Hubo más disparos, y de los árboles que había detrás de ellos vio salir a Hauser, quien los conducía como presas de caza hacia el puente.
Dejó los prismáticos y levantó el rifle, y observó el drama a través del visor. La situación no podía ser peor. Los Broadbent y Borabay iban a quedar atrapados en el puente. Pero no tenían alternativa, con Hauser detrás de ellos y el abismo al otro lado. Al llegar a la cabeza del puente titubearon, luego empezaron a cruzarlo a todo correr. Hauser salió de los árboles y gritó a los soldados del otro extremo del puente, quienes se arrodillaron y dispararon balas de advertencia.
Al cabo de un momento los cinco Broadbent, incluido Borabay, estaban acorralados en mitad del puente, con Hauser y los cuatro soldados en un extremo y otros cuatro en el otro. Totalmente atrapados. Los disparos cesaron y todo quedó en silencio.
Hauser, sonriente, echó a andar hacia ellos por el inestable puente, apuntándolos con su arma.
Sally sintió cómo el corazón le palpitaba con fuerza. Había llegado el momento. Tenía las manos sudadas y le temblaban. Recordó a su padre. «Acompasa la respiración. Deja que se detenga el flujo de aire. Búscate el pulso y dispara entre latido y latido.»
Apuntó a Hauser mientras este se acercaba a ellos. El puente se balanceaba, pero ella creía que sus posibilidades de dar en el blanco eran superiores a un cincuenta por ciento. Serían aún mayores cuando dejara de andar.
Hauser se detuvo a cien pasos de los Broadbent. Podía matarlo; lo mataría. Encuadró el torso en la mira, pero no apretó el gatillo. En lugar de ello se preguntó: « ¿Qué pasará cuando haya matado a Hauser?».
No era difícil adivinarlo. Eso no era
El mago de Oz,
y los soldados hondureños apostados a cada lado del puente no bajarían las armas y gritarían: « ¡Alto, Dorothy!». Eran mercenarios crueles. Si disparaba a Hauser, los soldados seguramente abrirían fuego y matarían a todos los Broadbent en el puente. Había diez soldados —cuatro en un extremo y ahora seis en el otro—, y ella no podía esperar matarlos a todos, sobre todo a los seis del otro extremo, que estaban prácticamente fuera del alcance de su arma. En la cámara del Springfield solo había cinco balas, y cuando se le terminaran tendría que echar hacia atrás el cerrojo y cargar manualmente otras cinco, un largo proceso. Y solo tenía diez balas, de todos modos.
Hiciera lo que hiciese, tendría que lograrlo en cinco disparos.
Sintió una oleada de pánico. Tenía que concebir un plan, una forma de conseguir que todos salieran con vida. Hauser avanzaba tambaleante hacia ellos con la clara intención de matarlos. Sí, tendría que matarlo, y entonces habría terminado todo para los Broadbent.
Las ideas se le agolpaban en la mente. No podía cometer ningún error, no tendría una segunda oportunidad. Tenía que hacerlo bien. Desarrolló mentalmente cada opción que se le ocurrió, pero todas terminaban igual, con los Broadbent muertos. Le tembló la mano: la figura de Hauser se movió en la mira. «Si mato a Hauser, están muertos. Si no lo mato, también están muertos.»
Observó con impotencia cómo Hauser apuntaba su arma. Sonreía. Parecía un hombre que estaba a punto de disfrutar.
Tom observaba cómo Hauser se acercaba por el puente con una arrogante sonrisa de triunfo. Se detuvo a unos cien metros de ellos y apuntó hacia él la boca del arma.
—Quítate la mochila y déjala en el suelo.
Tom se quitó con cuidado la mochila, pero en lugar de dejarla en el suelo, la sostuvo por la correa sobre el cañón.
—Es el códice.
Hauser disparó una bala que arrancó un trozo de la barandilla de bambú a menos de un palmo de Tom.
—¡Déjala en el suelo!
Tom no se movió. Siguió sosteniendo el libro sobre el cañón.
—Dispárame y caerá.
Hubo un silencio. Hauser apuntó el arma hacia Broadbent.
—Está bien. Déjala en el suelo o papi morirá. Ultima advertencia.
—Déjale que me mate —gruñó Broadbent.
—Y después de tu padre están tus dos hermanos. No seas estúpido y déjala en el suelo.
Al cabo de un momento Tom obedeció. No tenía otra elección.
—Ahora el machete.
Tom lo desenfundó y lo dejó caer.
—Vaya, vaya —dijo Hauser, relajando la cara. Clavó la mirada en su padre—. Nos volvemos a ver, Max.
El anciano, sostenido por sus hijos, levantó la cabeza y habló:
—No tienes nada en contra de ellos. Déjales marchar.
La sonrisa de Hauser se volvió más gélida.
—Al contrario, vas a tener el placer de verlos morir antes que tú.
Broadbent se sacudió ligeramente la cabeza. Tom lo asió con más fuerza aún. El puente se balanceaba ligeramente, la fría niebla se elevaba. Borabay dio un paso al frente pero Philip lo detuvo.
