El coleccionista de relojes extraordinarios (14 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: El coleccionista de relojes extraordinarios
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—¿A... adónde te lo llevas? —pudo decir Jonathan.

La Muerte sonrió enigmáticamente.

—No tengas prisa por saberlo. Tarde o temprano, tú también lo averiguarás.

Jonathan respiró hondo.

—¿Puedo... puedo hacerte una pregunta?

La Muerte no dijo nada, pero Jonathan inquirió, señalando el cuerpo inerte de Nadie:

—¿Por qué ningún demonio le ofreció la inmoralidad?

La Muerte se volvió para mirar a Jonathan. La rotundidad de su mirada lo hizo marearse.

—Porque el Diablo sabía que él me pertenecía desde hacía mucho. Y al Diablo le interesan los vivos, no los muertos.

—Llegó demasiado tarde —musitó Jonathan; volvió a mirar a la Muerte—. Dime, ¿cuánta arena queda en mi reloj?

—No voy a responder a esa pregunta —replicó ella—, porque entonces pasarías el resto de tu vida intentando prolongar ese plazo, por muy dilatado que sea. Limítate a vivir; ese es tu trabajo. Cuando llegue tu hora, yo vendré a buscarte. Ese es mi trabajo. Nos veremos entonces... Jonathan Hadley.

La Muerte retrocedió unos pasos, arrastrando consigo el cuerpo de Nadie. Jonathan se dio cuenta entonces de que el Nadie que ella se llevaba parecía incorpóreo, mientras que el cadáver material continuaba todavía en el suelo, junto a él, en la misma posición en que había caído.

La Muerte siguió retrocediendo hasta perderse entre las sombras. Entonces, desapareció.

Jonathan volvió a quedarse solo en el callejón, junto al cuerpo de Nadie.

La campana de la torre del convento dio las dos.

En el Museo de los Relojes, el toro del reloj de Qu Sui tocó los pies del emperador.

El marqués sonrió mientras observaba los movimientos de Jonathan en el Barun-Urt.

—No está mal —admitió—. Ya son las dos, y sigues vivo.

Se volvió hacia el cuerpo inerte de Marjorie Hadley.

—Sin embargo, tú no debes hacerte ilusiones —dijo—: nunca le entregarán el reloj, y no se les puede arrebatar por la fuerza. No es nada personal —añadió—; simplemente pienso que lo mejor es que sea sincero contigo. No quisiera crearte falsas esperanzas.

Calló, como si estuviera escuchando una voz inaudible. Después se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—, yo no tengo la culpa. Si ellos están allí ahora es porque tú tocaste lo que no debías. Así que yo de ti trataría de pasar lo mejor posible las pocas horas que te quedan... que no son muchas, dicho sea de paso.

Le dio la espalda al reloj de Qu Sui para volver a centrarse en la imagen de Jonathan y su padre. El orbe del extraordinario reloj chino parpadeó un momento, y el rostro fantasmal de Marjorie Hadley se asomó al cristal de su prisión. Movió los labios, como si tratase de hablar.

—¿Monstruo...? —sonrió el marqués, sin mirarla—. ¿Eso crees? No me digas...

Algo parecido a una lágrima intangible brilló en la mejilla del espíritu de Marjorie.

Capítulo 11

J
onathan vagaba de nuevo por la Ciudad Oculta.

Había llamado a la policía para que fuesen a recoger el cuerpo de Nadie, pero cuando los agentes llegaron, él ya se había marchado. Ahora, con el reloj-puerta colgado de nuevo de su cuello, volvía a recorrer con precaución las oscuras calles de lo que Nadie había llamado «la ciudad de los inmortales».

La ciudad de los inmortales...

Jonathan intuía que aquello tenía mucho que ver con el reloj Deveraux y el misterioso marqués que lo había embarcado en aquella aventura, pero no terminaba de verlo claro. El malogrado Nadie había acudido a la Ciudad Oculta en busca de la inmortalidad, pero Emma le había dicho que era una esperanza vana, porque la Muerte siempre acababa ganando la partida. Así había sido en el caso de Nadie.

