Ocurrió en el Hospital General de Massachusetts. Su madre estaba esperando en un cuarto del octavo piso del Edificio Warren para someterse al examen médico semanal y recibir nueva provisión de esteroides revitalizadores. Él entró en la cafetería del entresuelo de «Baker» y pidió una taza de café a una chica que llevaba una camisa azul de esas que tienen la palabra «Voluntaria» bordada en rojo sobre el pecho izquierdo. Era una rubia atractiva y con intrigantes y pesados párpados, que, en general, a él no le atraían, quizá porque precisamente era lo que más le gustaba a Guillermo en las mujeres, un vislumbre de antiguas desviaciones morales.
Había bebido la mitad del café cuando la chica salió de detrás del mostrador y fue hacia su mesa con una bandeja en la que había una revista, una taza de té y un plato de postre con un pastel.
—¿Me permite?
—Naturalmente —respondió él.
Se sentó cómodamente Era una mesa pequeña y la revista era grande. Al ponerla sobre la mesa empujó el platillo, agitando el café, pero sin derramarlo.
—Ay, dispense.
—No importa, no ha pasado nada.
Siguió bebiendo el café, mirando al pasillo, más allá de los tabiques de cristal. Ella leía, sorbía, mordisqueaba el pastel. Rafe percibía un perfume sutil, indudablemente caro. «Almizcle y rosas», pensó. Sin darse cuenta, cerró los ojos, aspirándolo. Junto a él, la chica pasó una hoja de la revista.
Arriesgó una mirada de soslayo y ella le sorprendió en flagrante delito. Sus ojos eran grises, penetrantes, muy hondos, con una insinuación de pata de gallo en las comisuras. ¿Arrugas de regocijo o arrugas de pecado? En lugar de apartar la vista ante la mirada de ella, Rafe, desconcertado, lo que hizo fue cerrar los ojos, como trampas culpables.
Ella rompió a reír, como una niña.
Cuando Rafe volvió a abrir los ojos vio que la chica había sacado un cigarrillo del bolso y estaba buscando una cerilla. Encendió él una, seguro de que sus manos de cirujano no temblarían, pero luego, mientras las puntas de los dedos de ella le rozaban la mano para guiar la llama hacia el extremo del cigarrillo, temblaron. El cabello era rubio; la piel, de un hermoso color; la nariz, ligeramente prominente, curva, apasionada, y la boca un poco grande, de labios carnosos. Ambos se dieron cuenta al mismo tiempo de que él la estaba mirando. Sonrió, y Rafe se sintió aventurero.
—¿Está usted aquí con un paciente?
—Sí —respondió él.
—Es un hospital muy bueno.
—Ya lo sé. Soy médico, interno del Suffolk.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Qué departamento?
—Cirugía —repuso, alargando la mano—. Me llamo Rafe Meomartino.
—Elizabeth Bookstein.
Se había echado a reír, vaya usted a saber por qué, y eso le irritaba. No se le había ocurrido que fuera una tonta.
—El doctor Longwood es tío mío —dijo, al estrecharle la mano.
—¿Sí?
—Sí —confirmó ella. Había dejado de reír y ahora le miraba, observándole el rostro y sonriendo—. Ya veo que mi tío no le cae simpático. En absoluto.
—La verdad, no —dijo él, devolviéndole la sonrisa.
Aún la tenía cogida de la mano.
Menos mal que no le había preguntado el porqué.
—Dicen que es un profesor muy bueno —comentó ella.
—Si que lo es —dijo Rafe, y su respuesta pareció satisfacerla—. ¿Y su apellido? ¿De dónde sacó ese Bookstein?
—Soy una señora divorciada.
—¿Y es usted señora divorciada en manos de alguna persona concreta?
Ella movió la cabeza, sin dejar de sonreír.
—De nadie concreto.
Rafe vio entonces a su madre, que entraba. Le pareció más pequeña incluso que el día anterior, y se diría que se movía mucho más despacio que en otros tiempos.
