—Pero tienes razón. No me gusta usar el jabón de cualquiera.
—Pues yo el tuyo ni regalado —sonrió Spurgeon.
—Pero cuanto más pienso en aquello, tanto más evidente me parece que no por eso rehusé tu jabón —dijo Adam, en voz baja.
Spurgeon se limitó a mirarle.
—Nunca he conocido lo que se dice bien a una persona de color. Cuando era pequeño, en nuestro barrio de Pittsburgh pandillas de chicos negros venían a pegarse con nosotros. Hasta ahora ésa es la parte más importante de mis contactos interraciales.
Spurgeon seguía sin decir nada. Silverstone cogió otra lata de cerveza.
—¿Has conocido tú a muchos blancos?
—En estos doce años últimos me han tenido sitiado.
Los dos miraron hacia los tejados vecinos.
Robinson alargó algo y Adam lo cogió, pensando que seria una lata de cerveza, pero resultó que era una mano.
Que él estrechó.
Con su primer cheque devolvió el adelanto que, a cuenta del sueldo, había recibido del hospital el día de su llegada, y cuando le fue entregado el segundo cheque fue a un Banco y abrió una cuenta de ahorros. En Pittsburgh tenía aún al viejo, callado por el momento, pero dispuesto sin el menor género de dudas a darle un sablazo en cualquier momento. Adam se prometió resistir: toda mi fortuna para salvarle de una catástrofe pero ni un centavo para alcohol. Aunque no retiró el dinero ni comenzó a buscar un coche de segunda mano sentía por primera vez en su vida el deseo de derrochar. Quería tener su propio coche para aparcarlo y forcejear con alguien, por ejemplo con Gaby Pender.
Seis semanas ya y aún no la había visto. Había hablado con ella por teléfono varias veces, pero sin invitarla a salir con él, sintiéndose como impelido hacia Woodborough, para poder aumentar su tesoro.
«Cuando, por fin, salieran —se decía Adam— podría gastar dinero sin escatimar nada».
Pero al otro extremo de la línea telefónica ella estaba comenzando a mosquearse y cada vez que le llamaba se le mostraba más fría, por lo cual acabó por contarle lo que hacía con su tiempo libre.
—Pero te vas a morir de fatiga —le dijo, horrorizada.
—Estoy ya casi a punto de trabajar menos.
—Prométeme que descansarás el próximo fin de semana.
—Bueno, pero sólo si sales conmigo el domingo por la tarde.
—No; es para que duermas.
—Después de verte.
—Bueno, de acuerdo —dijo ella, al cabo de un momento.
«Parece contenta de rendirse», —pensó él, optimista.
—Lo pasaremos en grande.
—Oye —dijo ella—, tengo una gran idea para pasarlo realmente bien. La Orquesta Sinfónica de Boston va a radiar esta noche el concierto desde Tanglewood. Yo traigo mi radio portátil y ponemos una manta en la hierba de la explanada y oímos la música.
—Estás tratando de ahorrarme dinero. Tengo para pasarlo bien de verdad.
—Para pasarlo más caro, pero no mejor. Tendremos la oportunidad de hablar.
Accedió a estar lista a las seis; así tendrían más tiempo.
—Estás loca —dijo Adam, encontrando que lo de la manta era una gran idea.
El domingo por la tarde, su impaciencia estaba ya tensa a más no poder. Era un día apacible. Pensando en el futuro inmediato puso buen cuidado en preparar lo mejor posible todos los detalles de la jornada, a fin de que no saliese nada mal a última hora. En el cuarto de las enfermeras había un reloj grande y viejo, con las manecillas señalando las cinco menos veinticinco, como las manos de un bailarín de charlestón paralizado inmediatamente después de abrirlas en abanico sobre las rodillas. «Ochenta y cinco minutos eternos», —pensó—. Se ducharía y mudaría de ropa, y saldría del hospital bien defendido en todos los frentes. Afeitado, con loción y polvos, los zapatos relucientes, el pelo bien domado y las esperanzas bien altas, en busca de Gaby Pender.
«Se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. El gran edificio era como un perro dormido, —pensó—; podía dormitar tranquilo, pero, tarde o temprano»…
Sonó el teléfono.
«La vieja, siempre despierta», pensó, hosco, y descolgó. Urgente, tres casos de quemadura.
—Voy —dijo, y fue.
En el ascensor, siguió preocupándose, inquieto por si aquello resultaba serio y le hacía llegar tarde a su cita.
El olor a quemado chocó con él en el pasillo.
Eran un hombre y dos mujeres. Adam vio que el estado de las mujeres no era de cuidado. Ya habían tomado calmantes. Bien hecho, residente de la clínica de urgencia, el muchacho llamado Potter, que necesitaba el éxito. Había operado al hombre en la tráquea, su primera operación de este tipo sin duda (muy bien por el valor, pero regular sólo por no haber esperado un par de minutos más para hacer la operación en el sitio adecuado), y ahora estaba concentrando su atención en un catéter de aspiración, tratando de absorber secreciones.
