capaz de encontrarlo… y aún no me ha pagado.


Signore
—dijo Longfellow—, esto es muy importante. ¿Habló alguna vez el señor Galvin de individuos de nuestro tiempo, de nuestra ciudad, que él relacionara con sus ideas sobre Dante? Debe usted considerar si alguna vez mencionó a alguno. Quizá personas vinculadas a la universidad, interesadas en desacreditar a Dante. Bachi sacudió la cabeza.

—Apenas hablaba.
Signor
Longfellow, era como un buey mudo. ¿Tiene algo que ver con la campaña actual de la universidad contra su trabajo?

Lowell prestó especial atención.

—¿Qué sabe usted de eso?

—Lo advertí cuando fue a verme,
signore
. Le dije que tuviera cuidado con su curso sobre Dante, ¿no es así? ¿Recuerda cuando me vio en el campus unas semanas antes de aquel encuentro? Yo había recibido un mensaje para reunirme con un caballero y sostener con él una entrevista confidencial… ¡Oh, yo estaba convencido de que los miembros de la corporación de Harvard iban a restituirme en mi puesto! ¡Imagine mi estupidez! La verdad es que aquel tipejo tenía el encargo de demostrar los perniciosos efectos de Dante sobre los estudiantes y quería que yo lo ayudara.

—Simon Camp —dijo Lowell apretando los dientes.

—Estuve a punto de darle un puñetazo, se lo aseguro.

—Ojalá se lo hubiera dado,
signor
Bachi. —Y Lowell compartió una sonrisa con su interlocutor—. Con todo esto ya puede acreditar la ruina de Dante. ¿Y qué le contestó usted?

—¿Y qué iba a contestarle? Todo lo que se me ocurrió decirle es «váyase al diablo». Aquí estoy, sin apenas poderme ganar el pan después de tantos años en la universidad, ¿y quién, en la administración, contrata a ese imbécil?

Lowell emitió una risita.

—¿Quién podría ser? El doctor Mana… —Se interrumpió bruscamente y giró sobre sí mismo para dirigir una significativa mirada a Longfellow—. El doctor Manning.

Caroline Manning barrió los cristales rotos.

—Jane, una bayeta!

Llamó a la criada por segunda vez, malhumorada por el charco de jerez que se secaba sobre la alfombra de la biblioteca de su marido.

Mientras la señora Manning abandonaba la habitación, sonó la campanilla de la puerta. Apartó la cortina apenas una pulgada, suficiente para ver a Henry Wadsworth Longfellow. ¿Por qué se presentaba a aquellas horas? Casi no había visto en los últimos años a aquel pobre hombre, salvo unas pocas ocasiones en torno a Cambridge. No comprendía cómo alguien podía sobrevivir a tantas cosas; cómo parecía invencible. Y allí estaba ella, con un recogedor de basura, con un innegable aspecto de ama de casa.

La señora Manning se excusó: el doctor Manning no se encontraba en casa. Explicó que había estado esperando una visita y había reclamado privacidad. Él y su huésped debían haber salido a dar una vuelta, aunque le parecía algo raro con aquel tiempo horrible. Y habían dejado algún vaso roto en la biblioteca.

—Pero usted ya sabe cómo beben a veces los hombres —añadió.

—¿Pudieron haber tomado un carruaje?

La señora Manning dijo que la epidemia que afectaba a las caballerías lo hubiera impedido: el doctor Manning había prohibido terminantemente que se movieran lo más mínimo sus caballos. Aun así, accedió a acompañar a Longfellow a la cuadra.

—¡Santo Dios! —exclamó cuando no encontraron rastro del coche ni de los caballos del doctor Manning—. Algo sucede, ¿no es así, señor Longfellow? ¡Santo Dios! —repitió.

Longfellow no respondió.

—¿Le ha ocurrido algo? ¡Debe decírmelo en seguida!

Longfellow habló despacio:

—Debe usted permanecer en casa esperando. Él regresará sin novedad, señora Manning; se lo prometo.

Había aumentado el fragor de los vientos que soplaban sobre Cambridge, y dolían en la piel.

—El doctor Manning —dijo Fields, con los ojos fijos en la alfombra de Longfellow veinte minutos más tarde. Tras abandonar la casa de Galvin, se encontraron con Nicholas Rey, quien se proveyó de un carruaje policial y de un caballo sano, que utilizó para llevarlos a la casa Craigie—. Ha sido nuestro peor adversario desde el comienzo. ¿Por qué Teal no fue a por él antes?

Holmes permanecía de pie, inclinado sobre el escritorio de Longfellow.

—Porque es el peor, querido Fields. A medida que el infierno se hace más profundo, se estrecha y los pecadores se vuelven más flagrantes, más culpables, menos arrepentidos de lo que han hecho. Hasta llegar a Lucifer, que inició todo el mal en el mundo. Healey, como el primero en ser castigado, difícilmente ha sido consciente de su rechazo; ésa es la naturaleza de su «pecado», que permanece como un acto indiferente.