—Mamá —dijo, levantándose.
Cuando se hubo acercado, las presentó. Luego, cortésmente, se despidió de la chica y salió despacio de la cafetería, ajustando su paso al de su madre.
Las otras veces que fue al hospital la buscó, pero no estaba ya en la cafetería; las voluntarias trabajaban a horas irregulares, entrando y saliendo, más o menos como les venia en gana. Hubiera podido encontrar su número de teléfono, aunque la verdad es que ni siquiera se molestó en consultar la guía. Estaba trabajando mucho en el hospital, y la enfermedad de su madre, de intensidad creciente, era un peso sobre sus hombros, que aumentaba también cada día que pasaba. La carne de su madre parecía volverse más fina y transparente, estirarse, más y más tensa, a lo largo y ancho de la delicada estructura de sus huesos. Su piel adquiría una especie de luminosidad que Rafe reconocería instantáneamente en los pacientes de cáncer durante el resto de su vida.
Hablaba una y otra vez de Cuba. En ocasiones, cuando volvía a casa, la encontraba sentada en la oscuridad del cuarto, junto a la ventana, mirando el tráfico que discurría silenciosamente por la calle de Arlington.
—¿Qué es lo que estarían viendo sus ojos? ¿Aguas cubanas? —Se preguntaba Rafe—. ¿Bosques y campos cubanos? ¿Rostros de fantasmas, de gente que él nunca había conocido?
—Mamacita
[19]
—le dijo una noche, incapaz de seguir en silencio.
La besó en la cabeza. Quería alargar la mano, acariciar su rostro, acercarla a sí, ponerle los brazos en torno de tal modo que nada pudiera tocarla, que nadie pudiera hacerle daño sin hacérselo antes a él. Pero tenia miedo de asustarla, de manera que no hizo nada.
Durante las siete semanas siguientes la aspirina y la codeína resultaron ineficaces, y el especialista en cáncer recetó Demerol.
Once semanas después, su madre volvía a ocupar el cuarto, muy bonito y soleado, de Casa Phillips, en el Hospital General de Massachusetts. Encantadoras enfermeras llenaban sus venas periódicamente con el don de la adormidera.
Dos días después su madre cayó en estado comatoso y el cancerólogo, con suavidad, pero claramente, le dijo a Rafe que no tenía más que dos alternativas: prolongar el funcionamiento agónico de sus órganos vitales por una serie de medios, o renunciar a la lucha, en cuyo caso su madre moriría a muy corto plazo.
—No le hablo a usted de eutanasia —dijo el viejo médico—. De lo que estamos hablando aquí es de no dar más apoyo a una vida que no tiene ya esperanza de prolongarse más tiempo; sólo, todo lo más, en periodos intermitentes de terribles dolores. Yo nunca tomo esta decisión por mí y ante mí cuando hay parientes. Piénselo. Es una decisión que, como médico que es usted, le saldrá al paso con frecuencia.
Rafe no tardó mucho en decidirse.
—Dejémoslo —dijo.
A la mañana siguiente entró en el cuarto de su madre y vio una sombra oscura inclinada sobre ella, un sacerdote alto y huesudo, cuyo rostro infantil y pecoso y pelo color zanahoria sobre la sotana negra eran realmente cómicos.
Sobre los párpados de su madre relucían ya los santos óleos, reflejando atisbos luminosos.
—…Que el Señor perdone cuantos pecados hayas cometido —estaba diciendo el sacerdote, haciendo con el dedo pulgar, húmedo, la señal de la cruz sobre la boca torcida.
Su voz era abominable, el peor acento de Boston.
«Diga usted, muchacho malsanamente cuerdo, ¿qué pecados realmente graves puede haber cometido mi madre?», se preguntaba Rafe. El juvenil dedo pulgar volvió a hundirse en los óleos:
—Con esta santa unción…
«Ah, Dios, como suelen decir, estás muerto, porque si existieses no nos tomarías el pelo de esta manera. Te quiero, no te mueras, te quiero, por favor».
