El coleccionista (22 page)

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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
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En este momento necesita comprender a Adrian y, si consigue que esa chica se despierte, debe conseguir que ella entienda lo que está ocurriendo.

—Eh —dice, lo suficientemente alto para ser oído, pero no para que ella lo oiga. Golpea la puerta pero el resultado es el mismo. Adrian ha dicho que tardaría media hora. El tiempo apremia. Durante veinte minutos intentará ser precavido. Cooper golpea la ventana. Necesita que la chica se despierte y que lo haga ahora.

Y se despierta.

Lentamente.

Mantiene los ojos cerrados, pero poco a poco se lleva las manos a la cara para palpársela. Parece despertar de un sueño muy profundo, probablemente una pesadilla. Tiene la piel llena de rojeces y la cara colorada, excepto por las manchas grisáceas que tiene bajo los ojos. Sus manos exploran la pajita que le sale por la boca. Tira de ella suavemente pero no consigue sacarla. Por primera vez se da cuenta de que tiene los labios sellados con pegamento. La llama de nuevo, pero no responde. De hecho, le parece que la chica ha vuelto a perder el conocimiento. Ya no mueve los dedos y ha dejado caer las manos sobre el suelo. Tarda dos minutos que a Cooper le parecen una hora en volver a moverse. Se frota los ojos lentamente y luego los abre. Él se da cuenta de que la chica mira a su alrededor pero que no consigue fijarse en nada. Cooper golpea el cristal y ella mira en dirección a él, pero no repara en su presencia.

Le quedan dieciocho minutos.

—Señorita, eh, señorita, despierte, despierte. Por favor, tiene que despertarse.

Cooper ve cómo mueve la mandíbula para intentar hablar. A continuación es testigo de cómo la chica vuelve a recordarlo todo y se ve sobrecogida por las emociones. Se le tensan los músculos de la cara, abre más los ojos, las manos se palpan el rostro más rápido que antes e insisten sobre todo en los labios cuando finalmente se echa a llorar. Se incorpora hasta quedar sentada en el suelo y echa una ojeada a la habitación antes de agarrar el borde del vestido y tensarlo para contemplarlo durante unos segundos. Al cabo se fija en él. Su mandíbula vuelve a moverse y a Cooper le da la impresión de que intenta gritar. Aparta la mirada de él y su cabeza se detiene en dirección a la librería, la linterna proyecta su sombra sobre los libros y trofeos y Cooper está seguro de que estaría a punto de gritar de nuevo, si pudiera hacerlo.

—Tranquila, tranquila —dice Cooper con las manos en alto, a pesar de que ella no puede verlas—. Todo irá bien. Voy a ayudarte.

Ella apoya las palmas de la mano contra el suelo y empuja para alejarse más de él. Viendo a través de la ventanilla de la celda a esa chica con los labios pegados con cola, Cooper tiene la sensación de estar viendo una película muda.

—Por favor, por favor, no pretendo hacerte daño —dice—. Estoy de tu lado, estoy en la misma situación que tú.

Dieciséis minutos. Tal vez más.

La chica se pone de rodillas. Las tiene magulladas y se le magullan aún más cuando intenta ponerse de pie. Pierde el equilibrio, cae hacia delante y Cooper oye un crujido procedente de la muñeca de la chica ante el que no puede evitar estremecerse. Ella empieza a llorar de nuevo. Otro minuto perdido.

—Por favor, ¿puedes abrir la puerta? —pregunta—. ¿Hay algún pestillo? ¿O una cerradura?

Ella no lo mira. Se sostiene el brazo contra el pecho y se acurruca hasta quedar en posición fetal. Está perdiendo el tiempo y Cooper cada vez siente más frustración. Incluso rabia. Le gustaría poder salir de la celda para sacudirla. Esa chica echará a perder esa oportunidad y eso le costará la vida, y a él también; si como mínimo se centrara, si pudiera controlarse… ¡Dios, ojalá pudiera pegarle un bofetón!

—Vamos a morir aquí dentro si no empiezas a ayudarme de una vez —le dice, pero ella no le escucha. Atendiendo a la necesidad desesperada de hacer algo, por instinto, Cooper se da la vuelta y contempla su celda para intentar encontrar algo que pueda servir de ayuda, pero por supuesto no hay nada, tan solo un colchón raído, una cama con somier de muelles y un cubo con sus vómitos y su orina que hoy huele aún peor que ayer. Vuelve a mirar por la ventanilla. Ella no se ha movido.

«Calma. Pasito a pasito.»

Cooper respira hondo.

—Me llamo Cooper —dice, mientras aprieta los puños por debajo de la ventanilla, donde ella no puede verlos. Intenta sonreír, pero el intento se queda en una mueca. Debe volver a los fundamentos, debe volver a primero de psicología—. Apuesto a que tu familia estará preocupada por ti —dice—. Mi familia está preocupada por mí. Ayúdame a ayudarte y podremos verlos de nuevo. ¿Puedes abrir la puerta? Por favor, por favor, mira la puerta.

