El Comite De La Muerte (11 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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Cayó.

Y cayó.

Y finalmente rebotó contra el cemento del patio.

Aguardaron en silencio y recobraron la respiración al mismo tiempo.

—Lo mejor es que mire a ver —murmuró Adam.

—No, déjame a mí. Camuflaje natural.

Se acercó cuidadosamente y asomó la cabeza por el borde del tejado.

—¿Qué ves?

—Una lata de cerveza, nada más —respondió.

Tenia la mejilla pegada al borde del tejado y la uralita estaba aún caliente del sol diurno.

La cabeza le daba vueltas a causa de la fatiga, el regocijo y la cantidad de cerveza ingerida.

Después de todo, a lo mejor este sitio me va bien, se dijo.

Aquella misma noche, más tarde, se sintió algo menos optimista. Hacia más calor, la oscuridad estaba surcada por relámpagos de calor, pero no por lluvia. Spur yacía desnudo en la cama, echando de menos Manhattan. Cuando en la habitación contigua cesaron los movimientos y se sintió seguro de que Silverstone se había dormido, cogió la guitarra y tocó bajo en la oscuridad, al principio tanteando, pero luego improvisando en serio, la melodía anónima y larga que nunca había oído hasta entonces, pero que le decía lo que sentía en aquel preciso momento: una mezcla de soledad y esperanza. Tocó así durante diez minutos.

—Eh —oyó decir a Silverstone—, ¿cómo se llama eso?

No contestó.

—Oye, Robinson —llamó Silverstone—, tocas estupendamente. Repítelo, ¿quieres?

Siguió inmóvil y silencioso. No podría seguir tocando aunque quisiera. «En este sitio —pensó— no se puede estar solo, pero acústicamente es bueno». De vez en cuando refulgía un relámpago trayendo consigo gruñidos de trueno. Dos veces más se oyeron sirenas de ambulancia. «Fantástico sonido para una composición musical —pensó—. Se podría imitar con cuernos».

Finalmente, sin darse cuenta de ello, fue hundiéndose en el sueño.

3

HARLAND LONGWOOD

A comienzos de agosto, cuando sus abogados ultimaron los detalles del fideicomiso irrevocable, Harland Longwood telefoneó a Gilbert Greene, presidente del comité directivo del hospital, y le pidió que fuera a su despacho a revisar las cláusulas de su testamento, del que nombraba albacea a Greene.

El fideicomiso le parecía bien pensado. La renta de sus valores bastaría para dotar una nueva cátedra para Kender en el Colegio Médico. El sueldo de Longwood como jefe de cirugía era más que suficiente para sus necesidades inmediatas, pero tenía la aversión propia de un aristócrata de Nueva Inglaterra a echar mano del capital.

El grueso de su fortuna no formaría parte del fideicomiso hasta después de su muerte, cuando se formaría un comité facultativo de asesores para invertirla en beneficio de la Escuela médica.

—Espero que se tardará aún mucho tiempo en nombrar ese comité —dijo Greene, después de leer los documentos.

Esta frase era lo más parecido a una expresión de afecto que había oído Longwood de labios del banquero.

—Gracias, Gilbert —dijo—. ¿Quieres una copa?

—Un poco de coñac.

El doctor Longwood abrió la licorera portátil que tenia detrás de su mesa de trabajo y escanció el coñac de una de las viejas garrafas azules. Sólo un vaso, nada para él.

Le gustaba mucho aquella licorera portátil, de bella caoba oscura y plata vieja. La había comprado una tarde, en una subasta de antigüedades en la calle de Newbury, dos horas después de haber votado a favor del nombramiento de Bester Kender como miembro del hospital. Kender ya se había ganado cierta fama en Cleveland, como innovador de la técnica del trasplante, y, aquella tarde, Harland Longwood se había dado cuenta de nuevo de que a su alrededor estaban surgiendo hombres más jóvenes y brillantes. Pagó algo más de lo que realmente valía aquel pequeño bar antiguo, en parte porque sabía que a Frances le gustaría y, en parte también, porque se dijo, con cierto humor negro, que si los jóvenes invasores acababan echándole a un lado siempre podría dedicarse a llenar las botellas de su licor favorito y anestesiarse a solas tarde tras tarde.

Y ahora, diez años después, seguía siendo jefe de cirugía, se recordó a sí mismo, no sin cierta satisfacción. Kender había atraído en torno a sí a otros jóvenes genios, pero cada uno de ellos iluminaba solamente un campo reducido de actividad, seguía siendo él, el viejo cirujano general, el encargado de reunir todas las piezas y dirigir el servicio quirúrgico del hospital.

Greene husmeó, tomó un sorbo, se frotó el coñac contra el paladar y tragó despacio.

—Es una donación generosa, Harland.

