Busco en la guía telefónica. Falta la mitad, pero afortunadamente es la mitad que empieza por la M. Hay casi un centenar de Hunters. Dos de ellos son los Gemelos. Compruebo las iniciales y encuentro M. y E. Hunter en la misma línea. Tal vez vivían juntos. Si hacían el resto de cosas juntos, ¿por qué no tendrían que vivir juntos? Supongo que vale la pena echar un vistazo. Puesto que Botones no sabía su dirección, me figuro que Adrian tampoco debía de saberla. Y sin embargo, Adrian los encontró, lo que significa que no puede ser tan difícil. Es probable que los buscara en la guía telefónica. Probablemente vio las mismas iniciales y empezó por esos. Y yo decido hacer lo mismo.
Descuelgo el teléfono. Está pegajoso. Echo de menos mi móvil. Meto unas cuantas monedas por la ranura. Tengo que pegar el auricular a la oreja para contrarrestar el ruido de la música a todo volumen que sale de las puertas abiertas de los bares y de las ventanillas de los coches que pasan. Marco el número y no obtengo una respuesta inmediata, lo que interpreto como una buena señal, hasta que oigo algo que es una señal todavía mejor: salta un contestador automático.
—«Ha llamado a Ellis y Murray. En estos momentos no estamos en casa. Ya sabes cómo funciona esto, o sea que adelante, deja un mensaje si quieres.»
No me molesto a dejar ningún mensaje.
Empiezo a sentir cómo me sube la adrenalina. Ya casi son las dos y media y los coches tuneados ya se han retirado o se han averiado o están en otro tramo de avenidas, porque no encuentro más atascos. Conduzco ágilmente por las calles a unos veinte kilómetros por encima del límite establecido y veo un par de radares que se disparan a mi paso, pero como voy en un coche de policía sé que no me llegarán las multas. Los Hunter vivían en una parte de la ciudad en la que no hay coches desguazados frente a las casas. De hecho, es un barrio bonito en el que las casas no parecen tener más de diez años y por el que puedes conducir durante cinco minutos seguidos sin cruzarte con un precinto policial. Encuentro la dirección y veo que no hay ningún vehículo estacionado delante de la casa. Aparco el coche una manzana más allá, cojo una linterna y retrocedo a pie hasta el lugar en cuestión. El corazón me va a toda pastilla. Adrian tiene mi pistola, una Taser y quién sabe qué más. Lo primero que compruebo es la ventana del garaje. Hay un coche dentro, pero no es el de Emma Green y hay espacio para otro vehículo. No hay ninguna luz encendida dentro de la casa. Ilumino con la linterna la puerta trasera y me agacho frente al cerrojo. Utilizo una ganzúa de pistola. Solo tengo que pulsar el gatillo unas cuantas veces, un poco de pericia y treinta segundos son suficientes para poder entrar. Es más rápido derribar la puerta, pero esta parece mucho más robusta que la de la casa de Jesse Cartman y allí no necesitaba entrar silenciosamente. Entro en el vestíbulo. Oigo el «bip bip» de un contestador automático. Suena desesperado. Suena como si estuviera ansioso por revelar sus secretos. Utilizo la linterna para iluminarme el camino y ando con cuidado. En el salón hay fotos de Murray y Ellis Hunter, sin duda son los dos hombres que vi en la fosa. Hay una gran mancha de sangre en el centro del salón, con pelo y lo que podrían ser fragmentos de cráneo pegados. Hay más sangre frente a la puerta principal y marcas en la moqueta de que alguien fue arrastrado por el suelo.
Voy de habitación en habitación. Nada. Y nada que sugiera que Cooper Riley o Emma Green hayan estado aquí.
—Maldita sea —digo, le doy una patada a una pared y mi pie atraviesa la plancha de yeso. El polvo blanco cae sobre la moqueta desde el agujero. Parece cocaína y me recuerda a un caso en el que trabajé con Schroder hace cinco años; entramos de repente en una casa para hacer una redada y a un tipo se le cayeron las drogas sobre la moqueta por accidente. Se dejó caer de rodillas y empezó a esnifarlas para intentar ocultar pruebas. Lo que esnifó en unos pocos segundos a punto estuvo de matarlo.
¿Dónde demonios deben de estar Emma y Cooper? No hay más clínicas psiquiátricas abandonadas. Lo único que se me ocurre es que Adrian se esconda en la casa de otra víctima. Cierro la puerta trasera por si Adrian tiene previsto regresar. La esperanza de que vuelva por aquí es lo único que tengo. Después de todo, vuelvo a estar en la casilla de inicio y no tengo ni idea de dónde debe de estar encerrada Emma Green.
