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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (37 page)

BOOK: El club Dumas
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Puede que, en otras circunstancias, Corso hubiera disfrutado con la escena:
suite
de lujo, ventana al obelisco de la Concorde, suelo con gruesa moqueta y un enorme cuarto de baño. La Ponte en el suelo, frotándose el mentón dolorido mientras intentaba fijar la mirada extraviada por el golpe. Una cama grande, con dos desayunos en una bandeja. Y Liana Taillefer sentada en ella, rubia y estupefacta, con una tostada a medio morder en la mano, un voluminoso y blanco pecho fuera y otro dentro del escotado camisón de seda. Pezones de cinco centímetros de diámetro, observó desapasionadamente Corso cuando cerraba la puerta a su espalda. Más vale tarde que nunca.

—Buenos días —dijo.

Después se acercó a la cama. Liana Taillefer, inmóvil, aún con la tostada en la mano, lo miró mientras él se sentaba a su lado y, tras dejar la bolsa de lona en el suelo y echarle un vistazo a la bandeja, se servía una taza de café. Durante más de medio minuto nadie dijo una palabra. Por fin Corso bebió un sorbo, sonriéndole a la mujer.

—Creo recordar —la mandíbula sin afeitar le afilaba las facciones; sonreía como puede hacerlo una hoja de cuchillo— que la última vez que nos vimos estuve algo brusco…

Ella no respondió. Había dejado la tostada a medio morder en la bandeja y acomodado su desbordante anatomía dentro del camisón. Miraba a Corso de un modo indefinible, sin miedo, altanería ni rencor; casi con indiferencia. Después de la escena en casa del cazador de libros, éste esperaba odio en aquellos ojos. Lo matarán por esto, etc. Y habían estado a punto de conseguirlo. Pero el azul acero de Liana Taillefer tenía idéntica expresión que un par de charcos de agua helada, y eso preocupó más a Corso que una explosión de ira. Podía imaginarla muy bien mirando impasible el cadáver de su marido colgado en la lámpara del salón. Recordó la foto del pobre diablo con su mandil y el plato en alto, a punto de trocear el cochinillo a la segoviana. Menudo folletín le habían escrito entre todos.

—Condenado cabrón —masculló La Ponte desde el suelo. Parecía haber logrado fijar por fin la vista en él. Después empezó a incorporarse aturdido, en busca del apoyo de los muebles. Corso lo observó, interesado.

—No pareces contento de verme, Flavio.

—¿Contento? —el librero se frotaba la barba mirándose de vez en cuando la palma de la mano, como si temiese encontrar en ella un trozo de muela—. Tú te has vuelto loco. De remate.

—Todavía no, pero estáis a punto de conseguirlo. Tú y tus secuaces —señaló a Liana Taillefer con el pulgar—. Incluyendo a la desconsolada viuda.

La Ponte se acercó un poco, deteniéndose a distancia prudencial.

—¿Te molestaría explicarme de qué estás hablando?

Corso alzó una mano ante la cara del librero y se puso a contar con los dedos.

—Estoy hablando del manuscrito Dumas y de
Las Nueve Puertas
. De Victor Fargas ahogado en Sintra. De Rochefort, que parece mi sombra, atacándome hace una semana en Toledo y anoche aquí, en París —volvió a señalar a Liana Taillefer—. De Milady. Y de ti, sea cual sea el papel que juegues en esto.

La Ponte había estado atento a los dedos de Corso mientras contaba, parpadeando cinco veces seguidas, una por dedo. Al terminar se acarició de nuevo la cara, pero su gesto ya no era dolorido sino perplejo. Parecía a punto de responder algo, mas lo pensó mejor. Cuando por fin se decidió, lo hizo dirigiéndose a Liana Taillefer.

—¿Qué tenemos que ver con todo eso?