El agente Rey se quedó de pie, en toda su estatura, en el centro del estudio.

—Caballeros, deben ustedes revisar los sermones pronunciados por el señor Greene la semana pasada, para que podamos deducir dónde se ha llevado Teal a Manning.

—Greene empezó su serie de sermones con los hipócritas —explicó Lowell—. Luego continuó con los falsarios, incluyendo a los monederos falsos, y finalmente, en el sermón del que fuimos testigos Fields y yo, trató de los traidores.

—Manning no era un hipócrita —dijo Holmes—. Iba tras Dante desde dentro y hacia fuera. Y los traidores contra la familia no se comportan así.

—Entonces nos quedan los falsarios y los traidores contra la propia nación —concluyó Longfellow.

—En realidad, Manning no se comprometió en ningún fraude —intervino Lowell—. Es cierto que nos ocultó sus actividades, pero ése no fue su principal modo de agresión. Muchas de las sombras del infierno de Dante habían sido culpables de carretadas de pecados, pero el pecado que define sus acciones es el que determina su destino en el infierno. Los falsarios deben cambiar de una forma a otra para cumplir su
contrapasso
, como Sinón, el griego, que engañó a los troyanos para que dieran la bienvenida al caballo de madera.

—Los traidores contra la nación socavan el bienestar del propio pueblo —dijo Longfellow—. Los encontramos en el noveno círculo, el más bajo.

—Combatiendo nuestros proyectos sobre Dante, en este caso —añadió Fields.

Holmes consideró esto último.

—Así es, ¿verdad? Hemos sabido que Teal se viste de uniforme cuando actúa a su manera dantesca, tanto si estudia a Dante como si prepara sus crímenes. Esto arroja luz sobre su paisaje mental: en su insania, intercambia la salvaguardia de la Unión y la de Dante.

—Y Teal sería testigo de los planes de Manning —dijo Longfellow— gracias a su puesto de conserje en el edificio principal de la universidad. Para Teal, Manning se cuenta entre los peores traidores a la causa para cuya protección se ha puesto en pie de guerra. Teal se ha reservado a Manning para el final.

—¿Cuál sería el castigo que deberíamos buscar? —se interesó Nicholas Rey.

Todos aguardaron a que Longfellow respondiera.

—Los traidores son introducidos completamente en hielo, del cuello abajo, en un lago que a causa del hielo parecería de cristal y no de agua.

—Todas las charcas de Nueva Inglaterra se han helado en las dos últimas semanas —gruñó Holmes—. Manning podría estar en cualquier lugar, ¡y nosotros no contamos más que con un caballo cansado para ir en su busca!

Rey sacudió la cabeza.

—Ustedes, caballeros, quédense aquí, en Cambridge, y busquen a Teal y a Manning. Yo iré a Boston en busca de ayuda.

—¿Y qué hacemos si vemos a Teal? —preguntó Holmes.

—Usen esto —y Rey les alargó su porra de policía.

Los cuatro eruditos iniciaron su patrulla por las desiertas orillas del río Charles, de Beaver Creek, cerca de Elmwood, y de Fresh Pond. Alumbrándose con los débiles halos de sus linternas de gas, se hallaban en tal estado de alerta mental, que apenas se daban cuenta de la indiferencia con que transcurría la noche sin aportarles el mínimo avance. Se envolvieron en múltiples abrigos, que no evitaban que el hielo se acumulara en sus barbas (en el caso del doctor Holmes, en sus pobladas cejas y patillas). El mundo parecía extraño y silencioso sin el ocasional ruido de los cascos de los caballos al trote. Reinaba un silencio que parecía extenderse por todo el camino al Norte, interrumpido sólo por los bruscos resoplidos de las locomotoras en la distancia, transportando constantemente mercancías de un punto a otro.

Cada uno de los dantistas imaginaba con gran detalle cómo, en aquel preciso momento, el agente Rey perseguía a Dan Teal por Boston, deteniéndolo y esposándolo en nombre de la comunidad; cómo Teal se explicaría, rabioso, justificándose, pero se rendiría a la justicia, y como Yago nunca volvería a hablar de sus acciones. Varias veces se animaron unos a otros. Longfellow, Holmes, Lowell y Fields, mientras daban vueltas en torno a las heladas vías de agua.

Empezaron a conversar, el doctor Holmes el primero, por supuesto. Pero los demás también se confortaban con un intercambio de susurros. Hablaron sobre escribir versos conmemorativos, sobre nuevos libros, sobre actividades políticas con las que no habían sintonizado hasta poco antes; Holmes volvió a contar la historia de sus primeros años de práctica médica, cuando colgó un cartel —«
LAS MAS INSIGNIFICANTES FIEBRES SON GRATAMENTE RECIBIDAS
»— hasta que su ventana fue rota por unos borrachos.

—He hablado demasiado, ¿verdad? —Holmes meneó la cabeza como censurándose—. Longfellow, me gustaría hacerle hablar más de usted mismo.

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