Pienso en lo que me ha contado Botones, en lo malos que eran los Gemelos. Sus palabras no habían dejado lugar a dudas de que los Gemelos habrían seguido haciéndole daño a la gente, probablemente incluso matando a más de uno. Empiezo a mirar a mi alrededor por la casa, sin saber exactamente lo que estoy buscando, pero sin dejarme nada, tampoco. Tal vez haya un álbum de recortes o algo. Enciendo el ordenador y leo los correos electrónicos. Compruebo el acceso al desván para ver si hay algo oculto ahí arriba, miro bajo la moqueta en los rincones de los cuartos y después de una hora buscando miro en los armarios a ver si hay alguna tabla del suelo suelta. Finalmente encuentro algo. Una caja de cartón. La abro. Dejo todo el contenido en el suelo, una cosa al lado de la otra. Un total de nueve carteras, todas con tarjetas de crédito, carnets de conducir y fotos de hijos y esposas, pero nada de dinero de efectivo. Tres de los nombres los reconozco de mis últimos años como policía, son nombres de personas que desaparecieron de la faz de la tierra. Hay otra que creo reconocer, pero no estoy completamente seguro.
El ordenador sigue encendido. Paso veinte minutos consultando el resto de los nombres a través de la base de datos en línea, junto con los que he reconocido. Hay nueve nombres y todos tienen su historia. Nueve hombres que desaparecieron después de la época en la que, según Botones, los Gemelos se largaron de Grover Hills. Nueve hombres a los que jamás llegaron a encontrar. Otro tipo de hombres, padres de familia, hombres solteros, un abogado, un fontanero, un par de tipos en paro. El más joven tenía diecinueve años; el mayor, cuarenta y cinco. Todos tienen en común un mismo destino fatal de acuerdo con la caja de cartón oculta tras las tablas del suelo del armario.
Botones ha dicho que los Gemelos se dieron cuenta por primera vez de lo que eran capaces de hacer cuando ese hombre acudió a ellos buscando venganza. Desde entonces pasaron varios años en Grover Hills utilizando la Sala de los Gritos como válvula de escape. Hasta que un día se largaron de repente. Debieron de construir una Sala de los Gritos propia. Seguro que tenían una, pero ¿dónde? Sin duda, aquí no. En esta parte de la ciudad, no. Ninguna de estas habitaciones podría evitar que un grito llegara a oírse desde fuera, y en un barrio como este, alguien habría llamado a la policía.
Entonces, ¿dónde? ¿Dónde diablos tenían la cámara de tortura? Y en caso de que estuviera dentro de una casa, ¿por qué no se trasladaban a vivir allí? ¿Por qué tendrían que traerse los recuerdos aquí? Porque esta es su casa. Tal vez estuviera más cerca de donde trabajaban. Y necesitaban tener los recuerdos cerca cuando no podían visitar su segunda residencia.
Vuelvo a repasarlo todo. Busco en su libreta de direcciones. Me detengo ante un nombre que reconozco. Edward Hunter. Fue a su padre, a quien apuñalaron mientras estuve encarcelado. Edward también era un recluso, pero no duró mucho más después del incidente. Edward fue sentenciado por haber matado a dos tipos. Su padre Jack había sido condenado veinte años antes por haber matado a once prostitutas. ¿Tanta relación tienen con Ellis y Murray? ¿Hay algún rasgo familiar que hiciera que esos hombres desearan hacerle daño a la gente?
Reviso el resto de la libreta de direcciones. Salgo a inspeccionar el coche del garaje y miro a ver si tiene GPS, por si tiene alguna ubicación marcada, pero no hay más que un mapa y no tiene ni círculos ni cruces dibujadas. Busco por unos archivadores y cajas llenas de facturas. Encuentro declaraciones de renta, pero solo consta esta dirección. Si tienen alguna otra propiedad en algún otro sitio, aquí no hay constancia de ello. Si están pagando la electricidad de otra casa, las facturas deben de mandarlas ahí.
Hay una Sala de los Gritos en alguna parte, tal vez en una cabaña en medio del bosque, tal vez es una casa con un sótano insonorizado. En cualquier caso, no hay nada aquí que pueda indicarme dónde se encuentra.
Tiene que estar en alguna parte. Es inherente a ellos. Una Sala de los Gritos es lo que los hizo ser lo que eran.
Y me pregunto si Edward Hunter podría haber sabido dónde está.
De repente me enfrento a un muro de agotamiento. Son casi las seis y media y cuando me marcho de la casa de los Hunter ya está amaneciendo. El trayecto de vuelta a casa es lento. La culpa no es del tráfico, las calles están vacías, sino de la fatiga, que intenta convencerme de que lo mejor que podría pasarme es que chocara contra una farola y me quedara dormido.
Hay coches patrulla y precinto policial fuera de mi casa, olvidé por completo que se suponía que no podía volver. Cambio de coche, vuelvo a coger el de alquiler y me dirijo al motel más cercano que encuentro, un lugar que parece aceptable a la tenue luz del amanecer. Puesto que el rótulo de neón que anuncia que hay habitaciones disponibles solo tiene dos letras estropeadas, no creo que sea un mal sitio. El empleado que hay tras el mostrador está dormido cuando entro por la puerta, pero se despierta enseguida para atenderme. Le tiendo la tarjeta de crédito y cinco minutos más tarde me encuentro en una habitación que huele a cera para muebles. Llamo a casa y compruebo los mensajes del contestador. Tengo cuatro. Uno de mis padres, los otros tres de Donovan Green. Me dice que ha estado intentando ponerse en contacto conmigo toda la noche pero el teléfono móvil que me dio está desconectado. Imagino que Schroder debe de estar durmiendo, por lo que en lugar de despertarlo llamándolo al móvil, llamo a la comisaría de policía y dejo un mensaje para él. Le doy la dirección de los Hunter y le hago un pequeño resumen de lo que encontrará allí. También le digo que mande a alguien a vigilar a Jesse Cartman. No llamo a Donovan Green.
