El coleccionista de relojes extraordinarios (13 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: El coleccionista de relojes extraordinarios
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—¿Yo? ¿Por quién me tomas? ¡Como si no tuviese otra cosa mejor que hacer!

El duende parecía ofendido, y Jonathan optó por esperar a que se calmase un poco.

—¡Noooo, chico, yo vendo objetos raros, no los fabrico! Pero conozco a un tipo que tenía tanto tiempo libre que se dedicaba a inventar cosas como estas, luego no sabía qué hacer con ellas, de modo que me las traía... y así surgió mi tienda.

—¿Dónde puedo encontrar a ese hombre?

—Yo no lo llamaría exactamente «hombre»... pero creo que vive en un ático.

—¿En la Ciudad Oculta?

—¡Basta de cháchara! —estalló de pronto el duende—. ¿Vas a comprar algo o no?

Ya no parecía tan amigable, y Jonathan retrocedió un paso. El duende se balanceaba sobre el canto del mostrador, como si estuviese dispuesto a saltar sobre el muchacho en cualquier momento. Sus ojos tenían un brillo siniestro, y enseñaba todos los dientes.

—Me... me parece que no —balbuceó Jonathan—, Siento haberle hecho perder el tiempo.

—¡Tiempo es lo que te llevas, y debes pagarlo! —exigió el duende, señalando acusatoriamente a Jonathan con un dedo huesudo—. ¡Dame tu reloj-puerta!

Jonathan se llevó la mano al medallón.

—No puedo —dijo—. Necesito encontrar el reloj Deveraux.

El duende rechinó los dientes y saltó sobre él.

Jonathan ya estaba en la puerta. La abrió —el grajo mecánico volvió a graznar— y salió corriendo, sin detenerse a mirar si el duende lo perseguía.

Oyó sus chillidos a su espalda durante largo rato. Por fin, la oscuridad se lo tragó.

En aquellos momentos, Bill Hadley se hallaba en la jefatura de policía de la Ciudad Antigua, armando un escándalo considerable. Uno de los agentes, que chapurreaba un poco de inglés, había creído entender en sus confusas explicaciones que Hadley debía encontrar un reloj antiguo antes del amanecer, y que esta era la razón por la cual había despertado a todo el convento aporreando la puerta, y que después había tratado de sobornar a las monjas con un fajo de billetes para que le dejasen examinar los valiosos objetos de la exposición.

El agente estaba desconcertado. Habían arrestado a Hadley por escandaloso y alborotador, pero daba la sensación de que lo que necesitaba era una larga estancia en un manicomio.

—¡No se haga el gracioso conmigo, agente! —vociferaba Bill Hadley, con el rostro completamente colorado—. ¡Usted no sabe quién soy yo! ¡Podría comprar toda esta maldita ciudad, así que déjeme salir de aquí antes de que ponga en acción a todos mis abogados!

—Oh, otro loco de esos —dijo un policía de mayor edad, cuando el otro le contó lo que pretendía aquel americano chiflado—. ¿Cuánto tiempo hacía que no venía nadie preguntando por ese reloj, Rodríguez?

—Más de siete años —respondió Rodríguez, que sería solo un poco más joven que su compañero—. Pero ninguno había armado tanto escándalo, que yo recuerde.

Hadley seguía vociferando, ajeno al hecho de que los policías lo miraban como si fuese un piojo. Entonces algo se restregó contra su pierna. Hadley se calló y miró abajo.

Era un gato negro.

—Fuera de aquí —gruñó, lanzándole una patada.

Pero el gato no solo no se fue, sino que saltó a su regazo y se acomodó allí. Hadley se lo sacó de encima y se dispuso a seguir increpando al policía, cuando vio que el gato había dejado algo sobre sus rodillas.

—¿Qué es esto?

Un medallón viejo, o algo parecido. Hadley lo cogió con curiosidad.

Y, entonces, todo a su alrededor cambió.

