"Se resolvió no regresar a Buenos Aires, sino proseguir el crucero con la misma energía. Se hizo una señal para dar toda la vela compatible con la seguridad de los palos y tratar de salir del estrecho con su férrea muestra de montañas inaccesibles cubiertas de nieve que no ofrecían otra cosa que la muerte".
Sin embargo, "al aproximarse ambos buques a la salida, el viento y el mar aumentaron de tal forma que las probabilidades en contra de salir eran diez a uno". Con perseverancia consiguen entrar en el Pacífico. El temporal los vuelve a separar, pero esta vez sin aprensión.
Se había establecido como punto de encuentro la isla de la Mocha. Las naves arriban con pocas horas de diferencia. El
Trinidad
consigue apresar una goleta, cumpliendo su primera acción victoriosa contra los realistas.
En la Mocha se les une Hipólito Bouchard, quien venía de Buenos Aires comandando la goleta
Halcón
; tenía instrucciones de ponerse bajo las órdenes del almirante. ¿Las autoridades nacionales habían aceptado los hechos consumados? ¿Daban la razón a Brown? Bouchard informó que también venía a su encuentro la goleta
Constitución
, comprada y armada por patriotas chilenos. En ella viajaba el presbítero Julián Uribe, que había concebido este crucero. "Lamentablemente llevaba tantos cañones —relató Bouchard— que se hundía demasiado en el agua. Viajamos convoyados para que, en caso de desgracia, una sirviese de asilo al equipaje de la otra. Pero en lo recio de la borrasca comprendí que su condena era inevitable. No le pude prestar ningún auxilio ya que apenas podíamos resistir nosotros. Envuelta por olas y nubes, se nos perdió de vista."
Brown encomienda a su hermano y a Bouchard que vayan hacia Valparaíso y recorran las costas de Chile y Perú hasta Lima, mientras él cruza hacia las islas de Juan Fernández y San Félix para liberar a los numerosos patriotas que allí permanecían confinados.
Cuando Brown se aproxima a su objetivo, un golpe de viento daña el bauprés de la
Hércules
y, viéndose obligada a navegar en popa para sujetarlo, se encuentra demasiado a sotavento para poder tomar la isla. El almirante desiste entonces de su propósito y pone la vela hacia Lima. En el trayecto apresa una fragata cargada de provisiones y libera a un ilustre prisionero del Ejército de Nueva Granada, que era conducido a Lima para ser sometido a juicio.
Cuando, ya cerca de la capital del Perú, se reúne otra vez la magra escuadrilla, Brown explica su plan. Es muy osado. Su éxito justificará todo el crucero.
En la ruta habían apresado un bergantín, al que quitaron los palos y transformaron en pontón y hospital. A demás lograron hundir varias naves. Su irrupción inesperada en una jurisdicción que hasta entonces gozaba del control realista, ha expandido una onda de perplejidad. Pero mayor es la perplejidad cuando se comprende que el propósito de los corsarios es atacar el mismo corazón del poder español: la fortaleza del Callao. "A primera vista —dice Amunátegui— parece que sólo a un loco se le ocurriría acometer con cinco buques estropeados y faltos de tripulación, al más importante de los establecimientos españoles en la América del Sur: el Callao, defendido por esos célebres castillos cuyos poderosos medios de resistencia pueden calcularse por su excesivo costo, que hacía preguntar a Carlos III si estaban construidos de piedra o de plata; el Callao, defendido por 150 cañones colocados en tan fuertes baterías que de sus bocas partió el último tiro en favor de la Metrópoli: el Callao, en fin, defendido más que por todo esto, por su fama de inexpugnable". Las bocas de fuego eran de diverso calibre y estaban emplazadas en la bahía de tal forma que podían cruzarse y hacer blanco en un mismo punto desde distintos ángulos.
Brown espera la noche. Cena con su cuñado Walter; la inminencia del ataque no altera sus nervios de bronce. Pide que no enciendan las bujías y, cubierto por la oscuridad, hace vela hacia la costa. Las naves se detienen a prudencial distancia. Próximas unas de otras, parecen animales negros durmiendo sobre el acunamiento del mar.
Con sigilo descienden los botes sobre las recias oleadas. Al frente, un racimo de luces denuncia las fortificaciones del Callao; los castillos San Miguel, Real Felipe y San Rafael se yerguen imponentes. Los remos golpean sobre los lomos espumosos mientras los hombres, apretados, acarician sus armas. A medida que se acercan, el racimo de luces asciende. En lo alto de las murallas caminan los centinelas. Las oscuras manchas atestadas de patriotas ya estarían al alcance de los disparos realistas. Pero no han sido vistos, felizmente. Desembarcan a un costado del puerto. Aún reina la tranquilidad. Guillermo Brown en persona encabeza la expedición. Ordena avanzar a la carrera y con la bandera desplegada.
