Dos noches más tarde notó que se le habían hinchado los tobillos, con edema. Yació despierto casi la noche entera y luego, por la mañana, por primera vez en muchos años, llamó a su secretaria y le dijo que aquel día no iría a trabajar.
Un par de píldoras le permitieron dormir hasta las dos. Se despertó nervioso e irritable, se preparó un poco de sopa en conserva que en realidad no le apetecía, luego tomó una dosis extra de grano y medio y volvió a echarse a dormir hasta las cinco y media.
Por falta de algo mejor, se duchó, se afeitó y se medio vistió. Después, se sentó en el cuarto de estar, casi a oscuras, sin molestarse en encender la lámpara. Al poco rato se dirigió al armario del pasillo y bajó de detrás de la balda una botella de Chateau Mouton-Rotschild de 1955 que le había dado tres años antes un paciente agradecido, aconsejándole que la guardara para celebrar algo. La descorchó con muy poca dificultad y se sirvió un vaso; luego volvió al cuarto de estar y se sentó allí a oscuras, bebiendo el vino cálido y espeso.
Estaba pensando con gran lucidez. Seguir así no conduce a nada ni vale la pena. No era realmente el dolor, sino más bien lo indigno de la situación.
Los somníferos eran realmente muy suaves y haría falta tomar un buen puñado de ellos, pero en la botella había de sobra.
Trató de imaginarse ocasiones en que su presencia pudiera ser necesaria.
Liz y Meomartino y su hijo, y Dios sabía que él nunca había sido capaz de ayudar a Liz a resolver sus problemas.
Marge Snyder le echaría de menos, pero los dos llevaban años dándose mutuamente muy poco. Ella había perdido a su marido poco antes de la muerte de Frances y los dos habían sido amantes en el periodo de máxima necesidad humana, pero la cosa ya había terminado hacia mucho tiempo. Ella le echaría de menos solamente como se echa de menos a un viejo amigo, y tenía su propia y ordenada vida, en la que la ausencia de él no dejaría ningún vacío.
En el hospital quizá su muerte dejara un vacío, pero, aunque Kender preferiría seguir siendo especialista en trasplantes, tendría que asumir, por ser su obligación, el puesto de cirujano en jefe, y Longwood sabía perfectamente que haría el papel muy bien, brillantemente incluso.
Sólo quedaba, pues, el libro.
Fue a su despacho y miró los dos viejos archivos llenos de historiales clínicos y los montones de fichas que tenía sobre la mesa.
¿Seria realmente la gran aportación que él imaginaba?
¿O no sería, después de todo, más que una simple tentación a abandonarse a un último estertor de una vanidad que en otros tiempos fue vital, a un deseo de que futuros estudiantes consultaran a Longwood, en vez de a Mosely o a Dragstedt?
Cogió el frasco de las píldoras y se lo metió en el bolsillo.
Se sirvió retadoramente otro vaso de vino y salió del apartamento. Sacó el coche y, en la oscuridad temprana y nubosa, se dirigió hacia Harvard Square, pensando, quizá, meterse en algún cine, pero ponían una vieja película de Humphrey Bogart, de modo que siguió adelante, cruzando la plaza y diciéndose que ahora Frances no la reconocería, llena como estaba de pies descalzos, barbas y muslos al descubierto.
Dio la vuelta al patio y aparcó no lejos de la capilla de Appleton. Sin saber por qué, bajó del coche y entró en la capilla, que estaba silenciosa y vacía; justo lo que la religión había sido siempre para él.
No tardó en oír pasos:
—¿Puedo serle útil en algo?
Longwood no sabia si aquel joven cortés era o no el capellán, pero vio que no era mayor que un interno del hospital.
—No, muchas gracias —respondió.
Volvió a salir y subió al coche. Esta vez sabía a dónde iba. Fue a Weston, y cuando hubo llegado a la finca sacó el coche de la carretera para aparcarlo donde se dominara el prado en que tantas veces había jugado al balón.
Apenas se veía en la oscuridad, pero parecía no haber cambiado nada. A pocos pasos del coche vio la vieja haya gris y plata y se alegró de que siguiese en pie.
Con gran sorpresa, sintió en la vejiga la presión antes familiar, apremiante.
«A lo mejor es por el vino», —pensó—, con creciente emoción.
Bajó y fue a un lugar a mitad de camino entre el coche y el gran árbol. Frente a la vieja tapia de piedra se deslizó la cremallera y concentró sus esfuerzos.
Al cabo de un largo rato salieron dos gotas, que cayeron, como de un grifo mal cerrado.
Aparecieron faros que se acercaban, y Longwood se echó hacia atrás violentamente, cerrándose los pantalones como un muchacho a quien sorprende una puerta inesperadamente abierta. El coche pasó raudo junto a él, que seguía allí, temblando. «Soy un idiota, un idiota —se dijo, irritado—. Mira que tratar de hacer pis en plena oscuridad, en un parterre de lirios de los valles que él mismo había plantado un cuarto de siglo antes».
