El club Dante (59 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Dos mulos y otro soldado muertos —respondió el sargento Le Roy de mal humor, riendo entre dientes, al todavía bisoño soldado.

A la campaña sólo la excedió en horrores y carnicería humana la de Napoleón en Rusia, según advirtió sagazmente a Benjamin Galvin el ayudante aficionado a los libros.

No le gustaba pedir a los demás que le escribieran cartas, como hacían otros analfabetos totales o parciales, así que, cuando Galvin encontraba cartas en los cadáveres de los soldados rebeldes, las mandaba a Harriet, en Boston, para que ella pudiera saber de la guerra de primera mano. Escribía su nombre al final, con objeto de que pudiera saber de dónde provenía la carta, y él incluía el pétalo de una flor local o una hoja representativa. Todo el tiempo estaban cansados; tan cansados que a menudo Galvin podía colegir, antes de una batalla, por las torpes expresiones de los rostros de algunos hombres —casi como si aún estuvieran dormidos—, quién con toda seguridad no vería la mañana siguiente.

—Con tal de regresar yo a casa, la Unión podría irse al infierno —oyó decir a un oficial.

Galvin no se dio cuenta de la disminución de las raciones que llenaba de ira a tantos hombres, porque ahora gran parte del tiempo no podía gustar ni oler y ni siquiera oír su propia voz. Con un alimento que ya no resultaba particularmente satisfactorio, Galvin contrajo el hábito de masticar piedras y luego trozos de papel tomados de la menguante biblioteca viajera del ayudante del cirujano, y de las cartas de los rebeldes, con objeto de mantener la boca caliente y ocupada. Los fragmentos se volvían más y más pequeños, para que durase todo lo posible lo que podía encontrar.

Uno de los hombres, que se había quedado demasiado cojo para resistir una marcha, fue abandonado en el campamento, y dos días más tarde lo encontraron asesinado para robarle la bolsa. Galvin le contó a todo el mundo que la guerra era peor que la campaña de Rusia de Napoleón. Le administraban morfina y aceite de castor para la diarrea, y el médico le dio unos polvos que le hicieron sentir mareado y frustrado. Sólo tenía un par de calzoncillos, y los vivanderos ambulantes que los vendían en sus carromatos pedían 2,50 dólares por un par que no valía más de treinta centavos. El vivandero dijo que no rebajaría el precio, pero que éste podría subir si Galvin esperaba mucho. Galvin hubiera querido romperle la cabeza al vendedor, pero no lo hizo. Pidió al ayudante que le escribiera una carta a Harriet Galvin encargándole que le enviara dos pares de calzoncillos gruesos de lana. Fue la única carta que escribió durante la guerra.

Se necesitaron zapapicos para retirar los cadáveres fijados al suelo por el hielo. Cuando volvió el calor, la Compañía C encontró un campo de rastrojos lleno de cuerpos insepultos de negros. Galvin se maravilló ante tantos negros con uniforme azul, pero luego comprendió lo que estaba viendo: los cadáveres habían sido abandonados bajo el sol de agosto un día entero, y esa exposición y los bichos que se arrastraban por encima los hacían parecer negros. Los hombres habían muerto en todas las posturas concebibles, y los caballos eran incontables; muchos de ellos parecían arrodillados con sus cuatro patas, como si estuvieran esperando a que un niño los montara.

Poco después, Galvin oyó que algunos generales estaban devolviendo esclavos huidos de sus dueños, y que charlaban con estos últimos como si estuvieran jugando una partida de cartas. «¿Era eso posible?». La guerra carecía de sentido si no se combatía para mejorar la suerte de los esclavos. Durante una marcha, Galvin vio a un negro muerto cuyas orejas habían sido clavadas en un árbol como castigo por intentar huir. Su dueño lo había dejado desnudo, sabiendo muy bien que los voraces mosquitos y moscas intervendrían.

Galvin no podía entender las protestas de los soldados de la Unión cuando Massachusetts formó un regimiento de negros. Un regimiento de Illinois con el que se encontró, amenazó con desertar en masa si Lincoln liberaba un solo esclavo más.

En un avivamiento religioso
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de negros que Galvin había presenciado en los primeros meses de la guerra, escuchó una plegaria en la que se bendecía a los soldados que cruzaban la ciudad: «Que el buen Dios tome a los que se quejan y los zarandee sobre el infierno, pero que no permita que vayan allí».

Y cantaban:

El demonio está enloquecido y yo estoy contento. ¡Gloria, aleluya!

Ha perdido un alma que creía haber ganado. ¡Gloria, aleluya!

—Los negros nos han ayudado, han espiado para nosotros. También necesitan nuestra ayuda —dijo Galvin.

—¡Preferiría ver muerta la Unión antes de que ganara gracias a los negros! —le gritó en la cara a Galvin un teniente de su compañía.

Más de una vez Galvin había visto a un soldado agarrar a una muchacha negra que huía de su amo y arrastrarla a los bosques para refocilarse con ella.