Capítulo 10

J
onathan oyó de nuevo los ladridos de los perros. Aunque sabía que le bastaba con soltar el reloj-puerta para escapar de ellos, esperaba no tener que hacerlo, puesto que no quería desprenderse del amuleto por si luego no volvía a encontrarlo.

Estaba confuso, y la proximidad de los perros infernales no contribuía precisamente a aclarar sus ideas. Emma le había hablado del Hacedor de Historias, pero el duende le había dado una pista sobre alguien que podría ser el Mago del que hablaban las cartas del tarot.

Seguía vagando sin rumbo, con precaución, cuando oyó aullidos en una calle cercana. Se disponía a dar media vuelta, pero una voz conocida lo retuvo donde estaba:

—...pero vais a dejarme bajar, ¿sí o no?

El corazón de Jonathan dio un brinco y comenzó a latir más deprisa. Él mismo se sorprendió de su propia reacción. Había llegado a creer que no volaría a ver nunca más a la chica de las trenzas pelirrojas, y hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo mucho que la había echado de menos.

Se obligó a sí mismo a controlarse y a mantener la calma. Se asomó cautelosamente tras la esquina.

Lo que vio lo dejó helado.

Dos de aquellos enormes perros aullaban al pie de un muro. No parecían haber detectado la presencia de Jonathan; estaban más interesados en la figura menuda y colorida que se hallaba sentada sobre el muro, con los pies colgando y gesto aburrido.

—¡Emma! —susurró el chico para sí mismo, horrorizado.

Creía que había hablado en voz baja, pero de pronto los dos perros se callaron y se volvieron hacia él.

—¿Jonathan? —dijo Emma—. Te he estado buscando. ¿Dónde te habías metido?

Los ojos de Jonathan estaban fijos en los perros, y no respondió. Las dos bestias se habían vuelto hacia él y le gruñían por lo bajo, mostrando todos sus dientes.

—Yo los entretendré —susurró por fin, sin dejar de mirar a los perros—. Aprovecha para escapar.

—Pero, Jonathan...

Emma no parecía comprender la gravedad de la situación, se dijo Jonathan desesperado. Seguía sentada sobre el muro, observando la escena con más curiosidad que preocupación.

—Jonathan, no van a hacerme daño —explicó ella—. Te buscan a ti y al otro intruso. No a mí. Yo vivo aquí, ¿recuerdas?

Jonathan no había apartado la mirada de los perros en ningún momento, pero esta vez no pudo evitarlo: con un ágil movimiento, Emma saltó del muro y aterrizó junto a los perros, que no repararon en ella.

—¿Lo ves? —dijo Emma.

Jonathan pensó que el comportamiento de ella era demasiado absurdo. Y además, ahora que la veía más de cerca, había en ella algo que no cuadraba... Abrió la boca para decir algo, pero en aquel mismo momento, los perros se lanzaron hacia él.

Jonathan dio media vuelta y echó a correr. Mientras corría, oyendo a los perros cada vez más cerca, trataba de quitarse el reloj-puerta, que todavía llevaba colgado al cuello. Justo cuando sentía en la nuca el nauseabundo aliento de aquellas bestias, la cadena se desprendió por fin.

Jonathan la dejó caer al suelo.

Los perros desaparecieron de pronto. También la calle en la que se encontraba pareció cambiar en algunos detalles. Jonathan se sentó, temblando, en el suelo, cerca del reloj-puerta, para no perderlo de vista. No quería volver a cogerlo, de momento. Esperaría un rato, hasta que los perros se alejasen, y entonces regresaría a la Ciudad Oculta.

Apoyó la espalda en la pared y respiró hondo. El sonido de una motocicleta en alguna parte de la ciudad terminó de traerle de vuelta al mundo conocido.

No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció allí. Diez minutos, quince, tal vez media hora. Hasta aquel momento no había sido consciente de su propio cansancio y, ahora que se sentía relativamente a salvo, se daba cuenta también de que estaba agotado.