Pero no dijo nada en voz alta.
Estuvo al pie de la cama de su madre, sintiendo súbitamente la soledad, el terrible aislamiento, la certidumbre de ser un poco de excremento de paloma en el vacío terrible, terrible.
Poco después observó clínicamente que ya no había respiración. Se acercó a ella, haciendo involuntariamente caso omiso, con un encogimiento de hombros, de la mano del sacerdote, y cogiendo a su madre en sus brazos.
—Te quiero, te quiero.
Su voz llenaba el cuarto silencioso.
Su madre salió de allí en lujoso pero solitario esplendor. Rafe se cercioró de que habría flores en abundancia. El féretro era como un «Cadillac» de cobre tapizado de terciopelo azul. Lo último que hizo por ella fue pagar por anticipado la misa cantada y solemne de réquiem en la iglesia de Santa Cecilia. Guillermo y el tío Erneido llegaron en avión desde Miami. El ama de llaves y la encargada de piso del «Ritz» asistieron también, en asientos de última fila. Un borracho temblón que hablaba solo y se arrodillaba cuando había que ponerse en pie estaba en un rincón, a cuatro asientos de distancia de la imagen del santo patrono de la iglesia. Aparte de éstos, el templo estaba completamente vacío, un eco reluciente y oloroso a cera e incienso.
Junto a la tumba, en Brookline, estuvieron también solos, temblando de tristeza y de miedo, y de frío que llegaba a los huesos. Cuando volvieron al «Ritz-Carlton», Erneido, tras excusarse, se metió en la cama con dolor de cabeza y unas píldoras. Rafe y Guillermo fueron al salón y estuvieron sentados, tomando whisky. Igual que en los viejos tiempos de juerga bebiendo, sin escuchar lo que decía Guillermo. Finalmente a través de una niebla alcohólica, como desde una distancia, le pareció que Guillermo decía algo de gran importancia.
—Nos dan aviones, armas, tanques. Nos adiestran. Lucharán a nuestro lado. Esos «marines» son unos soldados estupendos. Tendremos apoyo aéreo. Necesitaremos todos los oficiales que podamos reunir. Tendrás que ponerte en contacto con cuanta gente conozcas. No cabe duda de que también tú serás capitán.
Concentró su atención y se dio cuenta de lo que estaba diciendo su hermano. Sin más, se echó a reír, pero sin alegría.
—No —dijo—, muchas gracias.
Guillermo dejó de hablar y le miró.
—¿Qué quieres decir?
—A mí no me hacen falta invasiones. Yo lo que quiero es seguir aquí. Pienso hacerme ciudadano norteamericano.
«Sesenta por ciento de horror, treinta por ciento de odio, diez por ciento, aproximadamente, de desprecio», se dijo, observando los ojos velados de su hermano, típicamente Meomartino.
—¿Es que no tienes fe en Cuba?
—¿Fe? —Rió Rafe—. Si quieres que te diga la verdad, hermanazo, no tengo ya fe en nada, por lo menos en el sentido que tú das a esa palabra. Yo creo que todos los movimientos, todas las grandes organizaciones de este mundo, son mentiras y ganancia para alguien. Yo lo que creo es que la gente debería causar el menor daño posible a los demás seres humanos.
—Noble. Lo que en realidad quieres decir es que no tienes agallas.
Rafe le miró.
—Nunca las tuviste. —Guillermo apuró su whisky e hizo una seña al camarero—. Yo tengo agallas suficientes para todos los Meomartino. Amo a Cuba.