Ella levanta la mirada hacia él. Parece que finalmente se da cuenta de que si ella está prisionera allí dentro y él también, entonces están en el mismo lado. Tensa la mandíbula y su mirada se despeja y por primera vez desde que se ha despertado parece consciente de sí misma.

Quedan doce minutos.

—Debemos actuar rápidamente —dice él—, antes de que el tipo que nos encerró vuelva. Debes ayudarme, entonces podré ayudarte yo a ti. Te prometo que saldremos de aquí.

Ella observa la habitación en la que se encuentra y Cooper tiene la impresión de que la está viendo por primera vez. Da una vuelta sobre sí misma y se detiene mirando directamente hacia él.

—La puerta. ¿Puedes abrirla?

Ella asiente, pero no se mueve.

—Debemos darnos prisa —añade—, y no podemos hacer mucho ruido.

Ella da un paso hacia él, luego otro, hasta que finalmente se encuentra justo al otro lado del cristal. Cooper sigue esperando que la chica se dé la vuelta en cualquier momento y caiga hecha un ovillo de nuevo, pero eso no llega a suceder. Ella lo mira a través de la ventana e intenta ver algo en la penumbra. Él se aparta un poco para que pueda ver mejor la celda, pero la luz de la linterna no la ilumina lo suficiente. De cerca, Cooper ve que tiene la cara hundida, que parece exhausta y desnutrida y que tiene ampollas alrededor de la boca. Como mínimo le parece que son ampollas.

—Puedo encontrar algo para quitarte el pegamento —dice, intentando mantener un tono de voz bajo y calmado, sin indicios de pánico, sin señales que revelen que desea desesperadamente que ella se dé prisa de una puta vez—. No te dolerá, te lo prometo.

Ella vuelve a asentir y baja la mirada hacia la puerta. Sigue presionando la muñeca herida bajo la axila opuesta mientras manipula algo con la mano que le queda libre. Se oye el chirrido de algo metálico que gira, un cerrojo, imagina Cooper. Se resiste, tiene que intentarlo unas cuantas veces hasta que finalmente consigue deslizarlo y abrirlo. La puerta se abre con un crujido. Él apoya una mano y empuja mientras piensa que ha sido demasiado fácil, pero luego piensa que tiene que ser fácil cuando la persona que te ha encerrado tiene la capacidad mental de un mocoso.

Quedan diez minutos.

La puerta se abre. Cooper sale al sótano. El aire es igual de frío a este lado de la puerta. Ella intenta liberarse cuando él la toma entre sus brazos y la abraza.

—Gracias a Dios —susurra, y siente el impulso de ponerse a sollozar sobre el cuello de ella, pero decide apartarse—. No voy a hacerte daño —dice, agarrándola por los hombros.

Ella, al parecer, no le cree.

—Tenemos que encontrar algo que podamos utilizar como arma —dice Cooper mientras se dirige hacia la librería. No había podido verla bien desde la ventana de la celda, pero hay una larga historia en esos estantes, incluyendo un par de cuchillos que proceden de su casa. Coge el más grande, es una faca tosca que hace cuarenta años perteneció a un tipo que apuñaló a sus propios padres, una faca tosca que compró en una subasta por poco menos de doscientos dólares. Ahora mismo esa faca no tiene precio para él. Le hace sentir tan poderoso como debió de sentirse su anterior propietario. Ve su maletín en el suelo. Se arrodilla, hace saltar el cierre, que funciona, y lo abre. El interior está completamente revuelto. Hurga entre el contenido con los dedos.

Falta la cámara.

Si se le cayó cuando soltó el maletín y si la tiene Adrian…

Eso lo cambia todo.

Vuelve a cerrar el maletín. Recoge la linterna y se dirige hacia las escaleras. Aunque hace unos minutos estaba golpeando la puerta, ahora se desespera por hacer tan poco ruido como sea posible. En un mundo lejos de este, su casa se ha convertido en cenizas, su vida ha quedado arruinada, pero no habría nada peor que quedarse encerrado aquí dentro para siempre. La puerta del sótano probablemente estará cerrada con llave, pero comparado con la celda incluso en ese sótano se siente libre. Si está cerrada con llave, se limitará a esperar a ese lado de la puerta hasta que Adrian vuelva. No ve otra salida, se ve obligado a matar a su captor. Tiene que hacerlo. Si no lo hace, el riesgo será demasiado grande. Matará a Adrian y la policía lo tratará con severidad. Lo único que sabe con toda seguridad es que la policía muestra un celo excesivo con los detenidos, sean cuales sean las circunstancias. Ya lo ha visto otras veces. Ha visto cómo encierran a hombres sabiendo que eran inocentes e incluso se han demostrado casos en los que se habían amañado pruebas para conseguir una detención.

Matará a Adrian, le salvará la vida a esa mujer y acabará en la cárcel.

Se detiene antes de acabar de subir las escaleras.

La policía será un problema.

Y la cámara, un problema aún mayor.

Sigue subiendo las escaleras. Se agacha y acerca la cabeza a la puerta, pero no oye nada al otro lado. Hay tantas posibilidades esperándole ahí fuera…

La chica se halla dos escalones por detrás de él. Parece no estar segura de lo que está a punto de ocurrir.