Además, su corazón se debatía entre el deseo de correr a buscar a Emma y el horror que le inspiraban aquellas bestias implacables. Y el hecho de haber visto a la chica tan cerca de los perros no contribuía precisamente a aclarar sus ideas. Aquella imagen de Emma, de pie entre los perros, lo inquietaba sin que llegase a entender por qué.

Entonces alguien entró en la calle, corriendo, y Jonathan alzó la cabeza, alerta, a la vez que se movía hacia la derecha para ocultar con su cuerpo el reloj-puerta, sin llegar a rozarlo, pero lo bastante cerca como para poder alcanzarlo y huir a la Ciudad Oculta en caso de necesidad.

El recién llegado se detuvo ante él y lo miró. Jonathan le devolvió la mirada. El otro, al reconocerlo, abrió los ojos desmesuradamente.

—Tú —susurró—. Has vuelto.

Se trataba de Nadie, pero parecía aterrorizado. Estaba muy pálido, jadeaba y tenía la frente cubierta de sudor. Se lanzó hacía Jonathan, implorante, y sollozó:

—¡Por favor, necesito una Puerta! ¡Por favor, ayúdame a regresar! ¡Si no lo hago, estoy perdido!

—Tú tenías una Puerta —replicó Jonathan, apartándolo—. ¿Qué ha sido de ella?

—La... la he perdido —gimió Nadie, retorciéndose las manos—. ¡Me la ha robado un maldito gato negro! ¿Puedes creerlo? ¡Ha saltado sobre mí desde la oscuridad y me la ha arrancado del cuello!

Jonathan ladeó la cabeza. Se sentía seguro en la Ciudad Antigua y no quería dejarse llevar por el histerismo de Nadie.

—¿Por qué quieres volver a la Ciudad Oculta? —le preguntó con calma—. Es muy peligroso, ¿sabes? Está llena de un montón de perros que atacan a todos los intrusos.

La serenidad de Jonathan pareció hacer mella en Nadie, que se tranquilizó un poco y se sentó junto a él.

—Estoy enfermo —le confesó—, y mi mal es incurable. Según los médicos, debería haber muerto hace ya meses, pero no me resigné, ¿entiendes? Soy joven y me queda aún mucho por hacer. Cuando los más prestigiosos médicos me dieron por desahuciado, consulté a magos, videntes, curanderos y charlatanes. Me relacioné con alquimistas varios y busqué en vano la Piedra Filosofal. Recorrí medio mundo persiguiendo el manantial del Agua de la Vida, mientras la enfermedad corroía mis entrañas y la Muerte acechaba mis pasos. Sí, llevo huyendo de ella desde hace mucho tiempo. Le di esquinazo en Samarkanda, la burlé en Teotihuacán, escapé de ella en la Antártida y por poco me alcanzó en el Kilimanjaro. Pero nunca lograba perderla de vista.

»Entonces oí hablar de la Ciudad Oculta. La ciudad de los inmortales.

»Investigué todo lo que pude y logré hacerme con un reloj-puerta. Llegué hasta aquí con mis últimas fuerzas. Puede que incluso ya esté muerto, ¿sabes? Pero la Muerte no tiene poder en la Ciudad Oculta, porque actúa en otro ritmo de tiempo, en el plano del tiempo en el que se encuentra el mundo tal y como lo conocemos, ¿entiendes?

Jonathan asintió.

—Hace un rato he visto a una adivina —dijo—. Me ha echado las cartas del tarot, y ha salido la Muerte, y también un individuo al que llaman el Colgado. Me han explicado que es alguien que no puede avanzar porque tiene una cuenta pendiente, algo que dejó a medio hacer. Emma dijo que el Colgado eras tú.

Con un bufido, Nadie preguntó:

—¿Qué insinúas?

—Dices que quieres hacer muchas cosas, que eres joven para morir, pero vas a pasarte el resto de tu vida huyendo de la Muerte, así que, después de todo, no vas a hacer nada. Estás estancado en un punto del camino. No puedes retroceder. Y solo puedes avanzar hacia la Muerte.