—¿Han llamado a Meomartino?
Potter movió negativamente la cabeza. Adam telefoneó al encargado del servicio quirúrgico.
—Doctor, aquí nos vendría al pelo que alguien nos echase una mano.
Meomartino vaciló.
—¿Pueden arreglárselas solos? —dijo, tajante.
—No —respondió Adam colgando el teléfono sin más.
—Santo Dios, mire la de cosas que estoy sacándole de los pulmones —dijo Potter.
Adam miró y se encogió de hombros.
—Eso es contenido gástrico, del estómago. ¿No se da cuenta de que ha sido aspirado? —dijo irritado.
Se puso a cortar toda la ropa que pudo, para dejar libre la carne quemada.
—¿Cómo ocurrió?
—El inspector de bomberos está haciendo averiguaciones doctor —dijo Meyerson, desde la puerta—. Fue en una tienda de comestibles. Es casi seguro que se produjo una explosión en la cocina, en el horno. La tienda estaba cerrada por reparaciones. Sin embargo, a juzgar por el olor, debían de tener la cocina llena de una mezcla de keroseno y aceite de cocinar, que se incendió poco antes de caerles encima.
—Vaya, menos mal que no fue en una «pizzería», porque no hay nada peor que quemaduras de tercer grado de «mozzarella
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» —dijo Potter, tratando de recobrar la serenidad.
El hombre se quejó. Adam se cercioró de que aún no había recibido calmantes, y entonces le dio cinco miligramos de morfina y dijo a Potter que les limpiase a los tres lo más que pudiera, no mucho, sin embargo, porque el fuego es cosa muy seria.
Apareció Meomartino, hosco, pero se volvió más afable cuando vio que realmente allí hacia falta manos extra; sacó muestras de sangre a las mujeres para que las examinase el laboratorio y ayudó a Adam, que estaba tratando al hombre. Luego, inyectó a los pacientes sus primeros electrólitos y coloides con las mismas agujas que había empleado para extraer la sangre. Cuando todos ellos fueron enviados a la sala de operaciones número 3, una enfermera ya había examinado la cartera del paciente y anotado el nombre y la edad: Joseph P. (Paul) Grigio, de cuarenta y cuatro años. Meomartino vigiló mientras Potter cuidaba de las mujeres y Adam acoplaba el catéter urinario a Mr. Grigio y luego seccionaba la larga vena safena del tobillo, insertando una cánula de polietileno y sujetándola con ligaduras de seda, para fijar bien el curso intravenoso.
Tenía quemaduras de segundo grado en un treinta y cinco por ciento de la superficie de su cuerpo: el rostro (¿los pulmones?), el pecho, los brazos, la ingle, pequeñas secciones de las piernas y la espalda. Antes había sido un hombre musculoso, pero ahora era fofo. ¿Cuántas reservas de fuerza quedarían aún en aquel cuerpo de mediana edad?
Adam se dio cuenta de pronto de que Meomartino estaba mirándole mientras él observaba el estado del paciente.
—No hay nada que hacer —sentenció el encargado del servicio quirúrgico—. No llegará a mañana.
Se quitó los guantes.
—Pues yo creo que sí —replicó Adam, sin darse cuenta.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Nada, una idea mía. He visto muchas quemaduras.
En seguida se enfadó consigo mismo por haber dicho aquello. Después de todo, él no era especialista en la curación de quemaduras.
—¿En Atlanta?
—No, en Filadelfia. Trabajé de ayudante en el depósito de cadáveres cuando era estudiante de Medicina.
Meomartino pareció sorprendido.
—No es exactamente lo mismo que trabajar con gente que todavía está viva.
—Ya lo sé, pero me da la impresión de que este sujeto aguantará —dijo, con obstinación.
—Lo espero, pero no lo creo. Se lo dejo a usted. —Meomartino se volvió, para irse, pero se detuvo—. Verá, vamos a hacer una cosa: si aguanta, invito yo a café en «Maxie’s» una semana entera.
«Simpático», pensó Adam al verle irse con las mujeres.
Estableció un tratamiento profiláctico antitetánico y luego le siguió hasta la cuadra. Aplicando la regla de Evans para calcular la cantidad de líquido que se había de remplazar en un hombre de ochenta y cinco kilos de peso, llegó a la conclusión de que harían falta dos mil ciento centímetros cúbicos de coloide, dos mil ciento de suero salino fisiológico y dos mil de agua para la excreción urinaria. La mitad de esta cantidad se le aplicaría en suero venoso gota a gota en las primeras ocho horas —se dijo— junto con dosis masivas de antibióticos para contrarrestar la posibilidad de infección bacteriana en la superficie chamuscada y sucia de la zona quemada.
Mientras sacaban la cama del ascensor, en el segundo piso, con una súbita sensación de desánimo vio la hora que era.
Las seis y cuarto.
Debería estar arreglándose ya para ir a ver a Gaby, y en lugar de esto aún tendría que atender al paciente durante unos veinte minutos.
