Tras la reciente muerte de su esposa después de una larga enfermedad, el historiador de arte Max Moden se retira a escribir al pueblo costero, en el que de niño veraneo junto con sus padres. Pretende huir así del profundo dolor por la reciente pérdida de la mujer amada, cuyo recuerdo le atormenta incesantemente. El pasado se convierte en el único refugio y consuelo para Max, que rememorará el intenso verano en el que conoció a los Grace ( sus padres Carlo y Connie y sus hijos gemelos Chloe y Myles, y la asistenta Rose) por quienes se sintió inmediatamente fascinado, y con los que entablaría una estrecha relación. Max busca un improbable cobijo del presente, demasiado doloroso, en el recuerdo de un momento muy concreto de su infancia: el verano de su iniciación a la vida y sus placeres, del descubrimiento de la amistad y el amor; pero también, finalmente, del dolor y la muerte. A medida que avanza su evocación se desvelará el trágico suceso que ocurrió ese verano, el año en el que tuvo lugar la «extraña marea»; una larga y meándrica rememoración que deviene catártico exorcismo de los fantasmas del pasado que atenazan su existencia.
El mar
, ganadora del Premio Man Booker 2005, es una conmovedora meditación acerca de la pérdida y del poder redentor de la memoria.
John Banville
El mar
Premio Mann Booker
ePUB v1.0
Giuseppe30.08.12
Título original:
The sea
John Banville, 2005.
Traducción: Damián Alou
Diseño de portada: Orkelyon
Editor original: Giuseppe v1.0
ePub base v2.0
A Colm, Douglas, Ellen, Alice
Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco oxidado del carguero que permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió de pensar que iban a volver a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían, aquel día, una blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más.
Alguien acaba de caminar sobre mi tumba.
[1]
Alguien.
El nombre de la casa es los Cedros, desde hace mucho. Un bosquecillo de esos rígidos árboles, de color marrón simio y hedor alquitranado, los troncos formando una maraña de pesadilla, crece aún en la margen izquierda, delante de un césped descuidado, y llega hasta la gran ventana en curva de lo que solía ser la sala de estar, pero que la señorita Vavasour prefiere denominar, en su argot de patrona, el salón. La puerta principal queda al otro lado, y se abre a un cuadrado de gravilla manchado de gasoil que queda detrás de la verja de hierro, que aún está pintada de verde, aunque el óxido ha reducido sus puntales a una trémula filigrana. Me asombra lo poco que ha cambiado en los más de cincuenta años transcurridos desde la última vez que estuve aquí. Me asombra, y me decepciona, e incluso diría que me aterra, por razones que se me hacen oscuras, pues ¿por qué iba a desear algún cambio, yo, que he vuelto para vivir entre los escombros del pasado? Me pregunto por qué construyeron así la casa, de lado, encarando a la carretera un muro sin ventanas de enlucido granuloso; quizá antiguamente, antes del ferrocarril, la carretera tenía una orientación completamente distinta, y pasaba directamente justo delante de la puerta de delante, todo es posible. La señorita V. se muestra imprecisa con las fechas, pero cree que, el siglo pasado —quiero decir, el siglo antes del anterior, todo esto de los milenios me está confundiendo—, aquí se construyó una casita de madera, a la que luego se le fueron haciendo añadidos de manera caprichosa a lo largo de los años. Eso explicaría el aspecto heterogéneo del lugar, con pequeñas habitaciones que dan a otras más grandes, y ventanas que dan a muros lisos, y techos bajos por todos los lados. Los suelos de pino tea le dan una nota náutica, al igual que mi silla giratoria con respaldo de listones. Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quién pudiera ser él. Haber sido él.
Cuando estuve allí, hace todos esos años, en la época de los dioses, los Cedros era una casa de verano que se alquilaba por quincenas o por meses. Cada año, durante todo el mes de junio, un médico rico y su familia numerosa y escandalosa la infestaban —no nos gustaban las sonoras voces de los hijos del médico, se reían de nosotros y nos tiraban piedras protegidos por la infranqueable barrera de la verja—, y después de ellos llegaba una misteriosa pareja de mediana edad que no hablaba con nadie, y que, con aspecto triste, en silencio, paseaban a su perro salchicha cada mañana a la misma hora por la calle de la Estación hasta la playa. Para nosotros, agosto era el mes más interesante en los Cedros. Era el mes en que los inquilinos eran diferentes cada año, gente que venía de Inglaterra o del Continente, alguna pareja de luna de miel a la que intentábamos espiar, y de vez en cuando una compañía de teatro itinerante que viajaba con todo el equipo, y que representaban alguna función vespertina en el cine del pueblo, de chapa. Y luego, aquel año, llegó la familia Grace.
