El Comite De La Muerte (6 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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—Soy Adam Silverstone —dijo, jadeando suavemente—. Soy el nuevo residente principal. Mientras los ojos escrutadores le disecaban una mano que parecía un tarugo de madera asió la suya.

—Llega usted con un día de anticipación, y me doy cuenta de que va a ser un rival serio —dijo Meomartino con una leve sonrisa.

—Vine como pude, haciendo autostop. Salí un día antes por precaución y luego resultó que no me hizo falta.

—Ya. ¿Y tiene dónde vivir?

—Aquí. La carta dice que el hospital facilita un cuarto.

—De ordinario el residente principal lo usa sólo las noches que está de servicio. Usted y yo estaríamos demasiado disponibles aquí.

—Pues yo no tendré más remedio que estarlo.

Meomartino asintió sin aparentar sorpresa.

—No tengo atribuciones para asignarle un cuarto, pero le encontraré uno donde podrá caerse muerto lo que queda de noche.

El ascensor era lento y viejo. En caso de emergencia dé tres timbrazos, aconsejaba un letrero junto al timbre. Adam se dijo que estar a merced de aquel monstruo lento y crujiente en caso de emergencia sería más que arriesgado.

Llegó por fin y les subió al sexto piso. El corredor era muy angosto y oscuro. El número del cuarto era 6-13, lo que, se dijo Adam, no podía ser un augurio. El techo estaba ladeado, porque el cuarto se hallaba debajo del alero del viejo edificio. Las persianas estaban bajadas. A la luz incierta vio una aterradora grieta en una de las paredes, que le parecieron de color de excremento. Bajo la grieta y frente a las dos camas había una silla de madera flanqueada por un escritorio y una mesa, ambos de color de mostaza. Sobre una de las camas yacía un hombre vestido de blanco, con el New England Journal of Medicine abierto sobre el pecho y abandonado a favor del sueño.

—Harvey Miller. Un préstamo que nos ha hecho esa institución de fantasía que hay al otro lado de la ciudad
[8]
—dijo Meomartino, sin molestarse en bajar la voz—. No es un mal
hombre
[9]
para este lugar.

Su tono de voz creaba un vacío en torno a él. Bostezando hizo un ademán y fue hacia la puerta.

En el cuarto, el aire era pesado. Adam fue a la ventana y levantó unos centímetros la persiana, que inmediatamente comenzó a agitarse; la levantó un poco más y se quedó quieta. El que estaba sobre la cama se movió ligeramente, pero sin llegar a despertarse.

Cogió el New England Journal que yacía sobre Harvey Miller y se echó. Trató de recordar el rostro de Gaby Pender, pero se dio cuenta de que no le era posible juntar sus diversas partes; recordaba sólo una tez muy oscura y un lunar maravilloso que tenía en el rostro, y también que el conjunto pertenecía a una chica que le había gustado mucho. El colchón era fino y tenía bultos, un desecho de las cuadras del hospital sin duda. En alas del aire, procedente de la ventana abierta del piso de abajo, llegó un sonido de dolor, más que un gemido pero menos que un grito. Harvey Miller se acarició la ingle entre sueños, ignorante aún de que su retiro había sido violado.

—Alice —dijo, con absoluta claridad.

Adam pasó las hojas de los anuncios por palabras de la revista, imaginándose un mundo futuro que le ofrecería todos los lujos de la vida que él nunca había disfrutado por falta de dinero además de permitirle seguir dándoselo en suficiente cantidad a la mano abierta de Myron Silberstein, que, de esta forma, dejaría de constituir una amenaza a su supervivencia. Pasó ciertos anuncios sin leerlos, o los leyó despectivamente: invitaciones a solicitantes de estudios posdoctorales, gastos pagados, pero sin sueldo o apenas sin sueldo; avisos de becas de siete mil dólares al año; cátedras con sueldos de hasta diez mil dólares descripciones falsamente atractivas de clientelas médicas a la venta por poco dinero en Chicago, Los Ángeles, Boston, Nueva York, Filadelfia, donde había médicos acreditados listos para atar de pies y manos al principiante y mandarle, de mendigo, a las compañías de seguros a trabajar a destajo a seis dólares la hora.

De vez en cuando, un anuncio le interesaba hasta el punto de leerlo varias veces:

CLÍNICA MULTI-ESPECIALISTA DE DIEZ HOMBRE.

Empresa necesita cirujano general. Situada en el norte de Michigan, en el centro de zona de caza y pesca. Clínica recién edificada y plan de reparto de beneficios. Sueldo inicial: veinte mil dólares. A los dos años, participación en la propiedad. Beneficios de la propiedad oscilan entre treinta y cincuenta mil dólares. Dirección F-213, New Eng. J.