—Bien, ¿quién quiere ser el primero? ¿El indio? No, lo dejaremos para después. Iremos por orden de edad. ¿Philip? Apártate de los demás para que no tenga que matarlos a todos a la vez.
Tras un breve titubeo Philip se hizo a un lado. Vernon le cogió el brazo para hacerle retroceder. Él se soltó y dio otro paso.
—Arderás en el infierno, Hauser —bramó Broadbent.
Hauser sonrió con simpatía y levantó la boca de su rifle. Tom desvió la mirada.
Pero el disparo no llegó. Tom levantó la vista. La atención de Hauser se había desviado de pronto hacia algo detrás de ellos. Tom se volvió y vio un destello negro: un animal se acercaba dando saltos por los cables del puente, un mono que corría con la cola levantada: Mamón Peludo.
Con un gritito de alegría el mono saltó a los brazos de Tom, y este vio que llevaba atado al estómago un bote casi tan grande como él. Era el bote de gasolina sin plomo para su hornillo de camping. Había algo garabateado en él…
«
PUEDO ALCANZAR ESTO. S
.»
Tom se preguntó qué demonios quería decir eso, en qué estaba pensando Sally.
Hauser alzó el arma.
—Está bien, todos tranquilos. Que no se mueva nadie. Enséñame lo que acaba de traer el mono. Despacio.
Tom comprendió de repente el plan de Sally. Desató el bote.
—Sostenlo con el brazo extendido. Deja que lo vea.
Tom le tendió el bote.
—Es un litro de gasolina sin plomo.
—Tíralo por el borde.
Tom habló despacio.
—Tenemos a un excelente tirador apuntando este bote mientas hablamos. Como sabes, la gasolina es explosiva e inflamable.
La cara de Hauser no reveló ninguna emoción o reacción. Se limitó a elevar el arma.
—Hauser, si alcanza este bote, el puente arderá. Te quedarás aislado. Estarás atrapado para siempre en la Ciudad Blanca.
Pasaron diez segundos cargados de electricidad y Hauser por fin habló.
—Si el puente arde vosotros también moriréis.
—Nos vas a matar de todos modos.
—Es un farol —dijo Hauser.
Tom no respondió. Los segundos pasaban. La cara de Hauser no revelaba nada.
—Hauser, podría meterte un tiro en el pecho.
Hauser levantó el arma y en ese preciso momento una bala alcanzó la superficie de bambú a medio metro de sus botas, arrojándole astillas a la cara. El estallido llegó un momento después, resonando a través del cañón.
Hauser se apresuró a bajar el morro del rifle.
—Ahora que ha quedado claro que va en serio, dile a tus soldados que nos dejen pasar.
—¿Y? —dijo Hauser.
—Puedes quedarte con el puente, la tumba y el códice. Solo queremos salir con vida.
Esta vez Hauser se puso el arma al hombro.
—Mi enhorabuena —dijo.
Tom, con movimientos lentos, ató el bote a uno de los cables principales del puente con un trozo suelto de cuerda.
—Dile a tus hombres que nos dejen pasar. Tú quédate donde estás. Si nos pasa algo, nuestra tiradora disparará el bote y tu precioso puente arderá contigo en él. ¿Entendido?
Hauser asintió.
—No he oído la orden, Hauser.
Hauser hizo bocina con las manos.
—¡Hombres! —gritó en español—. ¡Déjenlos marchar! ¡No los molesten! ¡Los dejo ir! Hubo una pausa.
—¡Quiero oírles responder esa orden! —gritó Hauser.
—
Sí, señor
—llegó la respuesta.
Los Broadbent empezaron a andar por el puente.
Hauser se quedó en el centro del puente, habiendo aceptado el hecho de que una tiradora de primera —sin duda la mujer rubia que había venido con Tom Broadbent— lo tenía en su punto de mira. Un viejo rifle de caza inútil, había dicho el soldado. Estupendo. Había colocado una bala a sus pies desde una distancia de trescientos cincuenta metros. Pensar que estaba en esos momentos en su punto de mira era una sensación desagradable y al mismo tiempo curiosamente emocionante.
Miró el bote atado al cable. Entre él y el bote había menos de treinta pasos. La tiradora se encontraba a más de trescientos metros de distancia. El puente se balanceaba con las corrientes ascendentes de aire. No sería fácil alcanzar un blanco que se movía en tres dimensiones. Era, de hecho, un tiro casi imposible. En diez segundos él podría alcanzar el bote, arrancarlo del cable y arrojarlo al precipicio. Si a continuación se volvía y echaba a correr de nuevo hacia el otro extremo del puente, sería un blanco en movimiento que enseguida dejaría de estar a tiro. ¿Que probabilidades tenía ella de alcanzarlo? Él correría deprisa por un puente que se balanceaba: de nuevo se movería en tres dimensiones con respecto a la línea de fuego. Ella no podría apuntarlo. Además, era mujer. Era evidente que sabía disparar, pero ninguna mujer tenía tanta puntería.
Sí, era posible hacerlo rápidamente, antes de que los Broadbent escaparan, y ella nunca lo alcanzaría a él ni al bote. Nunca.