Lo primero que vi de esa familia fue su coche, aparcado en la grava, traspasada la verja. Era un coche de techo bajo, un modelo negro abollado y lleno de arañazos con asientos de cuero beige y un enorme volante de madera con radios. Libros de cubiertas descoloridas y con las esquinas dobladas estaban tirados de cualquier manera sobre el estante que había bajo la ventanilla trasera, inclinada al estilo de los coches deportivos, y se veía un mapa turístico de Francia, muy usado. La puerta principal de la casa estaba abierta de par en par, y dentro, en el piso de abajo, pude oír voces, y desde el piso de arriba me llegó el ruido de unos pies descalzos correteando sobre las tablas del suelo y de una chica riendo. Me había parado junto a la verja, escuchando sin disimulo, y de repente un hombre con una copa en la mano salió de la casa. Era de baja estatura y con un cuerpo desproporcionado, todo hombros y pecho y una gran cabeza redonda, y el pelo, muy corto, lo tenía ondulado, negro y brillante, con prematuras mechas grises y una barba negra y puntiaguda también agrisada. Llevaba una camisa verde y holgada sin abotonar, pantalones caquis e iba descalzo. Estaba tan bronceado por el sol que la piel tenía un matiz morado. Me di cuenta de que incluso tenía los pies morados en el empeine; según mi experiencia, la mayoría de padres eran de un blanco de leche por debajo de la línea del cuello de la camisa. Dejó el vaso —ginebra de un azul suavísimo y cubitos y una rodaja de limón— formando un peligroso ángulo sobre el techo del coche y abrió la puerta del copiloto y se inclinó para meter la cabeza y buscar algo bajo el salpicadero. En el piso de arriba de la casa, que no podía ver, la chica volvió a reír y soltó un grito medio desaforado, medio gorjeo de falso pánico, y de nuevo se volvió a oír el sonido de los pies que correteaban. Jugaban a perseguirse, ella y el otro sin voz. El hombre se enderezó y cogió el vaso de ginebra que tenía encima del techo y cerró de un golpe la portezuela. Fuera lo que fuera lo que había estado buscando, no lo había encontrado. Mientras regresaba a la casa me vio y me guiñó el ojo. No lo hizo al estilo habitual de los adultos, con esa mezcla de condescendencia y superioridad. No, fue un guiño de complicidad, masónico casi, como si ese momento que nosotros, dos desconocidos, habíamos compartido, aunque por fuera careciera de importancia, de contenido incluso, poseyera no obstante un significado. Sus ojos eran de un azul extraordinariamente claro y transparente. Volvió a entrar en la casa, comenzando a hablar incluso antes de haber cruzado el umbral.
—Maldita sea —dijo—, parece que se ha… —Y desapareció.
Me quedé un momento escrutando las ventanas del piso de arriba. No apareció ninguna cara.
Ese fue mi primer encuentro con los Grace: la voz de la chica bajando desde lo alto, el ruido de su correteo, y el hombre abajo guiñándome uno de sus ojos azules con ese aire desenfadado, íntimo y levemente satánico.
De nuevo me he sorprendido haciéndolo, ese silbido fino y frío que sale a través de los dientes de delante que he comenzado a emitir recientemente.
Diiid diiid diiid
, hace, como el taladro de un dentista. Mi padre solía emitir ese mismo silbido, ¿me estoy convirtiendo en él? En la habitación que hay al otro lado del pasillo, el coronel Blunden está oyendo la radio. Sus programas preferidos son las tertulias de la tarde, en las que airados oyentes llaman para quejarse de los políticos malvados y del precio de la bebida y otros asuntos perennemente irritantes. «Me hace compañía», dice lacónico, y carraspea, con un aire un tanto avergonzado, mientras sus ojos protuberantes como huevos duros evitan los míos, aun cuando yo no le he reprochado nada. ¿Está echado en la cama mientras escucha? Se me hace difícil imaginármelo allí, con sus gruesos calcetines de lana color gris puestos, haciendo girar los dedos de los pies, sin la corbata y con el cuello de la camisa abierto y las manos entrelazadas detrás de ese cuello viejo y nervudo que tiene. Fuera de su habitación es un hombre vertical, desde las suelas de sus zapatos marrones y relucientes y muy remendados hasta la punta de su cráneo cónico. Cada sábado por la mañana va al barbero del pueblo a que le corte el pelo, corto atrás y en los lados, sin piedad, sólo se deja en lo alto una rígida cresta gris como de halcón. Le asoman las orejas, coriáceas y de lóbulos alargados; es como si las hubieran secado y ahumado. El blanco de los ojos también tiene un tono amarillento. Oigo el murmullo de las voces en la radio, pero no distingo lo que dicen. Podría volverme loco, aquí.
Diiid, diiid
.
Más tarde, ese mismo día, el día que llegaron los Grace, o al siguiente, o al siguiente, volví a ver el coche negro, lo reconocí enseguida a medida que pasaba brincando sobre el pequeño puente peraltado que cruzaba las vías del tren. Sigue ahí, ese puente, justo detrás de la estación. Sí, las cosas perduran, mientras la vida pasa. El coche estaba saliendo del pueblo en dirección a la ciudad, la llamaré Ballymore, a una docena de millas. La ciudad es Ballymore, este pueblo es Ballyless,
[2]
ridículo, quizá, pero me da igual. El hombre de la barba que me había guiñado el ojo iba al volante, diciendo algo y riendo, la cabeza echada para atrás. Junto a él iba sentada una mujer con el codo sobresaliendo de la ventanilla, la cabeza también hacia atrás, el pelo claro sacudido por las ráfagas del viento, sólo que ella no reía, sólo sonreía, ponía esa sonrisa que reservaba para él, escéptica, tolerante, lánguidamente divertida. Ella llevaba una blusa blanca y gafas de sol con montura de plástico blanca y fumaba un cigarrillo. ¿Dónde estoy, acechando desde qué posición estratégica? No me veo. Al cabo de un momento habían desaparecido, la ostentosa parte posterior del coche doblando una curva de la carretera a toda velocidad entre un chorro de humo del tubo de escape. Las hierbas altas en el arcén, rubias como el pelo de la mujer, temblaron por un momento y regresaron a su anterior quietud onírica.