Una gota de lluvia le besó fríamente en la frente.
Se preguntó si, cuando llegara el momento, el Comité de la Muerte decidiría que el fracaso de Harland Longwood había sido evitable o inevitable.
«Si, gracias a alguna especie de reencarnación, pudiera él mismo presidir la reunión, insistiría en echarle toda la culpa al doctor Longwood», —pensó.
Por tantas decisiones equivocadas.
Horrorizado, lo vio con perfecta claridad.
Toda la vida es una Conferencia de Mortalidad.
El historial clínico comenzó con el primer momento de existencia consciente y responsable.
Y, tarde o temprano, al principio poco a poco y luego con sorprendente rapidez, llega el momento en que la historia ha terminado para uno. Y él ahora se veía las caras con el total de su propia e imperfecta actuación.
Tan vulnerable, tan terriblemente vulnerable.
Caballeros, examinemos el caso Longwood.
¿Evitable o inevitable?
Cuando volvió al coche la lluvia caía ya persistentemente, como vertida desde el cielo por sus músculos pélvicos.
Dio la vuelta al coche y sus faros iluminaron el letrero que había al fin de la calzada; entonces vio que los Bancroft habían vendido la finca a una familia apellidada Feldstein.
Ojalá los Feldstein fueran tan simpáticos como los Rosenfeld.
Un momento más tarde comenzó a reír, y no tardó en reír tanto que tuvo que parar el coche a un lado de la carretera.
«Oh, Frances —le dijo—, ¿cómo es posible que, sin saberlo, haya podido convertirme en un viejo en tan mal estado de funcionamiento?».
Haciendo memoria, aún se sentía por dentro como el joven que se había arrodillado desnudo ante ella la primera vez que hicieron el amor juntos.
«Y después de rezar toda la vida ante un santuario como aquél —pensó—, ya no podía empezar a creer de pronto en un Dios salvador simplemente porque se veía necesitado de salvación».
«Ni tampoco —se dijo, con aterradora claridad— era capaz después de haber luchado toda su vida contra la muerte, de ayudarse ahora a sí mismo a morir».
Cuando llegó Longwood al hospital, Kender estaba todavía en el laboratorio de urología, examinando Rayos X con el joven Silverstone.
—Me gustaría volver al aparato —dijo.
Kender levantó la vista de la foto.
—Está ocupado lo que queda de noche —dijo—. No te lo puedo dejar hasta mañana.
—¿A qué hora?
—A eso de las diez. Cuando termines, quiero que te hagas una transfusión de sangre.
Era una orden, no una petición. Kender estaba hablando a un paciente.
—Creemos que el aparato no es una solución permanente para ti —estaba diciéndole Kender—. Vamos a ver la forma de conseguirte otro riñón.
—Ya sé lo difícil que es escoger donadores de riñones —dijo Longwood, con sequedad—. No quiero privilegios.
El doctor Kender sonrió.
—No vas a tener ninguno. Tu caso fue seleccionado por su valor docente por el Comité de Trasplantes, pero tienes un tipo de sangre poco corriente y, como es natural, es posible que tardemos algo en encontrar un cadáver adecuado. Entretanto, tendrás que ser más formal y venir al aparato dos veces a la semana.
El doctor Longwood asintió.
—Buenas noches —dijo.
Fuera, las puertas cerradas neutralizaban el rumor de las máquinas y reinaba el silencio. Había llegado ya casi al ascensor cuando oyó abrirse una puerta y ruido de pasos apresurados.
Se volvió y vio que era Silverstone.
—Dejó usted esto en la mesa del doctor Kender —dijo Adam, mostrándole el frasco de píldoras somníferas.
Longwood buscó en los ojos del joven un atisbo de piedad, pero no vio más que un interés atento. «Dios —pensó—, éste quizá llegue a cirujano».
—Gracias —dijo, cogiendo el frasco—. ¡Qué descuido el mío!
ADAM SILVERSTONE
Los turnos de trabajo de treinta y seis horas hacían que los días y las noches se juntasen curiosamente, por así decirlo, de modo que durante periodos de exceso de trabajo, si no miraba a la ventana, a veces Silverstone no estaba seguro de si afuera había sol o luna.
Encontró que el Hospital General del condado de Suffolk era lo que él había estado buscando desde hacia tiempo sin saberlo.
Era un hospital viejo, no tan limpio como cabría desear; la sucia pobreza de los pacientes le ponía nervioso; la administración escatimaba dinero de mil antipáticas maneras, como por ejemplo, no dando ropa blanca a los médicos con suficiente frecuencia. Pero se practicaba un interesantísimo tipo de cirugía universitaria. En un solo mes allí, Adam había operado más casos de más interesante variedad que en medio año en Georgia.