Ella se encogió de hombros con desdén. No estaba interesada en eventuales explicaciones, ni tampoco dispuesta a cooperar. Seguía recostada en los almohadones con la bandeja del desayuno al lado; sus uñas lacadas en rojo sangre desmenuzaban una de las tostadas, y el otro único movimiento que podía apreciarse en ella era la respiración, que le hacía subir y bajar el pecho en el generoso y bien colmado escote. Por lo demás se limitaba a mirar a Corso igual que quien espera que otro descubra las cartas; tan afectada por todo aquello como podía estarlo un trozo de solomillo crudo.

La Ponte se rascó la cabeza, allí donde le clareaba el pelo. Tenía un aspecto muy poco airoso plantado en mitad de la habitación, con el pijama a rayas lleno de arrugas y el carrillo izquierdo hinchado bajo la barba por el puñetazo. Sus ojos desconcertados iban de Corso a la mujer, y de ella a Corso. Por fin se detuvieron en su amigo.

—Exijo una explicación—dijo.

—Qué coincidencia. Yo he venido a pedirte lo mismo.

Dudó La Ponte dirigiéndole otra ojeada insegura a Liana Taillefer. Parecía humillado, y no era para menos. Se miró uno tras otro los tres botones del pijama y luego los pies descalzos. Afrontar una crisis en semejante atuendo rozaba lo patético. Por fin le señaló a Corso el cuarto de baño.

—Vamos ahí adentro —intentaba dar a su voz un tono digno, pero el carrillo inflamado le alteraba la pronunciación en las consonantes—. Tú y yo.

La mujer seguía inescrutable, inmóvil, sin traslucir inquietud, mirándoles con el interés de quien sigue un aburrido concurso en el televisor. Se dijo Corso que era necesario hacer algo respecto a ella, pero de momento no se le ocurría qué. Tras una breve vacilación cogió del suelo la bolsa de lona para preceder a La Ponte, que cerró la puerta tras de sí.

—¿Se puede saber por qué me has pegado?

Hablaba en voz baja, temiendo que la viuda los oyera desde la cama. Corso puso la bolsa sobre el bidet, comprobó la blancura de las toallas y revolvió en la bandejita de tocador antes de volverse hacia el librero con mucha calma.

—Porque eres un falso y un traidor —repuso—. No me dijiste que andabas metido en esto. Has permitido que me engañen, que me sigan y que me vapuleen.

—No estoy metido en nada. Y aquí el único vapuleado soy yo —el librero se estudiaba la cara en el espejo—. Dios. Mira lo que has hecho. Me has desfigurado.

—Te desfiguraré más si no me lo cuentas todo.

—¿Contártelo todo?… —La Ponte se palpaba la inflamación, mirándolo de reojo como si Corso hubiera perdido el juicio—. No es ningún secreto; Liana y yo hemos… —se interrumpió, buscando algo que definiese el asunto—. Ejem. Ya lo has visto.

—Intimado —sugirió Corso.

—Eso es.

—¿Cuándo?

—El mismo día que te fuiste a Portugal.

—¿Quién se acercó a quién?

—Prácticamente, yo.

—¿Prácticamente?

—Más o menos.

La visité.

—¿Para qué?

—Para hacerle una oferta por la biblioteca de su marido.

—¿Se te ocurrió así, de pronto?

—Bueno. Ella telefoneó antes. Te lo conté en su momento.

—Es verdad.

—Quería recuperar el manuscrito de Dumas que me vendió el difunto.

—¿Dio alguna explicación?

—Motivos sentimentales.

—Y tú te lo creíste.

—Sí.

—O más bien te daba igual.

—En realidad…

—Ya. Lo que te apetecía era tirártela.

—Eso también.

—Y cayó en tus brazos.

—Redonda.

—Claro. Y vinísteis a París de luna de miel.

—No exactamente. Ella tenía cosas que hacer aquí.

—… Y te invitó a acompañarla.

—Eso es.

—De modo casual, ¿verdad?… Con gastos pagados, para seguir el idilio.

—Algo así.

