—Me despertará a mí —dijo Rafe Meomartino, con irritación.
—Desde luego, doctor Silverstone. Que duerma bien, señor —dijo ella, como si Meomartino no existiera.
Meomartino le observó con cierta perplejidad mientras subían.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Seis, siete semanas? Ni dos meses siquiera. Y ya le dirige la palabra. A mí me costó dos años. Algunos no lo consiguen nunca. Seis semanas es el tiempo más corto que recuerdo.
Adam abrió la boca para decir algo, pero sólo consiguió bostezar.
Se hundió en el sueño a las siete y cuarto y despertó algo después de las once y media. Alguien golpeaba su puerta. Meyerson, el conductor de ambulancias, estaba a la entrada, mirándole con amistoso desprecio.
—Doctor, recado de la oficina. No contestó usted cuando le llamaron.
Le dolía violentamente la cabeza.
—Entre —murmuró, frotándose las sienes—. Maldito sueño.
Meyerson le miró con renovado interés.
—¿Sobre qué era?
Él y Gaby Pender habían muerto. Sencillamente habían dejado de vivir, pero sin ir a ninguna parte; él, concretamente, no se había dado cuenta de ningún cambio, ni de vida eterna ni de falta de ella.
Meyerson le escuchó con interés —¿No soñó usted con números?
Adam movió negativamente la cabeza.
—¿Por qué le interesan los números?
—Es que soy místico.
—¿Místico?
—¿Y qué pasa después de la muerte, Maish?
—¿Sabe bien usted el Talmud?
—¿El Antiguo Testamento?
Meyerson le miró extrañado.
—No, por Dios bendito. ¿A qué escuela hebrea fue usted?
—A ninguna.
El conductor de ambulancias suspiró.
—Yo no sé mucho, la verdad, pero esto sí que lo sé. El Talmud es el libro de las antiguas leyes. Dice que las almas buenas se sientan bajo el trono de Yavé —sonrió—. Me figuro que tendrá que ser un trono bien grande o que seremos muy pocos los buenos. Una cosa u otra. —¿Y las almas malas? —preguntó Adam, contra su voluntad.
—Dos ángeles están situados en extremos opuestos del mundo y juegan al escondite con los malos.
—Me está usted tomando el pelo.
—No, nada de eso. Les cogen a los pobres momsers
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y juegan al rugby con ellos. Meyerson volvió a su recado.
—Escuche: dicen que tienen una llamada de Pittsburgh a cargo de usted. Que si la acepta. Llame a la centralita… —Miró un papel que tenia en la mano—, número… 284.
—Dios santo.
—Gracias. ¡Eh! —le llamó—. ¿Tiene cambio?
—Sólo mi suerte.
—¿Cómo?
—El dinero de la apuesta, de jugar al póquer.
—Ah, ya, pero déjeme un poco.
Le alargó dos billetes y tomó el cambio.
—¿Sólo usted y la pájara en el sueño? ¿Seguro que no había números?
Adam dijo que no con la cabeza.
—O sea, dos personas. Apostaré a 222. ¿Quiere que ponga medio dólar por cuenta de usted?
—¡Vaya místico!
—No.
—¿Ni a 284, el número del teléfono?
—No.
Meyerson se encogió de hombros y se fue. A Adam le dolía la cabeza y tenía la boca seca; se dirigió hacia el teléfono, en el pasillo de la entrada.
«Tarde o temprano tenia que ocurrir», se dijo.
Por fin se habrá caído de un puente, o a lo mejor es que se ha tirado.
O quién sabe si está en un hospital, completamente quemado como Mr. Grigio, vaya usted a saber. Pasa constantemente; los chicos prenden fuego a los borrachos.
«Pero la llamada era de su padre —le dijo la telefonista—. Un dólar veinticinco y pico».
—¿Adam? ¿Eres tú, hijo?
—Papá, ¿qué pasa?
—No, nada, que necesito doscientos machacantes. Querría que me los consiguieses.
Alivio e irritación, una especie de tira y afloja emotivo.
—Te di dinero la última vez que nos vimos. Por eso tuve que venir aquí sin un centavo. Tuve que pedir dinero prestado y todo, un adelanto del sueldo del hospital.
—Ya sé que no lo tienes, por eso dije que me lo consigas. Hazme caso, pide otro adelanto.
—¿Para qué lo necesitas?
—Estoy muy malo.
Ahora todo parecía más fácil. Tenía forzosamente que estar borracho, porque, si no, no lo haría tan mal. Sereno, era astuto y peligroso.
—Vete al Colegio Médico y díselo a Maury Bernhardt, el doctor Bernhardt. Le dices que te mandé yo y que te dé el tratamiento que necesites.
—Necesito dinero, el dinero.
«Tiempo hubo —pensó Adam— en que habría empeñado lo que fuese por conseguírselo».
—Ni un centavo más.
—Adam.
—Si te bebiste los doscientos dólares, y por la forma de hablar me parece que es precisamente lo que has hecho, serénate y busca trabajo. Te mandaré diez dólares para que no pases hambre.