¿Entonces, qué? ¿Había llegado allí Nadie persiguiendo un mito? ¿Se había referido a aquellos inmortales que lo eran en virtud de un pacto con el demonio? Pero Emma había dicho que los demonios estaban allí para tentar a los que llegaban buscando la inmortalidad. Por otro lado, el duende de la tienda había hablado de unos seres inteligentes anteriores al hombre. ¿Hablaba de los demonios? ¿Eran ellos los Señores de la Ciudad Oculta?

¿Y el reloj Deveraux? Emma le había dicho que estaba en la Ciudad Antigua. Pero el duende había afirmado lo contrario.

A Jonathan le daba vueltas la cabeza. Sospechaba que había tenido la oportunidad de averiguar muchísimas más cosas sobre aquella extraordinaria ciudad dual, pero la había dejado escapar al no formular las preguntas adecuadas.

En aquel momento oyó una voz que canturreaba en una calle lateral. Se detuvo y escuchó atentamente:


...y ella le dijo: «Oh, qué buen escondrijo. ¿Puedo pasar la noche aquí contigo?». «Pero los lobos aúllan y la luna se oculta», dijo él; «¿no quieres encontrar aquello que buscas?»; y el agujero se cerró, y el dragón se durmió, y ella se fue volando hacia las luces del alba, las luces del alba...

La voz calló, y Jonathan sacudió la cabeza, sorprendido. De pronto había un hombre frente a él, un hombre delgado y vivaracho, que había aparecido súbitamente en el callejón, o esa era la sensación que le había dado. Pero apenas unos segundos después comprendió que aquel individuo no había brotado de la nada, sino que se había acercado caminando desde la esquina, y Jonathan no se había dado cuenta porque había estado sumido en una especie de trance provocado... ¿por aquella absurda canción?

Observó al hombre a la luz de las estrellas. Vestía de una manera muy estrafalaria, con prendas de distintas clases, colocadas unas encima de otras sin orden ni concierto. Llevaba en la cabeza, a modo de gorro, lo que parecía una funda de cojín hecha de distintos retazos de tela, y rematada con media docena de cascabeles de diversas formas y tamaños.

Pero lo que más llamó la atención de Jonathan fueron sus ojos, enormes y brillantes, que destacaban poderosamente en un rostro menudo y enjuto.

El chico abrió la boca para preguntarle su nombre, pero, ante su sorpresa, lo que dijo fue:

—¿Cómo sigue la historia?

El curioso hombrecillo pasaba el peso del cuerpo de un pie a otro, balanceándose con tal ligereza que costaba seguir sus movimientos.

—¿Qué historia? —preguntó con voz aguda.

Por segunda vez, Jonathan fue a preguntarle su nombre, pero de nuevo se vio sorprendido por las palabras que salieron de su boca:


...y ella se fue volando hacia las luces del alba, las luces del alba...
—le recordó al hombrecillo—. ¿Qué pasó después?

—¡Oh, esa! —rió el extraño personaje—
...y ella se fue volando hacia las luces del alba, las luces del alba, y en lo alto de un árbol hizo una casa; y al sexto día tuvo visita. ¿Quién ha venido a verme?». «Oh, yo he venido a verte, y he cruzado el desierto para pedirte un beso. Pero ella no lo dejó entrar: «Y, a cambio, ¿qué me darás? ¿Me trajiste la risa de la mariposa? ¿Tienes un frasco con lágrimas de rosa? ¿Recogiste acaso los sueños de un hada? ¿Me enseñarás el color de tu alma?». Él le regaló la risa de la mariposa, y un frasco de lágrimas de rosa; le mostró cómo eran los sueños de un hada, le dijo cuál era el color de su alma. «Regálame un pedazo de estrella», pidió entonces ella. Y él bajó la cabeza, entristecido. «Oh, no, no puedo darte lo que me has pedido. ¿No sabes que las estrellas aún no han florecido?».