El cuarto 218 estaba vacío y en él instalaron a Mr. Grigio, aislado; luego, Adam concentró su atención en la tarea de tratarle la quemadura localmente preguntándose qué estaría usando Meomartino con su paciente en la sección de mujeres.
Miss Fultz estaba en el cuarto de las enfermeras, con sus historiales clínicos y su enorme pluma estilográfica. Cansado de esperar a que fuera ella quien levantase la vista, carraspeó ruidosamente.
—¿Dónde hay una palangana grande esterilizada? Y me hacen falta otras cosas.
Una enfermera principiante pasó rápidamente por su lado.
—Miss Anderson, dele lo que necesita —dijo la jefa de las enfermeras, sin perder siquiera un plumazo.
—Joseph P. Grigio está en el 218. Necesitará enfermeras especializadas por lo menos durante tres turnos.
—No hay enfermeras especializadas disponibles —dijo ella, como hablando a la mesa en que escribía.
—¿Y por qué diablos no las hay? —replicó Adam más molesto por la negativa de ella a hablarle directamente que por el problema mismo.
—No sé. Por la razón que sea, las chicas ya no quieren ser enfermeras.
—Tendremos que trasladarlo a la sección de tratamiento intensivo.
—En esta sección, el tratamiento no es tan intensivo como se cree. Está sobrecargada desde hace más de una semana —respondió ella, mientras su pluma proyectil describía pequeños círculos negros en el aire antes de caer en picado para escribir una frase en el papel.
—Solicite las enfermeras y dígame lo que haya en cuanto sepa algo, por favor.
Aceptó el cuenco esterilizado que le tendía Miss Anderson y mezcló su potingue. Cubitos de hielo para refrescar y anestesiar la quemadura y mantener la hinchazón lo más baja posible. Suero salino fisiológico, porque el agua fresca hubiera actuado a modo de sanguijuela en los electrólitos del cuerpo. «Phisohex» para limpiar; se cortaba en pequeños remolinos al revolverse la mezcla. Lo único que le faltaba a aquella poción mágica era sangre de dragón y lengua de salamandra acuática.
Se puso a sacar trozos de gasa de un armario, hasta que, viendo que en una balda superior había compresas higiénicas, cogió tres capas de ellas. Eran ideales para su objeto.
—Ah. ¿No podría usted por casualidad echarme una mano?
—No, doctor, Miss Fultz me ha dado orden de hacer otras cosas, como suministrar orinales a la cuadra entera.
Él asintió, exhalando un suspiro.
—¿Me haría un pequeño favor, sólo uno? Llamar por teléfono.
Escribió el nombre de Gabrielle Pender y su número telefónico en una hoja de recetas que arrancó del bloc.
—Dígale, por favor, que me temo que voy a tardar un poco.
—De acuerdo. Esperará. Yo, en su lugar, esperaría.
La chica sonrió y se fue, dejándole el recuerdo de sus pequeñas y atractivas nalgas escandinavas, recuerdo que fue efímero. Cogió cuidadosamente el cuenco y fue al cuarto 218 derramando sólo muy poco líquido en el suelo reluciente del pasillo. Luego metió las compresas en el líquido, las exprimió suavemente, para liberarlas del exceso de humedad, y fue aplicándolas una a una sobre la carne quemada, comenzando por la cabeza y yendo cuerpo abajo, hasta que Mr. Grigio pareció vestir un absurdo traje de compresas higiénicas. Cuando le hubo cubierto las espinillas comenzó de nuevo sustituyendo las compresas viejas, calentadas por el aire, por otras húmedas y frías.
Bajo la acción del opio, Mr. Grigio dormía. Diez años antes, su rostro debió sin duda de haber sido atractivo, el rostro de un espadachín italiano, pero su belleza mediterránea se había disuelto en la calvicie creciente y los gruesos carrillos. «Mañana por la mañana —se dijo Adam— este rostro se convertirá en un globo grotesco».
El hombre quemado se agitó.
—¿Dove troviamo i soldi? —gimió.
Se estaba preguntando dónde encontraría dinero. «No en la compañía de seguros», se dijo Adam. ¡Pobre Mr. Grigio! La grasa y el keroseno habían sido puestos en el horno, y ahora, con el inspector de bomberos metido en el ajo, Mr. Grigio iba a salir muy mal del asunto.
El hombre se movía con leve nerviosismo y murmuró un nombre, quizás el de una mujer, que obsesionaba su conciencia, o tal vez fuese un presentimiento del dolor que le esperaba si sobrevivía. Adam sumergía las compresas en el cuenco, las sacaba y se las aplicaba al cuerpo, mientras el reloj de pulsera que se había subido brazo arriba tictaqueaba burlonamente.
Poco después de haber usado y repuesto por cuarta vez el contenido del cuenco, se detuvo y se dio cuenta de que Miss Fultz estaba a su lado, con una taza de té en la mano.
Sorprendido, la aceptó.
—Creo que he encontrado para esta noche una enfermera especializada —dijo Miss Fultz—. Llega a las once, y yo no tengo nada que hacer entre ahora y las once, de modo que puede irse.