En última instancia es el hecho de que le falte la cámara lo que le hace decantarse por sí mismo. Si la hubiera encontrado en su maletín, las cosas podrían haber seguido otro cauce. Es una lástima, porque realmente le estaba muy agradecido a la chica por la ayuda que le había brindado.

Aún le quedan ocho minutos. Eso es mucho tiempo.

—Debería contarte algo antes de que abra esta puerta —dice—, porque hasta ahora no he sido completamente sincero contigo.

23

Estoy fuera del despacho de Cooper, repasando el expediente de Melissa mientras espero a que llegue Schroder. Aunque ya no es Melissa X. Es Natalie Flowers. Tenía diecinueve años cuando se matriculó en la Universidad de Canterbury. Pasó dos años estudiando aquí antes de decidirse por la psicología, disciplina que estudió durante tres años antes de especializarse en psicología criminal, momento en el que empezó a asistir a las clases de Cooper Riley. Cuando solo llevaba un mes y medio asistiendo a sus clases, las dejó. En esa misma época, Cooper Riley se ausentó cinco semanas del trabajo. Hago las cuentas. En el vídeo que vi, Melissa X tendría unos veintiséis años. Parecía algo mayor, pero puede que aparente más años de los que tiene.

Me canso de esperar en el vestíbulo, la pierna me duele de tanto andar y al final decido que no le haré daño a nadie si le espero dentro del despacho de Cooper. Me siento frente a la mesa y reviso lo más fundamental, abro los cajones e intento fijarme en todo lo que encuentro. Voy mirando también hacia fuera, puesto que tengo una visión privilegiada del pasillo que lleva hasta el departamento de psicología. Tendré tiempo de salir cuando vea llegar a Schroder. Muevo el ratón del ordenador y se activa la pantalla. El fondo de escritorio muestra una isla rodeada de aguas cristalinas que Cooper debe de haber soñado visitar. Navego por los archivos pero no encuentro nada interesante. No hay nada personal, solo cosas relacionadas con su trabajo. Echo una ojeada a algunos de los temas que Cooper imparte y veo que son cosas muy macabras, ese tipo de cosas que provoca pesadillas a la gente buena y sueños húmedos a la gente mala. Busco alguna mención a Natalie Flowers pero no hay ninguna.

Contemplo la fotografía de Natalie el día que se matriculó aquí, intento imaginar qué tipo de ideas debían de pasar por su cabeza por aquel entonces, me pregunto si conocía a la persona en la que se convertiría, o si aquella Natalie era una chica completamente distinta. La imagino sentada frente a la cámara igual que haría Emma Green unos años más tarde, las dos sonrientes, la cámara dispara, el flash las ilumina, y luego el fotógrafo diciendo «siguiente» mientras la imagen quedaba almacenada en una…

«¡Tarjeta de memoria!»

¡Dios, lo había olvidado completamente!

Busco en mi bolsillo y ahí está, la tarjeta de la cámara que encontré frente a la casa de Cooper. La introduzco en el ordenador y este ronronea unos segundos mientras intenta leerla. Con un poco de suerte, tendrá una foto del tipo que se lo llevó. O habrá una ubicación, o al menos algo que podamos utilizar para descubrir su paradero. Aparece un nuevo icono, hago «clic» sobre él para abrir los archivos y el proceso se desarrolla lentamente. Pulso sobre el primero de ellos y tarda unos diez segundos en abrirse, el ordenador dibuja la imagen desde arriba, el resto va apareciendo centímetro a centímetro. El segundo archivo se abre mucho más rápidamente a medida que el ordenador le va cogiendo el tranquillo. Solo hay esas dos imágenes, voy pasando de una a otra cuando de repente la puerta se abre y entra Schroder.

—Dios, Tate, ¿cómo demonios has entrado?

—Emma Green —digo, y aparto mi silla del ordenador. A pesar del calor que hace en el despacho y de que empiezo a sudar, siento un escalofrío—. Dios, Carl —digo con la boca seca de repente—. Creo que Emma Green aún está viva.

—Mira, Tate, no puedes…

—Por una vez, Carl, hazme caso y cállate —le digo y, efectivamente, me hace caso—. Mira. —Señalo la pantalla con la barbilla. Schroder rodea el escritorio y lo observo mientras observa las fotografías. Lo único que se oye en el despacho es el ruido que emite el ventilador y algún que otro «clic» del ratón. Fuera se oyen risas y gritos de estudiantes. Schroder está inclinado hacia delante, con las manos sobre la mesa y las mangas de la camisa remangadas, por lo que veo con claridad que se le pone la carne de gallina. Niega con la cabeza lentamente y yo lo imito. Me levanto y Schroder ocupa la silla. Me acerco a la ventana y observo a los estudiantes que están tomando el sol, todos rozando los veinte años por arriba o por abajo, todavía con tantas cosas por aprender, aunque en el mundo real hay algunas que espero que no tengan que ver jamás. Dice el refrán que una imagen vale más que mil palabras. A juzgar por lo que estamos viendo, no creo que haya un refrán más cierto. Lo que no nos cuentan es el final.

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