El hombrecillo calló de repente, y Jonathan volvió a la realidad con brusquedad. Aquellas palabras habían provocado un extraño efecto sedante en él, creando en su mente imágenes maravillosas de mariposas que reían y estrellas florecidas. Cuando pudo volver a pensar con coherencia tuvo que admitir que aquella historia, que no tenía ni pies ni cabeza, había logrado subyugarlo hasta el punto de hacerle olvidar todo cuanto tenía que ver con su mundo y su realidad. Sacudió la cabeza. «Esto es una locura», pensó. Pero parecía que una parte de su mente quería seguir perdido en aquella locura, porque de pronto se encontró a sí mismo diciendo:

—¿Me contarás otra historia? ¿O no guarda más tu memoria?

Calló, horrorizado, preguntándose si el pareado le había salido por casualidad, y sospechando que no era así. El hombrecillo sonrió de nuevo:


Oh, oyente paciente
—canturreó—,
tú que pides más cuentos, sabrás que no te miento si te digo que una vez existió una mosca muy feroz que lloraba elefantes cuando moría la tarde. Y una piedra que caía le contó mil maravillas...

Jonathan perdió la noción del tiempo. Tal vez oyera dos, cinco o cincuenta de aquellas descabelladas historias, pero había en ellas algo fascinante que lo obligaba a seguir escuchando y a pedir más y más.


...y la noche se reía, y él se fue con mucha prisa. «He perdido mi ternura. ¿La habrá encontrado la luna?», pero la luna le dijo...

—¡Socooorroooo...!

Jonathan alzó la cabeza y trató de despejarse.

—¿La luna dijo «socorro»? —murmuró, aturdido.


...la luna le dijo: «Yo he encontrado tu ritmo, pero la ternura...
»

—¡¡¡Ayuuudaaaa!!!

Jonathan despertó por segunda vez de su extraño trance. La voz que pedía auxilio se oía lejana y distante, pero había logrado colarse de alguna manera entre las mágicas palabras del disparatado cuento. Y había algo en ella que no admitía ser ignorado.

—Qué raro... —susurró Jonathan, todavía algo confuso—. Esa voz...

Se dio cuenta entonces de que se había sentado en un portal, y de que el extravagante hombrecillo estaba sentado junto a él. Se preguntó cuánto rato llevaba allí.


...pero la ternura...
—intentó proseguir el hombrecillo; sin embargo, en aquel momento la voz volvió a oírse, y junto a ella sonaron también los ladridos de los perros infernales, y Jonathan no pudo seguir obviándola.

Se puso en pie de un salto.

También su compañero se levantó.

—¿Queréis saber lo que aconteció cuando el gigante por la jarra se cayó? —dijo rápidamente.

Jonathan se volvió hacia él, interesado, pero enseguida se obligó a sí mismo a tener presente que acababa de oír una voz pidiendo ayuda.

—No puedo quedarme —dijo con firmeza, aliviado al comprobar que esta vez había pronunciado las palabras que quería pronunciar—. Tus historias son muy bonitas, pero...

De pronto se calló y miró al hombrecillo con mayor atención.

—¡Tú eres el Hacedor de Historias! —exclamó—. ¡Tú eres la persona a la que Emma quería que viera!

El Hacedor de Historias se rió como un loco, y los cascabeles de su extraño gorro tintinearon con alegría.


¡Quién tuviese tal fortuna como el hueso de aceituna que fue a correr aventuras al país de las...!

—¡No, espera! —lo interrumpió Jonathan—. ¿Qué sabes del reloj Deveraux?

Los ojos del hombrecillo brillaron todavía más.