Súbitamente un fuego mortífero se desparrama sobre la ciudad y los buques amarrados en el puerto. La sorpresa paraliza a los realistas. Se produce la confusión de la defensa, que no atina a establecer el origen de los disparos. No sospechan que los enemigos están en tierra, junto a ellos. Desde lo alto buscan en lontananza, sobre las aguas. Los españoles se balean entre sí: desde los fuertes contra las naves que a su turno responden a la agresión de los cañones en tierra. Tapias, carretas, pilas de leña y cajones sirven de parapeto a los argentinos que ya han logrado provocar el espanto. Pero la oscuridad es también desfavorable a los invasores, provocando el extravío de algunas columnas. Brown advierte que no puede realizar el asalto apetecido y ordena la retirada. Los cinco animales negros aguardan en el mismo lugar.
En cubierta se hace el recuento y celebran con regocijo la acción no ha provocado bajas.
Antes del amanecer toda la población del Callao y Lima ha entrado en efervescencia. Abundan heridos, boquetes en varias naves, graneros carbonizados. Desde muchos puntos se levanta la humareda y a poca distancia, en línea de combate, los buques corsarios con la bandera de las Provincias Unidas en el tope de los mástiles.
Accionan las baterías para expulsarlos. Se entabla un nutrido cañoneo. La arboladura de una fragata realista comienza a tambalearse y luego a hundirse. Los intrusos consiguen realizar tremendos impactos sobre edificios y otras embarcaciones adicionales. La consternación aumenta provocando indisciplina y deserciones. Nunca se había producido una situación tan crítica en el Callao. La imponente fortificación, aún alterada por la sorpresa, no consigue organizar una respuesta adecuada. Los oficiales corren de uno a otro puesto frenando el caos, impartiendo órdenes. Mientras, los corsarios avistan la fragata Consecuencia procedente de Cádiz y, antes que pueda virar para darse a la fuga, la abordan y capturan con su valioso cargamento intacto. Brown hace prisioneros a numerosos oficiales y también a personalidades que iban a encargarse del gobierno de la provincia de Guayaquil.
Sus naves tienen instrucciones de no brindar descanso a las confundidas líneas terrestres. Al caer la noche Brown desembarca en la isla de San Lorenzo con, varias cajas llenas de faroles y tinajas de combustible. Enciende luces a un costado del muelle. No es suficiente, opina: que se utilicen todos los faroles. La isla se llena de luminarias. En lugar de cinco, parece como si hubieran arribado cincuenta naves. Mientras los oficiales realistas contemplan atónitos el crecimiento de ojos resplandecientes, varios botes atestados de guerreros se introducen entre los buques anclados en el Callao. Un centinela descubre un par de embarcaciones, apenas visible a través de la densa penumbra.
—¡Quién vive!
Una voz lo tranquiliza:
—¡Ronda!
El centinela se inclina para ver mejor. No son dos, sino cuatro, seis, ocho botes. Da la alarma y empieza el tiroteo. El capitán Walter Chitty lanza los ganchos hacia una cañonera para el abordaje. Sus hombres trepan como cucarachas por los costados. La cañonera es defendida por medio centenar de soldados que apuñalan a los invasores antes que puedan saltar sobre cubierta. Pero Walter Chitty ya está adentro. Se traba un combate cuerpo a cuerpo y consiguen acorralar a los españoles, muchos de los cuales se arrojan al agua. Chitty es herido; pero la cañonera está ganada.
—¡A sacarla fuera del puerto! ¡Pronto, pronto!
La cañonera no se mueve, qué diablos ocurre. Los bravos marinos insisten. Desde un buque de alto porte que está junto a ellos como una muralla negra abren fuego. Chitty se oprime la herida para detener la hemorragia: qué ocurre, maldición. La metralla barre con algunos de sus hombres. La cañonera parece clavada. Un oficial salta a su lado: es imposible, está encadenada a la popa de este buque; no la podemos zafar.
—¡A retirarse, entonces!
La pasividad del personal marinero realista induce al Jefe de la plaza a ofrecer cien pesos a cada hombre que monte unos lanchones planos para ir al encuentro de la flotilla corsaria. Inútil. El terror y el asombro han inhibido el formidable bastión de la Metrópoli. No alcanzan tentaciones ni amenazas para desplegar un contraataque suficientemente enérgico.
Y ocurre lo impensable. Durante veintitrés días tremola el pabellón de las Provincias Unidas del Río de la Plata ante la humillada fortaleza. Por la costa y los campos, hasta Lima y más lejos aún, se expande la noticia de que los revolucionarios venidos de las pampas sureñas cuestionan la inexpugnabilidad de las bases realistas. Un renovado impulso de liberación vuelve a encenderse entre los habitantes del Perú.
Bajo las narices de los torreones españoles Brown apresa la fragata
Candelaria
que trae sus bodegas henchidas de granos. Podría lograr otros éxitos menores, pero su objetivo era conquistar el Callao, objetivo aún imposible, pese a las hondas lastimaduras infligidas. Si hubiese podido hablar con su tío, a quien tanto le gustaban los ejemplos de la Biblia para estimular el sentimiento emancipador de los irlandeses, hubiera recibido este consuelo: tú eres como el Bautista, que anuncia y prepara el camino del Libertador, que ya viene detrás de ti.