Se agachó y echó a correr hacia el bote de gasolina.
Casi al instante oyó frente a él el silbido de una bala seguido del estallido. Siguió corriendo y alcanzó el bote en el preciso momento en que llegaba a sus oídos un segundo disparo. La mujer había vuelto a fallar. Era demasiado fácil. Había puesto una mano en el bote cuando oyó un golpe seco y vio ante sí un fogonazo seguido de un calor abrasador. Retrocedió tambaleándose, agitando el brazo, y se sorprendió al ver cómo unas llamas azules le recorrían todo el cuerpo, los brazos, el pecho, las piernas. Cayó y rodó por el puente, retorciéndose, golpeándose el brazo, pero era un Midas en llamas y todo lo que tocaba parecía convertirse en fuego. Dio patadas, gritó, rodó, y de pronto era un ángel que se elevaba en el aire. Cerró los ojos y permitió que sobreviniera la larga, refrescante y deliciosa caída.
Tom se volvió justo a tiempo para ver cómo un ardiente meteoro humano que era Hauser se precipitaba en el abismo insondable, titilando débilmente y en silencio mientras caía a través de capas de niebla antes de desaparecer, dejando solo una débil estela de humo tras de sí.
Toda la sección central del puente donde había estado Hauser ardía.
—¡Salid del puente! —gritó Tom, al tiempo que agarraba la mochila con el códice—. ¡Deprisa!
Corrieron lo más deprisa que pudieron, sosteniendo a su padre, avanzando hacia los cuatro soldados que se retiraron rápidamente pero siguieron bloqueando el extremo del puente. Los soldados parecían confusos, titubeantes, con las armas alzadas, capaces de cualquier cosa. La última orden de Hauser había sido dejar pasar a los Broadbent, pero ¿lo harían?
El líder del grupo, un teniente, apuntó su arma y gritó:
—¡Alto!
—¡Déjennos pasar! —gritó Tom en español. Siguieron avanzando.
—No. Retrocedan.
—¡Hauser les ha dado órdenes de dejarnos pasar! —Tom sentía cómo temblaba el puente. El cable en llamas iba a ceder en cualquier momento.
—Hauser está muerto —dijo el teniente—. Ahora estoy yo al mando.
—¡El puente está ardiendo, por el amor de Dios!
En los labios del teniente se dibujó una sonrisa.
—Sí.
En ese preciso momento todo el puente se estremeció, y Tom, su padre y sus hermanos cayeron de rodillas. Uno de los cables se había partido y arrojó una lluvia de chispas al abismo mientras el puente se ondulaba bajo la tensión repentinamente liberada.
Tom trató de ponerse de pie y ayudó a sus hermanos a levantar a su padre.
—¡Tiene que dejarnos pasar!
El soldado respondió con una ráfaga de disparos por encima de sus cabezas.
—Morirán en el puente. ¡Esa es mi orden! ¡La Ciudad Blanca es nuestra ahora!
Tom se volvió; del centro del puente se elevaban humo y llamas avivadas por las corrientes ascendente de aire. Tom vio cómo un segundo cable empezaba a deshilacharse, arrojando trozos de fibra al aire.
—¡Esperad! —gritó, sujetando a su padre.
El cable se partió con un violento chasquido, y toda la superficie del puente cayó como un telón. Se aferraron a los dos cables que quedaban, luchando por sujetar a su debilitado padre. El puente se ondulaba de un lado a otro, como un muelle.
—Me da igual si son soldados o no —dijo Tom—, apártense de este puente.
Empezaron a avanzar por los dos cables que quedaban, apoyando los pies en el inferior y asiéndose con ambas manos al superior, ayudando a Broadbent a moverse.
El teniente y sus tres soldados dieron dos pasos hacia delante.
—¡Prepárense para disparar! —Se colocaron en posición y apuntaron.
Tom y su familia se encontraban a menos de ocho metros de ellos, de modo que los soldados los dispararían casi a bocajarro. Sabía que no tenían más alternativa que seguir avanzando hacia los hombres que estaban a punto de disparar.
El tercer cable se partió como un muelle, y el puente se sacudió con tanta violencia que casi los derribó. De pronto colgaba de un solo cable que se balanceaba de un lado para otro.
El teniente los apuntó con su arma.
—Van a morir —dijo en inglés.
Se oyó un golpe seco, pero no de su arma. Una expresión de sorpresa se traslució en su cara, y fue como si se inclinara de pronto ante ellos con una larga flecha saliéndole de la nuca. Eso provocó un instante de confusión en los demás soldados, y en ese preciso momento se elevó del borde de la selva un grito desgarrador, seguido de una lluvia de flechas. Los guerreros tara salieron en tropel de la selva y cruzaron la extensión llana, saltando, gritando y disparando flechas al aire. Los soldados que quedaban, cogidos desprevenidos en esa zona expuesta, arrojaron las armas en su aterrada prisa por huir y se vieron convertidos al instante en alfileteros humanos, alcanzados simultáneamente por docenas de flechas; se tambalearon como puercoespines ebrios antes de caer al suelo.