Un reloj para ocultar un pedazo de tiempo
—tarareó—.
Créeme, que no te miento. Cuando el tigre fue a buscar la sonrisa de cristal...

—¡Por favor, que alguien me ayude!

En esta ocasión, la voz había sonado mucho más desesperada, y los ladridos de los perros mucho más cerca, y Jonathan dio un respingo, sorprendido. Aquella voz...

—¿Papá?

Aguzó el oído. El Hacedor de Historias canturreaba:


Tiempo, siento, miento, lento, tiento...

—¡Silencio! —pidió Jonathan, pero el hombrecillo alzó la voz todavía más:


¡Tiempo, cuento, tiempo, cuento, tiempo...!
—chillaba.

Jonathan se tapó los oídos y echó a correr. Mucho rato después de que dejara atrás al Hacedor de Historias, sus sorprendentes imágenes seguían creando extrañas asociaciones en su cabeza. «
El hueso de aceituna encontró la ternura, y ella le pidió una sonrisa de cristal, y el dragón la fue a buscar; habló con un elefante feroz que caía por la jarra y...
».

—¡¡¡Basta ya!!! —chilló Jonathan.

Por un momento se hizo el silencio en su mente. Entonces oyó de nuevo la voz de su padre, y se aferró a ella como a un talismán. Echó a correr otra vez.

Y al doblar una esquina lo vio.

Bill Hadley había trepado hasta el tejado de un cobertizo que aguantaba a duras penas su peso. No ayudaba a mejorar su situación el hecho de que tres de aquellos aterradores perros estaban intentando echar abajo el cobertizo para poder llegar hasta él.

—¿Papá? —dijo Jonathan, sorprendido.

Instintivamente, se llevó la mano al pecho para comprobar que su reloj-puerta seguía allí. Lo sintió palpitar entre sus dedos y se preguntó cómo diablos había logrado su padre llegar a la Ciudad Oculta.

—¡Papá! —gritó.

Bill Hadley alzó la cabeza para mirarlo. Temblaba de puro terror.

—¿Jo... Jonathan?

—¡Deshazte del reloj-puerta, papá! —le gritó Jonathan, haciendo bocina con las manos. Los perros ya habían reparado en su presencia, y se había vuelto hacia él, gruñendo amenazadoramente—. ¡Date prisa!

Enseguida se dio cuenta, sin embargo, de que su padre no entendía de qué le estaba hablando. Respiró hondo, hizo de tripas corazón y echó a correr.

Solo volvió la cabeza una vez, y fue para comprobar que los perros lo perseguían y se alejaban de su padre. Siguió corriendo, pero al doblar una esquina resbaló de nuevo sobre el húmedo suelo, sintiendo que se torcía dolorosamente un pie. Intentando no pensar en ello, ni en los perros que se le echaban encima, se quitó el amuleto.

Esperó apenas cinco minutos en la Ciudad Antigua, y después volvió a coger el reloj-puerta. La calle se transformó de nuevo ante sus ojos. Los ladridos de los perros se oían un poco más lejos: habían pasado de largo por el lugar donde Jonathan había cruzado la delgada línea que separaba ambos espacios temporales. El chico respiró hondo y volvió sobre sus pasos, cojeando. Sabía que los perros no tardarían en dar marcha atrás.

Cuando llegó de nuevo al cobertizo vio que su padre había bajado del tejado, y miraba a su alrededor, receloso.

—¡Jonathan! —chilló cuando lo vio—. ¿Qué está pasando aquí? ¡Estaba hablando con un policía y de pronto la habitación ha cambiado, y era un cuarto vacío y oscuro! ¡Y esas horribles bestias...!

—Te lo explicaré más tarde —cortó Jonathan—. Ahora debemos buscar un refugio. No tardarán en volver.

Se internaron por el sector central de la Ciudad Oculta, donde las calles eran más estrechas, oscuras y retorcidas, y había múltiples pasadizos por donde podían escabullirse.

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