Había sentido una sensación deprimente al oír por primera vez que Rafe Meomartino estaba casado con una sobrina del Viejo, pero tuvo que admitir que las buenas operaciones se repartían imparcialmente entre ellos dos. Se dio cuenta de que existía una inexplicable frialdad entre Meomartino y Longwood, y acabó pensando que lo más probable era que el parentesco le resultase perjudicial a Rafe.
La única parte incómoda de su existencia era cuando se encontraba en el sexto piso que, en un momento de distracción y estupidez, había sido convertido por él mismo en un lugar frío y solitario.
Lo peor del episodio del jabón era que, en realidad, a él le caía simpático Spurgeon Robinson.
Una mañana, había entrado en el cuarto de baño mientras el interno se afeitaba, y se pusieron a hablar de béisbol mientras él se desnudaba y se duchaba.
—¡Demonio! —murmuró.
—¿Qué pasa?
—No tengo jabón.
—Toma el mío.
Adam había mirado el jabón blanco que Robinson tenía en la mano, moviendo la cabeza y diciendo:
—No, gracias.
Se estiró bajo el agua caliente y unos pocos minutos más tarde (¿por distracción?) recogió de la bandeja un pedacito plateado de jabón usado, frotándose el cuerpo con él.
Robinson echó, al salir, una ojeada a la ducha.
—Ah, veo que por fin encontraste jabón —dijo.
—Sí —dijo Adam, sintiéndose súbitamente incómodo.
—Ése es el pedazo con que me lavé ayer el culo negro que Dios me ha dado —dijo entonces Spur, afablemente.
El dinero no era ya motivo de preocupación. Se dedicó a trabajar de noche gracias al capote que le había echado el rechoncho anestesista residente, a quien las enfermeras de la sala de operaciones llamaban «gigantico verde», y que a él siempre le había parecido una gordinflona, pero cuyo nombre había resultado ser sencillamente Norman Pomerantz. Un día, Pomerantz entró en el cuarto del personal y, sirviéndose una taza de café, preguntó si alguien quería hacerse cargo, varias veces a la semana, de la clínica de urgencia de un hospital situado al oeste de Boston.
—Me da igual donde esté —dijo Adam, antes de que nadie tuviera tiempo de contestar—. Si me pagan, voy.
Pomerantz se echó a reír.
—Está en Woodborough, y te pagan con dinero del seguro de hospitalización.
De modo que renunció a dormir y no quedó nada descontento del negocio que había hecho. La primera noche que tuvo libre en el Hospital General del condado de Suffolk cogió el tren elevado hasta la plaza del Parque y, allí, el autobús hasta Woodborough, que resultó ser una villa industrial barroca de Nueva Inglaterra convertida recientemente en un extenso y populoso suburbio de gente que trabajaba en Boston e iba allá a dormir. El hospital era bueno, pero pequeño, y el trabajo, poco interesante: chichones, bultos, heridas; la operación más complicada que tuvo que hacer fue una fractura de muñeca. Pero el dinero le venía de perlas. La segunda vez que cogió el autobús de Boston se dijo, casi con miedo, que ya era solvente. Claro es que lo suyo le costaba, pues llevaba sesenta horas sin dormir: treinta y seis al pie del cañón en el Hospital General del condado y otras veinticuatro en Woodborough, pero la súbita sensación de opulencia lo justificaba. Cuando volvió a su cuarto del hospital durmió ocho horas seguidas y luego se despertó sintiéndose ligero de cabeza, ágil de lengua y extrañamente rico.
Iba en autobús a Woodborough siempre que tenía tiempo libre. A medida que su cuerpo iba fatigándose más y más, Adam se habituaba a robar pequeños momentos de descanso: en camillas, sentado en el cuarto del personal, una vez incluso apoyándose un momento contra la pared del pasillo, y aquellos momentos de sueño eran para él como para un niño saborear un caramelo.
Se sentía más solo incluso que de costumbre. Una noche, echado en la cama, escuchaba a Spurgeon Robinson tocar una especie de guitarra cuya existencia él nunca había sospechado. Adam pensaba que aquella música le enseñaba mucho sobre el carácter del interno. Un rato después se levantó, bajó a la calle y fue a una tienda a comprar una caja de seis latas de cerveza. Robinson abrió la puerta al oírle llamar y estuvo un momento mirándole sin decir nada.
—¿Estás ocupado? —preguntó Adam.
—No, entra.
—Pensé que podríamos ir al tejado a tomar un trago.
—Fenómeno.
El perfecto anfitrión abrió la ventana y cogió el paquete, dejando que Adam pasara primero sobre el alféizar.
Bebieron y charlaron de varias cosas y, de pronto, se quedaron sin saber de qué hablar. Se sentían incómodos, y Adam eructó y frunció el ceño.
—Al demonio —dijo—. Perdona, tú y yo no podemos estar así, enfadados como un par de niños pequeños. Somos profesionales. Hay gente enferma que depende de nuestras posibilidades de comunicación.
—Me enfado y me voy de la lengua —dijo Spurgeon.