Nadie se levantó de un salto.

—¡No hablarías de esa manera si fueses tú el que sabe que va a morir!

—Sé que me ronda la Muerte esta noche —dijo Jonathan, tranquilo—. Y sé cómo puedes obtener la inmortalidad, pero el precio es alto.

Nadie se acercó a él, ansioso.

—¿Me lo dirías?

Jonathan calló y lo miró de hito en hito. Finalmente, dijo:

—No vale la pena, ¿me oyes?

—Eso lo decidiré yo. Dime, ¿cómo puedo conseguir la inmortalidad?

Jonathan suspiró, y dejó su mirada prendida en las estrellas.

—En la Ciudad Oculta hay demonios que te ofrecen los relojes de arena que posee la Muerte.

Nadie se envaró.

—¿El reloj de arena de tu vida? ¿Y cómo logran arrebatárselo a la Dama?

—No tengo ni idea. Pero te dan tu reloj a cambio de algo. Pequeños favores, o algo así. No me he quedado a pedir más explicaciones.

—¿No? Pues eres estúpido.

—No lo creo. No creo que sea peor la Muerte que depender el resto de tu vida de los caprichos de un demonio, ¿o sí?

—Es tu opinión, pero seguro que cambiarías de idea si estuvieses en mi lugar. Bien, yo prefiero vivir, sea como sea. ¿Cómo puedo llegar hasta ese demonio?

—Si caminas por la Ciudad Oculta, imagino que tarde o temprano te saldrá al paso. Pero créeme, no es buena idea. ¿Te he hablado ya de los perros?

—Sí, lo has hecho —Nadie lanzó una mirada nerviosa por encima de su hombro—. Por favor, ayúdame a volver. He viajado por todo el mundo en busca de una oportunidad como esta. Daría cualquier cosa por seguir viviendo.

Jonathan se separó un poco de él. Muy lentamente, mirándolo a los ojos, se apartó de la pared.

El reloj-puerta relucía misteriosamente a la luz de la farola, en el suelo, junto a él. Nadie ahogó un grito y alargó la mano para cogerlo.

—Los dos a la vez —le advirtió Jonathan, deteniéndolo—. A la de tres.

Ambos cruzaron una mirada.

—Una... —empezó Jonathan—, dos... ¡tres!

Tocaron el reloj exactamente al mismo tiempo.

El salto fue instantáneo y, como en las demás ocasiones, Jonathan apenas se percató de él. La calle parecía la misma, pero estaba mucho más oscura, porque no había farolas iluminándola.

Y había otro detalle que las diferenciaba, un detalle especialmente aterrador.

Uno de los perros infernales se hallaba en medio de la calle, frente a ellos. Los miraba fijamente con sus ojos rojos y ardientes como el mismo averno, y gruñía por lo bajo.

Antes de que ninguno de los dos lograra moverse, el perro saltó sobre ellos con un gruñido. Jonathan gritó y soltó el reloj-puerta instintivamente.

El perro desapareció.

En su lugar había una figura oscura y esbelta que caía sobre ellos a la velocidad del relámpago. La luz de la farola iluminó un rostro pálido y frío como el alabastro y unos insondables ojos negros. El filo de una enorme espada relució un momento ante Jonathan, que gritó de nuevo mientras la Muerte descargaba su arma sobre él.

Jonathan cerró los ojos y oyó un silbido.

Después, silencio.

El chico abrió de nuevo los ojos, lentamente. La Muerte seguía frente a él, firme y serena como una diosa. Había bajado la espada, y su indescifrable rostro marfileño estaba vuelto hacia algo que había detrás de Jonathan. El muchacho se giró y vio a Nadie.

Estaba muerto.

Jonathan todavía temblaba cuando la Muerte se inclinó para recoger a su presa.

—No temas —dijo ella con su voz sobrehumana—. Hoy no he venido por ti.

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