—Adam, no me hagas esto a mí. Ten compasión… Hijo…
Los gemidos llegaron justo a tiempo.
Era inteligente; sabía echarse a llorar con sólo verse ante la realidad. Lo difícil era fingir igual de bien la risa.
Adam esperó a que pasase la tormenta, cediendo sólo levemente en su decisión.
—Cinco dólares más. Quince dólares, eso es todo.
Como no era él quien iba a pagar el teléfono, su padre se sonó tranquilamente las narices y cuando se volvió a oír su voz era de nuevo la de un caballero que habla con inferiores.
—Charlatán, me han hecho una oferta por tu colección.
—Papá…
Pero se contuvo y aguardó, receloso.
Siento que seas más prudente, siento que seas más alto
…
—¿Me entiendes?
Adam lo repitió.
—Justo —dijo Myron Silberstein, y colgó, el muy zorro, hábil para escabullirse.
Adam siguió allí, con el teléfono pegado a la oreja, sin saber si reír o llorar, con los ojos cerrados como defensa al persistente golpeteo de su dolor de cabeza, más y más violento. De pronto se creyó asido por el ángel, levantado, arrojado a la oscuridad helada, cogido por las terribles manos que esperaban y vuelto a ser arrojado. Cuando volvió a colgar el teléfono llamó de nuevo inmediatamente, y Adam accedió a la petición de la telefonista: treinta centavos más.
Volvió a la cama, pero toda esperanza de sueño había desaparecido. No conocía la cita. Rindiéndose finalmente, se vistió y fue a la biblioteca del hospital, a ver si la encontraba. Era de un poema de Aline Kilmer, cuyo marido, Joyce, había sido asesinado en su juventud, y, sin duda, todavía atractivo. Eran cuatro versos:
Siento que seas más prudente
siento que seas más alto;
me gustabas más locuelo,
y de menos estatura.
A pesar de todo, sintió como una puñalada, precisamente lo que su padre sabía que iba a sentir. «Debería olvidarme de él —pensó—, eliminarlo de mi vida».
En lugar de esto, lo que hizo fue escribir una nota breve e incluir en el sobre los quince dólares; los envió con un sello de correo aéreo, robado del cuarto de las enfermeras, mientras Helen Fultz fingía no enterarse.
Gaby Pender.
Le tenia como hipnotizado, con aquella piel atezada y la ciruela jugosa. Pensaba en ella constantemente, le telefoneaba con demasiada frecuencia. Ella le informó, contestando a su pregunta, que ahora había pasado al servicio médico de los estudiantes; el bulto había resultado no ser nada, ni bulto siquiera, nada más que músculo e imaginación. Aliviados, hablaban de otras cosas. Él quería volverla a ver, lo antes posible.
Susan Garland se interpuso entre ambos al morir. Salvar la vida a Joseph Grigio no le excusaba de haber perdido la de Susan Garland: Comprobó que en Medicina no existen tales compensaciones.
Su moral se sintió como infectada por un cansancio espiritual que le asustaba, pero que no podía quitarse de encima. Quizás el miedo que sentía Gaby a la muerte le hubiera vuelto a él más sensible de lo que era prudente, se dijo. Y es que, por la razón que fuese, había descubierto en su interior un hondo pozo de furia ante su propia impotencia en la lucha por poner coto a tal desperdicio de vidas humanas.
Por primera vez desde que salió del Colegio Médico se sentía invadido de dudas al ir a hacer sus visitas en la cuadra del hospital. Se sorprendía a sí mismo buscando confirmación en opiniones profesionales, vacilante ante la necesidad de tomar personalmente decisiones que pocas semanas antes no le habrían intimidado en absoluto.
Dirigió su cólera contra sí mismo, encontrando mal todo lo que se refería a Adam Silverstone.
Por ejemplo, su cuerpo.
Los viejos días deportivos habían terminado, pero aún se sentía joven, se dijo, irritado, al mirarse en el espejo y pensar en los gusanos blancos y fofos que su tío Frank solía sacar con la azada en primavera, cuando removía la tierra para plantar tomates en el jardín.
Cuando se quedaba en paños menores y se miraba se notaba una suave redondez en el vientre, parecida a la de las mujeres en sus primeros meses de embarazo.
Compró zapatillas y ropa de gimnasia en la Cooperativa de Harvard y comenzó a hacer carreras periódicas, media docena de veces, en torno al edificio, cuando terminaba su turno de trabajo. Por la noche, la oscuridad le proporcionaba la soledad que deseaba, pero cuando, por la mañana, corría, tenía a veces que pasar por la carrera de baquetas de las risas de las enfermeras.
Una mañana, un muchacho de color, que debía de tener seis o siete años, le miró desde la cuneta:
—Pero, ¿quién le persigue? —preguntó, sin alzar la voz.