—No es de Cuba de lo que hablas, alcahuete. —Hasta entonces habían estado hablando en castellano, pero de pronto, por oscuras razones, Rafe se dio cuenta de que se había puesto a hablar en inglés—. De lo que hablas es de azúcar. ¿Por qué finges lo contrario? ¿De qué les servirá a los pobres desgraciados que realmente son Cuba que demos una buena patada a Fidel en las posaderas y recobremos nuestra fortuna? —Tomó un largo sorbo de whisky—. ¿Y crees que el tipo que pusiéramos en su lugar les trataría de otra manera? No —dijo, respondiendo a su propia pregunta.
Le molestó comprobar que estaba temblando.
Guillermo aguardó fríamente.
—En nuestro movimiento hay poca gente con intereses azucareros y tenemos a los mejores elementos —dijo, como quien habla con una criatura.
—Es posible que todos ellos sean patriotas, pero, aunque fuese así, sus razones son sin duda tan malas como las tuyas.
—Es magnifico saberlo todo, cobardón, hijo de perra.
Rafael se encogió de hombros. Guillermo había sido hijo amante, a su manera. Rafe sabía perfectamente que esta afrenta impensada iba dirigida a él, no a su madre. «Por fin pensó, con una extraña sensación de alivio, nos estamos llamando uno a otro, en voz alta, los insultos que siempre tuvimos escondidos en el desván del cerebro».
A pesar de todo, era evidente que Guillermo lamentaba haberlo dicho.
—Mamá —dijo.
—¿Qué dices de mamá?
—¿Crees que podrá descansar en paz en una tumba cubierta de nieve? Debería ser devuelta a Cuba.
—¿Y por qué no te vas al diablo? —replicó Rafe, furioso.
Se levantó sin terminar el whisky y se fue, dejando a su hermano allí sentado, con los ojos fijos en el vaso.
Guillermo y el tío Erneido se fueron aquella misma noche, despidiéndose de él, como de un extraño, con un apretón de manos.
Cuatro días después el viento primaveral del nordeste golpeó Nueva Inglaterra con una avalancha de diez centímetros de nieve todo a lo largo de la costa entre Portland y la isla de Block. Aquella misma tarde Rafe fue en taxi al cementerio de Holyhood. La tormenta había cesado, pero el viento levantaba turbiones de nieve que se le metían por las mangas del abrigo y le bajaban por el cuello. Fue a pie hasta el lugar donde estaba la tumba, llenándose de nieve los zapatos. Allí seguía; a pesar del viento, venillas de nieve, cogidas como en una trampa, se levantaban entre los montecillos de tierra helada. Permaneció allí, en pie, todo el tiempo que le fue posible, hasta que empezó a humedecérsele la nariz y los pies se le congelaron. Cuando volvió a su cuarto se sentó en la oscuridad, junto a la ventana, como solía hacer ella, observando el tráfico, que discurría de un lado a otro, por la calle de Arlington. Sin duda, algunos de los vehículos serian los mismos: las máquinas mueren más despacio que los seres humanos.
Se fue del «Ritz», mudándose a una mansión señorial convertida en casa de apartamentos, a una manzana de distancia del hospital. Al otro lado del pasillo vivían dos esbeltos estudiantes, probablemente en pecaminosa armonía. En el piso de arriba había una chica bizca que a él le parecía prostituta, aunque no había indicios de que recibiera en su cuarto ni siquiera a su novio formal.
Pasaba la mayor parte de su tiempo libre en el hospital, consolidando su reputación de competencia y seriedad y cerciorándose de que el año próximo sería elegido residente. A pesar de todo, se negaba a vivir en el hospital, porque no quería confesarse a sí mismo que tenia necesidad de un refugio.
La primavera le cogió vulnerable y por sorpresa. Se le olvidó ir a cortarse el pelo; meditó en la posibilidad de que haya vida después de la muerte y llegó a la conclusión de que en el más allá no hay nada; consideró las posibilidades del psicoanálisis, hasta que leyó un articulo de Anna Freud en el que se afirmaba que el individuo está fuera del alcance del psicoanalista tanto estando de luto como enamorado.