El alimento se había agotado en ambos bandos del frente. Una mañana, tres soldados rebeldes fueron capturados cuándo buscaban comida entre los desechos en los bosques, cerca de su campamento. Su aspecto era famélico, con la quijada colgando. Con ellos iba un desertor de las filas de Galvin. A este último le ordenó el capitán Kingsley que lo matara de un tiro. Galvin sintió como si fuera a vomitar sangre si trataba de hablar.

—¿Sin las ceremonias prescritas, mi capitán? —acabó diciendo.

—Marchamos para entrar en combate, soldado. No hay tiempo para un consejo de guerra ni tampoco para ahorcarlo, ¡así que péguele un tiro aquí mismo! Cargue… Apunte… ¡Fuego!

Galvin había presenciado el castigo a un soldado por negarse a cumplir esa misma orden. El castigo se llamaba «corcovear y arquearse», y consistía en atarle a uno las manos a las rodillas con una bayoneta situada entre los brazos y las piernas y otra atada de tal manera que quedara a la altura de la boca. El desertor, esquelético y exhausto, no pareció particularmente afectado.

—Dispárame, pues.

—¡Ahora, soldado! —ordenó el capitán—. ¿Anda buscándose un castigo?

Galvin mató al hombre de un tiro a quemarropa. Los demás corrieron hacia el cuerpo inanimado y lo atravesaron alrededor de una docena de veces con sus bayonetas. El capitán se volvió y, con una mirada fría, ordenó a Galvin que allí mismo disparara contra los tres prisioneros rebeldes. Cuando Galvin dudó, el capitán Kingsley lo empujó a un lado agarrándolo del brazo.

—Usted siempre está observando, ¿verdad, Zarigüeya? Se pasa la vida observando a cada uno como si estuviera convencido de que sabe mejor que nosotros lo que se debe hacer. Bien, pues ahora hará exactamente lo que yo digo. Ahora lo hará, ya lo creo que lo hará.

A los tres rebeldes los pusieron en fila. Después del «cargue, apunte, fuego», Galvin disparó sucesivamente sobre cada uno, en la cabeza, con su fusil Enfield. Mientras lo hacía, pudo experimentar tan poca emoción como al oler, gustar u oír. Aquella misma semana, Galvin vio a cuatro soldados de la Unión, incluidos dos de su propia compañía, que acosaban a dos niñas de las que se habían apoderado en un pueblo. Galvin se lo dijo a sus superiores y, para dar ejemplo, los cuatro hombres fueron atados a una rueda de cañón y se los azotó. Como Galvin fue quien dio parte de ellos, le tocó empuñar el látigo.

En la siguiente batalla, a Galvin no le dio la impresión de que estaba luchando en un bando o en otro, en contra de uno o de otro. Simplemente, combatía. El mundo entero combatía y descargaba su rabia contra sí mismo, y los clamores nunca cesaban. En cualquier caso, apenas podía diferenciar a un rebelde de un yanqui. El día anterior se había rozado con alguna hoja tóxica, y al caer la noche sus ojos estaban casi completamente cerrados. Los hombres se le rieron por eso, mientras que otros tenían disparos en los ojos y las cabezas abiertas. Benjamin Galvin había luchado como un tigre y no tenía una sola herida. Aquel día, un soldado, que más tarde fue trasladado a un asilo, amenazó con matar a Galvin, apuntándole con su fusil al esternón y advirtiéndole de que, si no dejaba de mascar aquel maldito papel, le pegaría un tiro allí mismo.

Tras la primera herida de guerra, una bala en el pecho, y en tanto no estuviera plenamente recuperado, a Galvin se le destinó como guardián en el fuerte Warren, frente al puerto de Boston, donde se mantenía a los prisioneros rebeldes. Allí, los prisioneros con dinero compraban mejores habitaciones y mejor comida, con independencia de su grado de culpabilidad o del número de hombres a los que hubieran matado injustamente.

Harriet rogaba a Benjamin que no volviera a la guerra, pero él sabía que los hombres lo necesitaban. Cuando, ansiosamente, se reincorporó a la Compañía C en Virginia, se habían producido tantas bajas en el regimiento, por muerte o por deserción, que fue ascendido a alférez.

Por los nuevos reclutas supo que los muchachos ricos se quedaban en casa porque pagaban trescientos dólares para eximirse del servicio. Galvin hirvió de indignación. Se sintió débil a causa de la congoja, y por la noche apenas durmió unos minutos. Pero tenía que moverse, mantenerse en movimiento. Durante la siguiente batalla, cayó entre los cadáveres y se durmió pensando en aquellos jóvenes ricos. Por la noche, los rebeldes anduvieron entre los muertos, lo encontraron y se lo llevaron a la prisión de Libby, en Richmond. Permitieron marcharse a todos los soldados porque carecían de importancia, pero Galvin era alférez, y pasó cuatro meses en Libby. Sólo recordaba imágenes borrosas y algunos sonidos de su período como prisionero de guerra. Fue como si continuara durmiendo y soñando todo el tiempo.