Corso hizo una mueca desagradable.

—Qué bonito es el amor, Flavio. Cuando se quiere de veras.

—Deja de ponerte en plan cínico. Ella es extraordinaria. No puedes imaginar…

—Puedo.

—No puedes.

—Te digo que sí, que puedo.

—Eso hubieras querido, poder. Con ese pedazo de tía.

—Nos desviamos, Flavio. Estábamos aquí, en París.

—Sí.

—¿Cuáles eran vuestros planes respecto a mí?

—No había planes. Teníamos previsto localizarte hoy o mañana. Para recuperar el manuscrito.

—Por las buenas.

—Claro. ¿Cómo, si no?

—¿No esperabais que me negara?

—Liana tenía sus dudas.

—¿Y tú?

—Yo no.

—Tú no, ¿qué?

—Yo no veía el problema. A fin de cuentas somos amigos. Y
el Vino de Anjou
es mío.

—Ya veo: eras su segundo cartucho.

—No sé a qué te refieres. Liana es estupenda. Y me adora.

—Sí. La veo muy enamorada.

—¿Tú crees?

—Eres un imbécil, Flavio. Te han tomado el pelo igual que a mí.

Fue una intuición aguda como una sirena de alarma. Corso apartó con repentina brusquedad a La Ponte y se precipitó en el dormitorio para encontrar a Liana Taillefer fuera de la cama, a medio vestir, metiendo ropa en una maleta. Por un momento pudo ver sus ojos glaciales fijos en él —los ojos de Milady de Winter— y supo que todo el rato, mientras fanfarroneaba como un estúpido, ella se había limitado a esperar algo: un ruido o una señal. Lo mismo que una araña en el centro de su tela.

—Adiós, señor Corso.

Al menos le oía decir tres palabras. Escuchó aquello —recordaba bien su voz grave, ligeramente ronca— sin saber qué podía significar, aparte que estaba a punto de largarse. Dio otro paso en su dirección, ignorando lo que iba a hacer cuando llegara hasta la mujer, antes de intuir otra presencia en el dormitorio: una sombra detrás y a la izquierda, pegada al marco de la puerta. Hizo ademán de volverse para encarar el peligro, con la certeza de que había cometido un nuevo error y era demasiado tarde. Aún oyó reír a Liana Taillefer como en las películas con vampiresa rubia y malvada. En cuanto al golpe —el segundo en menos de doce horas—, lo recibió también detrás de la oreja, en el mismo sitio. Y tuvo tiempo de ver a Rochefort esfumándose ante sus ojos turbios.

Ya estaba inconsciente cuando llegó al suelo.

XIII. Se complica la trama

En este momento tiembla usted por la situación y la perspectiva de la caza. ¿Dónde estaría ese temblor si yo fuera preciso como una guía de ferrocarriles?

(A. Conan Doyle.
El valle del terror
)

Primero fue una voz lejana; un murmullo confuso que no conseguía identificar. Hizo un esfuerzo, intuyendo que le hablaban a él. Algo sobre su aspecto. Corso no tenía la menor idea de cuál era su aspecto, pero le daba igual. Era cómodo seguir allí, donde estuviese, tumbado boca arriba; y no deseaba abrir los ojos. Sobre todo por miedo a que aumentara el dolor que le oprimía las sienes.

Sintió unas palmaditas en la cara y no tuvo más remedio que abrir un ojo con desgana. Flavio La Ponte se inclinaba sobre él, con gesto de preocupación. Todavía llevaba puesto el pijama.

—Deja de sobarme la cara —dijo Corso, malhumorado.

El librero expulsó con visible alivio el aire que retenía en los pulmones.

—Creí que estabas muerto —confesó.

Abriendo el otro ojo, Corso hizo amago de incorporarse. Al momento sintió movérsele el cerebro dentro del cráneo, igual que gelatina en un plato.