La primera vez, conteniendo la irritación, Adam no contestó. Pero cuando se repitió la pregunta una y otra vez siempre que pasaba a su lado, comenzó a responder con semiconfesiones:
—Susan Garland.
—Myron Silberstein.
—Spurgeon Robinson.
—Gaby Pender.
Sentía como la necesidad de responder sinceramente a la pregunta. Por lo tanto al pasar ante él por sexta y última vez, con las piernas doloridas y los brazos al aire, le gritó al muchacho negro, por encima del hombro:
—¡Me persigo a mí mismo!
Por la mañana discutieron el caso de Susan Garland, y Adam descubrió algo nuevo sobre la Conferencia de Mortalidad.
Descubrió que cuando estaba uno directamente relacionado con un caso sometido a examen, el Comité de la Muerte cambiaba súbitamente de fisonomía.
Era como la diferencia que hay entre jugar con un gato doméstico y jugar con un leopardo.
Tomó un café, que inmediatamente le produjo una sensación de acidez en el estómago, mientras Meomartino exponía los detalles del caso, y luego el doctor Sack leía el informe de la autopsia.
La autopsia había puesto de manifiesto que el riñón trasplantado estaba perfectamente, lo cual confirmó inmediatamente la inocencia de Meomartino.
Tampoco se había producido problema alguno con la anastomosis o algún otro de los factores que formaban parte de la técnica de trasplante del doctor Kender.
«De modo que no quedo más que yo», pensó Adam.
—Doctor Silverstone, ¿a qué hora la examinó usted por última vez? —preguntó el doctor Longwood.
Se dio cuenta súbitamente de que los ojos de todos los allí presentes estaban fijos en él.
—Poco antes de las nueve —dijo.
Los ojos del viejo parecían más grandes que de costumbre porque la pérdida de peso volvía sus largas y feas facciones casi cadavéricas. El doctor Longwood, pensativo, se pasó los dedos por el ralo y blanco pelo.
—¿No había síntomas de infección?
—Ninguno, en absoluto.
El doctor Sack carraspeó.
—La hora carece de importancia. Debió de desangrarse en relativamente poco tiempo. Una hora y media, probablemente.
El doctor Kender sacudió la ceniza del cigarrillo.
—¿Se quejó de algo?
—Malestar general —dijo— y dolores abdominales.
—¿Qué síntomas mostraba?
—Tenía el pulso algo más rápido. La tensión era antes más alta, pero cuando se la tomé parecía normal.
—¿Y qué dijo usted de esto? —preguntó el doctor Kender.
—En aquel momento lo consideré un síntoma favorable.
—¿Y qué deduce ahora, sabiendo lo que sabe? —dijo el doctor Kender, sin animosidad.
Se comportaban con ponderación; quizá fuera indicio de que le tenían aprecio. A pesar de todo, sentía náuseas.
—Supongo que ya estaría perdiendo sangre cuando yo la examiné, lo que explicaría la baja tensión sanguínea.
El doctor Kender asintió.
—Es decir, que no había observado usted a suficiente número de pacientes de trasplantes; de eso nadie puede echarle la culpa —dijo, moviendo la cabeza—, pero querría dejar bien en claro que, en el futuro, cuando note en alguno de mis pacientes algo que usted no se explica, tiene que advertir inmediatamente a alguien de mi equipo. Cualquier cirujano externo de este servicio se habría dado cuenta inmediatamente de lo que estaba ocurriendo. Hubiéramos podido practicar una transfusión de sangre tratar de anastomosar la arteria, bajar la presión renal y atiborrarla de antibióticos. Aun en el caso de que el riñón hubiese quedado inservible siempre había la posibilidad de extraerlo.
«Y Susan Garland aún estaría viva», pensó Adam. Ahora se daba cuenta de que había estado viviendo con la convicción subconsciente de que aquella noche debía haber llamado a algún cirujano externo. Por eso precisamente había consultado tanto últimamente, incluso sobre cosas de pura rutina.
Asintió, mirando a Kender.
El especialista en trasplantes suspiró.
—Este fenómeno del rechace sigue siendo el principal problema. Sabemos de mecánica de trasplante lo suficiente para trasplantar físicamente lo que sea: corazones, miembros, rabos de perro. Pero cuando los anticuerpos del paciente se ponen en funcionamiento y rechazan el trasplante, empiezan los problemas. Para contrarrestar esto envenenamos el sistema con sustancias químicas y dejamos al paciente expuesto a la infección.
—Cuando lleve a cabo el trasplante siguiente, el riñón de Mrs. Bergstrom, ¿piensa usted usar dosis más ligeras de medicamentos? —preguntó el doctor Sack.
El doctor Kender se encogió de hombros.
—Tendremos que volver al laboratorio. Estudiaremos mejor la cosa con animales y luego decidiremos.
—Volviendo al caso Garland —dijo, con aplomo, el doctor Longwood—, ¿cómo clasificarían ustedes esta muerte?
—Yo, evitable —respondió el doctor Parkhurst.
—Evitable —repitió el doctor Kender, dando una chupada al puro.