Longwood se encogió de hombros. Ambos sentían gran lealtad al hospital y al Colegio Médico. Aunque Greene no era médico, su padre lo había sido, y él fue nombrado miembro del comité directivo automáticamente, en cuanto su posición en el mundo de la Banca le convirtió en persona influyente. Longwood sabía que en el testamento de Gilbert había cláusulas que serían más ventajosas para el hospital que las suyas incluso.

—¿Y de verdad no crees que tu lealtad a este sitio no ha perjudicado a los otros herederos? —Preguntó Greene—. Veo que los otros legados son de diez mil dólares cada uno, a Mrs. Marjorie Snyder, del Centro Newton, y otro a Mrs. Meomartino, de Back Bay.

—Mrs. Snyder es una vieja amiga —dijo Longwood.

Greene, que conocía a Harland Longwood de toda la vida y también creía conocer a todos sus viejos amigos, asintió con la ausencia de sorpresa del hombre que ha leído muchos testamentos raros.

—Tiene una buena pensión anual y ni necesita ni desea ayuda económica mía. Mrs. Meomartino es mi sobrina Elizabeth, la hija de Florence —añadió, recordando que, en cierta época, Gilbert había estado enamorado de Florence.

—¿Con quién se casó?

—Con uno de nuestros encargados del servicio quirúrgico. Tiene dinero, es de familia rica.

—Seguro que le he visto alguna vez —dijo Greene, a desgana.

Longwood había notado que a Gilbert le desagradaba confesarse incapaz de identificar a la gente joven del hospital, como si fuera una organización pequeña e íntima.

—No hay nadie más —dijo el doctor Longwood—. Por eso quiero dotar la cátedra de Kender lo antes posible. Es urgente.

—La Cátedra Harland Mason Longwood de cirugía —dijo Greene, saboreando el nombre como había saboreado el coñac.

—No, la Cátedra Frances Sears Longwood —corrigió el doctor Longwood.

Greene asintió.

—Eso está muy bien. A Frances le hubiera gustado.

—No estoy yo tan seguro; pienso que le habría intimidado —dijo—; yo querría que tú y los otros comprendieseis que esto no va a reducir los gastos del departamento, Gilbert. No es ése el motivo del legado, en absoluto. Quiero utilizar de otra manera los fondos que quedarán libres.

—¿De qué manera? —preguntó Gilbert, cauto.

—Para pagar un nuevo curso de instrucción quirúrgica, eso lo primero. No preparamos bien a nuestra gente. Creo que lo mejor es empezar, y lo antes posible.

Gilbert asintió, pensativo.

—A mí me parece bien. ¿Tienes ya candidato?

—No, la verdad. Tenemos a Meomartino, pero no sé si le interesará. Y luego está un chico nuevo, Silverstone, que acaba de venir al hospital y parece excelente. No hay necesidad de escoger ahora. Eso es cuestión del departamento. Nosotros lo que tenemos que hacer es vigilar y dejar que el comité seleccionador nos presente al mejor candidato para julio próximo.

Gilbert se levantó para irse.

—¿Y qué tal estás tú, Harland? —preguntó, al darle la mano.

—Yo, bien… cuando esté mal, te lo diré —respondió, a sabiendas de que Gilbert recibía informes sobre su estado de salud.

El presidente del comité directivo asintió. Vaciló un momento.

—El otro día estaba pensando en esas tardes que solíamos pasar juntos en la finca —dijo—. Lo pasábamos bien, Harland, bien de verdad.

—Sí —dijo el doctor Longwood, asombrado.

«Tengo que tener peor aspecto del que creía —pensó—, para que Gilbert se me muestre tan emotivo».

Cuando Greene se hubo ido se dejó caer en la silla y se puso a pensar en las tardes de verano en que, siendo joven y aún cirujano visitante, hacía sus visitas de la tarde y luego se ponía a la cabeza de tres coches llenos de gente (empleados y médicos del hospital y, a veces, alguno de los administradores), e iban todos a la finca de Weston, donde jugaban al fútbol y lo pasaban en grande, en un prado inclinado y duro, hasta que llegaba la hora de la cena y comían salchichas de Francfort, alubias cocidas y pan negro que les había preparado Frances.

Fue después de una de esas bellas tardes de sábado cuando Frances cayó enferma. Inmediatamente se dio cuenta de que era el apéndice. Había tiempo sobrado para llevarla al hospital.

—¿Me lo vas a quitar tú? —había preguntado ella, sonriente a pesar del dolor y la náusea, porque realmente tenía mucha gracia verse convertida en paciente de su marido.

Él movió negativamente la cabeza.

—No, Harrelman. Pero yo estaré allí, querida.

No quería operarla él, ni siquiera tratándose de una apendicetomía.

En el hospital la había puesto en manos del joven interno puertorriqueño llamado Ramírez.

—Mi mujer es alérgica a la penicilina —le había dicho Longwood, por si ella se olvidaba de advertirlo.