Decide levantar el bloqueo y enfilar hacia Guayaquil. Para engañar a los realistas, pone proa hacia el sur. Durante la noche, y a buena distancia de los catalejos, vira en redondo hacia el norte. La escuadra española, recompuesta y furiosa; emprende la búsqueda de Brown en el sentido equivocado.
A la entrada del río Guayas, Guillermo Brown convoca a sus oficiales y ultima el plan de acción. Quiere proceder con rapidez: el militar de Nueva Granada al que había liberado antes de llegar al Perú le informó sobre el clima de insurgencia que reinaba en Quito. Era obvio que una irrupción súbita de naves corsarias contribuiría a reforzar la embestida patriota. Pero sabe que debe proceder con sigilo: sus fuerzas son demasiado limitadas. Además, debe controlar los siete buques apresados y centenares de prisioneros tomados a lo largo de su trayecto en el Pacífico.
En la Isla de Mortajo deja a los prisioneros, para bien de la seguridad general; antes de abandonarlos les provee abundantes víveres. Luego apresa otros dos bergantines y fondea el largo convoy en la isla de la Puná, sobre el ingreso al caudaloso río. Confía a su hermano Miguel la comandancia de la
Hércules
y el
Halcón
. Su cuñado Walter se repone de la profunda herida.
Arbola su gallardete en el
Trinidad
y, respaldado por una goleta piloto y una selección de los mejores hombres, remonta el tortuoso Guayas. Sus orillas son pantanosas, cubiertas de esteros y malezas. De su superficie emergen las dentadas mandíbulas de los cocodrilos, muchos de ellos en las orillas, arrastrándose por el barro mientras el sol reverbera en sus repugnantes cueros de esmeralda.
A cinco leguas de Guayaquil aparece el primer obstáculo: el fuerte de Punta Piedras. Atacará, como de costumbre, durante la noche. El
Trinidad
se oculta en un recodo. La vegetación es análoga a la que Brown conoció durante su juventud en las Antillas. Zumban los mosquitos y el calor es pegajoso. Las aguas mansas se tiñen de rojo, luego violeta. Cuando el negro borra los contornos, el bergantín se pone en movimiento, como si un pedazo de la selva se desprendiera y deslizara en silencio hacia el fuerte. Antes que suene la alarma, las columnas penetran haciendo fuego y lanzando enronquecidas vivas a la patria. Varios hombres trepan hasta la cúspide y arrancan la bandera del Rey. Hierve la confusión y en poco tiempo los invasores se apoderan del baluarte.
Brown no dispone de gente para guarecerlo; entonces destruye las baterías, desmonta los cañones y sigue hacia la estratégica ciudad con la prontitud del relámpago. Los realistas le ofrecen resistencia con una batería en los suburbios. El empuje de Brown ya es arrollador y consigue desalojarlos. Queda el último baluarte antes de entrar en triunfo en Guayaquil: el castillo de San Carlos. Desde sus torres se abre un volcán de fuego contra el
Trinidad
. Brown ordena avanzar a toda marcha para asaltarlo de inmediato.
Ya cunde el pavor entre los habitantes de Guayaquil. Muchas familias huyen hacia la montaña, otras se internan en el río. Numerosos patriotas pugnan por un levantamiento general contra el dominio realista, pero son enfrentados y desautorizados por la enérgica palabra del obispo. La lucha sigue desarrollándose de manera favorable a Brown: entre los defensores se extiende el miedo y agotan las municiones. La marea del Guayas, empero, desciende de golpe y el
Trinidad
queda varado en seco. Algunos de los botes que lo acompañaban como apoyo, en lugar unirse a la nave capitana como se les indica, se internan en la población, ebrios de victoria, y sus hombres se dedican a un escandaloso saqueo.
—¡Malditos delincuentes! —gruñe Brown.
La vocinglería aumenta el derrotismo de las defensas. Pero, advirtiéndose desde el castillo de San Carlos el inconveniente que entrampa al
Trinidad
, renuevan las andanadas. Varios soldados bajan hasta un parapeto formado por un almacenamiento de maderas y abren descargas de fusil. La cubierta del bergantín se llena de muertos.
A partir de ese instante los realistas retornan la iniciativa y se disponen a cobrar una venganza. Protegidos por la artillería, abordan la embarcación inmóvil y comienzan a matar con tiros de pistola a los hombres acorralados. Brown dice a dos marineros que salten al agua. Dudan: abajo aguardan los cocodrilos con las bocazas hambrientas. Brown se quita las botas y da el ejemplo. Los realistas le disparan mientras nada vigorosamente hacia la goleta piloto que espera fuera del alcance de las balas. Un tiro mata a un marinero. El almirante bracea con toda energía pero la dirección de la corriente es desfavorable, no llegará nunca. Siente que sus fuerzas disminuyen con rapidez. Indica a su acompañante que regrese. Las balas se hunden a los costados. Su último acompañante es también muerto. Una formación de cocodrilos empieza a rodearlo y entonces decide enfrentar el poder de los enemigos humanos: retorna a la nave y trepa por la escalerilla que le tienden los españoles, ansiosos por capturar viva a semejante presa.