Pongo el despertador a las ocho en punto, para lo que falta poco más de una hora. No me molesto a desnudarme. Simplemente me quito los zapatos, me tiendo en la cama y miro hacia el techo mientras pienso en lo que debe de estar haciendo Emma Green en este mismo instante.
La salida del sol es algo que le gustaría volver a ver. La próxima vez, sin embargo, espera no sentir tanto dolor. Ha dormido un poco durante la salida del sol y bastante más antes de que saliera; las horas previas han desaparecido en una neblina de sueños en los que ha visto a su madre y a su otra madre, en los que incluso ha visto a su padre antes de que desapareciera de su vida, cuando Adrian aún estaba en la escuela primaria y abandonó a su familia como hacen algunos hombres cuando se les ofrece la posibilidad de empezar una vida más simple con la secretaria.
Ha visto la parte buena del alba. El cielo se ha iluminado y por un momento parecía como si al sol no le apeteciera salir, como si algo lo retuviera, alguna entidad que deseaba que este día naciera entre tinieblas. Entonces se ha asomado ligeramente por el horizonte, se ha alzado por encima de los campos que se extendían hasta donde le llegaba la vista, ha vertido su luz dorada sobre la mañana, ha aportado su calidez al instante y ha despertado al mundo con ella. Enseguida se ha dejado ver por completo y lo que antes lo retenía ahora lo empujaba hacia delante y luego hacia arriba y creaba las largas sombras de los árboles. Ha vuelto a dar una cabezadita un poco después, pero sin llegar a dormirse del todo, el picor en la pierna le ha impedido sumirse en un sueño profundo.
El sol ya ha superado las copas de los árboles y las sombras son más cortas cuando vuelve a entrar. Nota que le sigue doliendo la pierna al caminar, aunque ha mejorado desde que se ha aplicado crema. El trozo de gasa que se había colocado encima se le ha pegado a la herida y cuando tira de ella oye como si se desgarrara algo y le duele mucho, por lo que deja de tirar. Tendrá que quitársela de algún modo y cambiársela para que se le cure de una vez. No puede perder la pierna. Vuelve a revolver el botiquín con la esperanza de que la luz del día le revele algo que no hubiera visto a oscuras, pero no hay nada. No comprende para qué sirven la mitad de las cosas y hay un par de dentaduras postizas en uno de los estantes que tienen un aspecto inquietante, con motas de moho y pelusas en las encías. Supone que tendrá que ir a la ciudad en coche en algún momento del día para comprar provisiones. Hay algo de comida en el frigorífico, algo de su madre, algo de los Gemelos, pero no la suficiente para pasar unos días, aunque es fantástico poder disponer de un frigorífico con electricidad. Hay un hecho que se va imponiendo poco a poco y es que no puede permitirse mantener muchas piezas de colección al mismo tiempo. Hoy tendrá que ocuparse de la madre de Cooper, y también de la chica. Al fin y al cabo no ha sido tan malo que finalmente no pudiera conseguir a Theodore Tate.
Coge unos pantalones cortos y una camiseta y va descalzo hasta la cocina. En el frigorífico hay el zumo de naranja que se llevó de la casa de los Gemelos, además de unos cuantos huevos frescos y el pan que se llevó de la casa de su madre, que ya no está en muy buen estado. Cuando llegó ya había algo de comida, pero era sobre todo comida basura, como bolsas de patatas fritas y bebidas con gas de las que no le permitían beber cuando era pequeño y que ahora tampoco quiere tomar. Se sirve un poco de zumo de naranja, mete una rebanada de pan en la tostadora y se pone los pantalones cortos mientras espera a que salte la tostada. Se sienta a la mesa de la cocina y lee el periódico que ayer le dio a Cooper. Descubre el nombre de la chica que encontró anoche. Emma Green. Lee un artículo sobre la pena capital, sobre lo que está bien y lo que no acerca del tema y está de acuerdo con ambas partes. Los Gemelos merecían morir por lo que le habían hecho a algunas personas, pero Adrian no merece morir por lo que les hizo a los Gemelos. Pero si así fuera y lo mereciera, ¿los encargados de llevar a cabo las ejecuciones de los presos no serían también asesinos? ¿No los arrestarían, los meterían en la cárcel y los pondrían a la cola de la silla eléctrica? ¿Hay sillas eléctricas en Nueva Zelanda? No sabe cuándo se libraron de la pena de muerte en Nueva Zelanda, si llegó a ser vigente alguna vez y, en caso de que así fuera, cómo ejecutaban a los reos. Probablemente con un pelotón de ejecución. No todos los asesinos son monstruos. Algunos tienen motivos para matar.