Repitió esto dos veces más y luego corrió a buscar a Harrelman. Más tarde descubrió que el muchacho casi no entendía el inglés. No había examinado el historial médico de Frances porque no sabía interrogarla ni hubiera entendido sus respuestas. Evidentemente, lo único que comprendió de su advertencia fue la palabra «penicilina» y, consciente de su deber, le había administrado cuatrocientas mil unidades intramuscularmente. Antes incluso de que Harland hubiera conseguido dar con Harrelman, ya Frances había sufrido un shock anafiláctico y estaba muerta.

Aunque sus amigos habían tratado de impedirle asistir a la Conferencia de Mortalidad, él acudió por su propia voluntad, insistiendo en que se buscara un intérprete para que el doctor Ramírez comprendiese todo cuanto se iba a decir allí. Bajo la mirada vigilante y analítica de Harrelman, Longwood había tratado al muchacho con consideración y moderación, pero con implacable minuciosidad. Un mes después de que el comité declarase la muerte evitable, el doctor Ramírez dimitió y se volvió a su isla. El doctor Harrelman invitó entonces a Harland a comer y le convenció de que aceptara la dirección del departamento cuando él se retirara.

Para esto tuvo que renunciar a su clientela particular, pero nunca se arrepintió de ello. Modificó todo lo posible su modo de vida. El otoño siguiente vendió la finca, rehusando un beneficio de cinco mil dólares que le ofrecía un contable de Worcester llamado Rosenfeld para vendérsela a un abogado de Framingham apellidado Bancroft. Rosenfeld y su mujer parecían simpáticos, y él nunca reveló a ninguno de sus amigos la oferta que le habían hecho. Sabía que Frances se habría enfadado mucho con él por esto, pero la verdad era que no podía acostumbrarse a la idea de que la finca que su mujer había querido tanto pasase a manos de gente tan diferente a como había sido ella.

Movió la cabeza y, después de una pequeña lucha consigo mismo, volvió a poner en su sitio la garrafa de coñac.

Nunca le había gustado mucho beber, pero últimamente había empezado a tomar coñac, razonando que el contenido alcohólico del coñac estaba casi completamente metabolizado y, por lo tanto, podía ser considerado como una especie de medicamento.

Cuando aparecieron los primeros síntomas, él sospechó que tenía una inflamación prostática. Contaba sesenta y un años, justo la edad en que es probable que esto se produzca.

La perspectiva de tener que someterse a una prostatectomía era irritante; quería decir que tendría que dejar de trabajar precisamente cuando estaba empezando un proyecto que llevaba años preparando: la redacción de un nuevo texto de cirugía general.

Pero no tardó en resultar evidente que aquello no tenía nada que ver con la próstata.

—¿Has tenido la garganta irritada recientemente? —le había preguntado Arthur Williamson al pedirle Harland que le examinara.

Esta pregunta era precisamente la que había esperado, y por eso le irritó.

—Sí, no duró más que un día. Hará dos semanas.

—¿Mandaste hacer un cultivo?

—No.

—¿Tomaste un antibiótico?

—No eran estreptococos.

Williamson se le había quedado mirando.

—¿Y cómo lo sabes?

Pero los dos sospechaban que sí lo eran, y sabían también, sin motivo o razón, con una curiosa resignación, antes incluso de proceder al examen, que la infección le había dañado el riñón. Inmediatamente, Williamson lo había entregado a Kender.

Le habían puesto una desviación arteriovenosa en una vena y una arteria en la pierna.

Desde el principio Longwood se había portado como un pésimo paciente, luchando emotivamente contra el aparato renal desde el momento mismo en que le conectaron el tubo a la desviación. El aparato era ruidoso e impersonal, y durante la sesión de limpieza de sangre, que requería catorce horas, Harland tenía que yacer inquieto en la cama y sufría violentos dolores de cabeza, tratando inútilmente de trabajar con sus fichas, en las que había acumulado el material para el primer capítulo de su libro.

—Con frecuencia los riñones se restablecen y vuelven a funcionar después de unas pocas sesiones con este aparato —le había dicho Kender, optimista.

Pero hubo que realizar el obsceno rito con el aparato dos veces a la semana durante todo un mes, y entonces resultó evidente que sus riñones no reaccionaban y que sólo el aparato le iba a conservar la vida.

Le impusieron sesiones fijas, todos los lunes y jueves por la tarde, a las ocho y media.

Se liberó de todos los horarios quirúrgicos. Llegó a pensar en dimitir, y luego, desapasionadamente, decidió, o mejor dicho esperó, que él era demasiado importante como administrador y maestro. En vista de ello continuo con su rutina diaria.

Pero el jueves de la séptima semana que pasaba con el aparato, sin premeditación o deliberación en absoluto, sencillamente dejó de ir al laboratorio. Mandó recado de que pusieran en su lugar a otro paciente.

Pensó que quizá Kender intentara convencerle de que tenía que volver a usar el aparato, pero el día siguiente el urólogo no hizo el menor esfuerzo por ponerse en contacto con él.

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