Cuando fue enviado a Boston, Benjamin Galvin pasó una revista con el resto de su regimiento en una gran ceremonia junto a la escalinata de la cámara legislativa del estado. La andrajosa bandera de la compañía fue plegada y entregada al gobernador. Sólo quedaban con vida doscientos hombres del millar original. Galvin no lograba entender cómo podía darse por terminada la guerra. Ni se habían acercado siquiera al triunfo de su causa. Los esclavos fueron liberados, pero el enemigo no había cambiado de proceder y no había sido castigado. Galvin no era político, pero sabía que los negros no tenían paz en el Sur, con o sin esclavitud, y también sabía lo que ignoraban quienes no lucharon en la guerra: el enemigo estaba a su alrededor a todas horas y no se había rendido en absoluto. Y nunca, nunca, ni por un solo momento, los enemigos fueron sólo los sudistas.

Galvin sintió que ahora hablaba un lenguaje diferente que los civiles no comprendían. Ni siquiera podían oír. Sólo los compañeros de armas, que habían sido afectados por el cañón y el obús, tenían esa capacidad. En Boston, Galvin empezó a ir de acá para allá con ellos, formando bandas. Su aspecto era macilento y exhausto, como el de los grupos de vagabundos que habían visto en los bosques. Pero esos veteranos, muchos de los cuales habían perdido trabajos y familias y lamentaban no haber muerto en la guerra —pues al menos sus esposas tendrían una pensión—, merodeaban en busca de dinero o de muchachas bonitas, se emborrachaban y armaban alboroto. Ya no se acordaban de vigilar al enemigo y permanecían tan ciegos como los demás.

Mientras Galvin caminaba por las calles, a menudo empezaba a sentir que alguien lo seguía de cerca. Se paraba de repente y giraba sobre sí mismo, con una mirada espantosa en sus grandes ojos, pero el enemigo se había desvanecido en una esquina o entre la multitud. «El diablo está enloquecido y yo estoy contento…»

La mayoría de las noches dormía con un hacha bajo la almohada. En el transcurso de una tormenta se levantó y amenazó a Harriet con un fusil, acusándola de ser una espía rebelde. Esa misma noche permaneció en el patio, bajo la lluvia, con uniforme de gala, patrullando durante horas. Otras veces encerraba a Harriet en una habitación y la custodiaba, explicándole que alguien se proponía capturarla. Ella tuvo que trabajar como lavandera para pagar deudas, y le insistió para que lo vieran los médicos. Un doctor dijo que tenía «corazón de soldado»: palpitaciones rápidas causadas por la participación en batallas. Ella lo convenció para que acudiera a uno de los hogares de ayuda a los soldados, donde, según entendió por lo que le dijeron otras esposas, velaban por los militares con problemas. Cuando Benjamin Galvin oyó a George Washington Greene pronunciar un sermón en el hogar, sintió el primer rayo de luz que podía recordar en mucho tiempo.

Greene habló de un hombre lejano, un hombre que comprendió, un hombre llamado Dante Alighieri. También fue soldado, cayó víctima de una gran división entre los partidos de su mancillada ciudad y llevó a cabo un viaje por el más allá, a fin de devolver la rectitud a la humanidad. ¡De qué increíble orden de la vida y la muerte fue testigo allí! Ningún derramamiento de sangre en el infierno era gratuito; cada persona era divinamente merecedora de un castigo concreto creado por el amor de Dios. ¡Qué perfección se derivaba de cada
contrapasso
, como el reverendo Greene llamaba al castigo, que correspondía a cada pecado de cada hombre y mujer en la tierra, y se prolongaba hasta el día del Juicio Final!

Galvin comprendió cuánta amargura sintió Dante porque los hombres de su ciudad, amigos y enemigos, sólo conocían lo material y físico, el placer y el dinero, y no se daban cuenta de que el juicio les iba pisando los talones. Benjamin Galvin no podía prestar suficiente atención a los sermones semanales del reverendo Greene ni conseguía captar de ellos siquiera la mitad, pero tampoco podía quitárselos de la cabeza. Cuando salía de la capilla se sentía crecido.

Los demás soldados también parecían disfrutar de los sermones, pero notaba que no los comprendían de la misma manera que él. Galvin, demorándose una tarde tras el sermón y mirando al reverendo Greene, alcanzó a oír una conversación entre éste y uno de los militares.

—Señor Greene, permítame que le diga lo mucho que me ha gustado su sermón de hoy —dijo el capitán Dexter Blight, un hombre con un bigote de color del heno, en forma de manillar, y con una acusada cojera—. Quisiera preguntarle, señor, si podría leer más sobre los viajes de Dante. Me paso muchas noches insomnes, así que tengo mucho tiempo.

El anciano ministro le preguntó si podía leer italiano.

—Bien —dijo George Washington Greene tras recibir una negativa como respuesta—, encontrará el viaje de Dante en inglés, con todos los detalles que usted desea, muy pronto, querido amigo. Sepa que el señor Longfellow, de Cambridge, está completando una traducción (no, una
transformación
) al inglés, mediante reuniones semanales con algo así como un consejo de ministros, un club Dante que él ha constituido y del que yo soy humilde miembro. El próximo año busque el libro en una librería, buen hombre. ¡Lo publica la incomparable editorial Ticknor y Fields!

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