—Te dieron bien —informó innecesariamente La Ponte mientras lo ayudaba a ponerse en pie. Apoyado en su hombro para mantener el equilibrio, Corso echó un vistazo a la habitación. Liana Taillefer y Rochefort habían desaparecido.

—¿Pudiste ver al que me pegó?

—Claro. Alto, moreno. Una cicatriz en la cara.

—¿Lo habías visto antes?

—No —el librero frunció el ceño, despechado—. Pero ella parecía conocerlo bien… Tuvo que abrirle la puerta mientras discutíamos en el cuarto de baño… Por cierto, el individuo tenía un labio a la funerala. Partido. Un par de puntos, con mercromina —se tocó la mejilla, cuya hinchazón empezaba a ceder, y soltó una risita vengativa—. Por lo que veo, aquí ha cobrado todo el mundo.

Corso, que buscaba sus gafas sin encontrarlas, le dirigió una rencorosa mirada.

—Lo que no entiendo —dijo— es por qué no te sacudieron también a ti.

—Tenían esa intención. Pero dije que no era necesario. Que fueran a lo suyo. Que yo soy un simple turista accidental.

—Podías haber hecho algo.

—¿Yo? Venga ya. Con el puñetazo que tú me diste tenía de sobra. Por eso hice con los dedos dos uves así, ¿ves?… Señal de paz. Bajé la tapa del inodoro y estuve ahí sentado, quietecito. Hasta que se largaron.

—Mi héroe.

—Más vale un
por si acaso
que un
quién lo iba a decir
. Ah, mira esto —le alargó una cuartilla doblada en cuatro—. Lo dejaron al irse, bajo un cenicero con una colilla de Montecristo.

A Corso le costaba enfocar la escritura. Era una nota caligrafiada a tinta, con bonita letra inglesa y complicados trazos en las mayúsculas:

Es por orden mía y para bien del Estado por lo que el portador de la presente hizo lo que hizo.

3 diciembre 1627

Richelieu

A pesar de la situación, estuvo a punto de echarse a reír. Aquél era el salvaconducto extendido en el sitio de la Rochela al pedir Milady la cabeza de d’Artagnan. El mismo que resulta robado después por Athos a punta de pistola
—«Muerde si puedes, víbora»—,
y sirve para justificar ante Richelieu la ejecución de la mujer, al final de la historia… En resumidas cuentas: demasiado para un solo capítulo. Tambaleándose, Corso fue hasta el cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y puso la cabeza bajo el agua fría. Luego se miró la cara: ojos hinchados, sin afeitar, chorreando agua, las sienes zumbándole como si tuviese dentro un avispero. Estoy para una foto, pensó. Vaya forma de empezar el día.

En el espejo, a su lado, La Ponte le ofrecía una toalla y sus gafas.

—Por cierto —dijo—. Se llevaron tu bolsa.

—Hijo de puta.

—Oye, no sé por qué la tomas conmigo. En toda esta película, lo único que he hecho yo es echar un polvo.

Corso estaba inquieto. Recorría el vestíbulo del hotel intentando pensar a toda prisa, pero a cada minuto eran menores las posibilidades de alcanzar a los fugitivos. Todo estaba perdido salvo un eslabón de la cadena: el número Tres. Aún era necesario que se hicieran con él, y eso ofrecía, al menos, una posibilidad de salirles al encuentro si lograba moverse con rapidez. Fue hasta la cabina y telefoneó a Frida Ungern mientras La Ponte liquidaba la habitación; pero el auricular dio la señal intermitente de comunicar. Tras un momento de duda llamó al Louvre Concorde, pidiendo la habitación de Irene Adler. Tampoco estaba seguro del estado de la cuestión en ese flanco, y se tranquilizó un poco al oír la voz de la chica. En pocas palabras la puso al tanto, pidiéndole que se reuniera con él en la fundación Ungern. Después colgó el teléfono mientras llegaba La Ponte, muy deprimido, guardándose en la cartera su tarjeta de crédito.

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