Adam se dijo que un año después él necesitaría una región muy apartada del agobiante ambiente médico de los hospitales docentes, lejos de la competencia estatuida. Lo ideal seria ponerse en contacto con un cirujano achacoso o entrado en años, en algún lugar remoto, dispuesto a beneficiarse poco a poco de la transferencia gradual de su clientela a un asociado más joven. Este tipo de acuerdo podría producir desde el principio cosa de treinta y cinco mil dólares, y posiblemente, hacia el final, hasta setenta y cinco mil.

En las raras ocasiones en que se había parado a analizar sus ideas sobre la Medicina, llegaba a la conclusión de que lo que él quería era ser curandero y, al tiempo, capitalista; Jesucristo y al tiempo cambista, todo junto. Bueno, ¿y por qué no? La gente que puede pagar sus cuentas enferma exactamente igual que los pobres. Nadie le había pedido a él que hiciese voto de pobreza. Ya había tenido bastante pobreza sin necesidad de votos.

2

SPURGEON ROBINSON

«¡Niño!», susurró Spurgeon, con voz como una pluma.

«Spurgeon, niño», volvió a decir, alzando la voz, más pesada, un pajarito que llenaba el cuarto con sus aleteos.

Los ojos del niño estaban cerrados, pero, así y todo, la veía. Se inclinaba sobre su cama como un melocotonero cargado de fruta; su cuerpo estaba envuelto en la bata de lino sin pelusa, todo él curvas maduras y llanuras duras; y los dedos de sus pies, bajo las piernas que parecían troncos de árboles viejos, eran nudosos como raíces. Se sentía avergonzado de que mamá le hubiera visto de esta manera, porque bajo la manta fina, y por culpa de sus sueños, se le había erigido el pene. «Quizá —pensó—, si finjo dormir se irá», pero en aquel instante concreto el sueño se volvió imposible a causa de un golpe metálico y fino, la reanimación del mecanismo del despertador. El reloj chilló; era un sonido familiar, casi consolador, que llevaba años despertándole fielmente, y también esta vez, aunque no tardó un instante en recordar que ahora era ya un hombre hecho y derecho, con todas sus consecuencias.

El doctor Robinson recordó.

Y dónde…, una miseria de hospital, en Boston. Su primer día como interno.

En el retrete, al final del pasillo, había alguien, de puntillas ante el espejo moteado, rascándose la barbilla con una máquina de afeitar.

—Buenos días. Soy Spurgeon Robinson.

El muchacho blanco se secó cuidadosamente con la toalla y luego alargó una buena mano de cirujano, fuerte, pero amistosa.

—Adam Silverstone —dijo—. No me faltan más que tres toques y estoy afeitado.

—No hay prisa —dijo Spurgeon, aunque sabían ambos que si la había.

En el cuarto de baño, con piso de madera, la pintura de las paredes estaba desportillándose. Sobre la puerta de una de las dos garitas, un filántropo había escrito: Rita Leary es una enfermera que lo hace como una conejita. Spinwall 7-9910. Era la única lectura que había en todo el cuarto y la leyó rápidamente, echando instintivamente una ojeada para ver si el muchacho blanco le había visto.

—¿Qué tal el residente principal? —preguntó, con indiferencia.

La hoja de afeitar, a punto de asestar el golpe, se detuvo a dos centímetros de la mejilla.

—A veces me cae bien, pero a veces no puedo ni verle —respondió Silverstone.

Spurgeon asintió y decidió que lo mejor era cerrar el pico y dejarle que terminara de afeitarse. «La espera le exponía a llegar tarde el primer día de su estancia allí», pensó. Colgó su bata y se quitó los calzoncillos y se metió bajo la ducha sin atreverse a rendirse a su prolongado placer, pero incapaz de resistir, después de la larga noche de calor veraniego que se había concentrado en su cuarto, bajo el tejado.

Cuando salió, Silverstone se había ido.

Spurgeon se afeitó con gran esmero, pero rápidamente, inclinado como un tenso signo de admiración sobre el anticuado lavabo, en el primer día de su estancia en un hospital nuevo había que establecer precedentes. «Uno de ellos —pensó— era no ser el último en llegar al despacho del residente principal para comenzar las visitas matinales».

En su cuarto, se puso la ropa blanca, rígida a fuerza de almidón, los calcetines blancos y los zapatos, que él mismo había limpiado la noche anterior. Le quedaban sólo unos pocos minutos. «El desayuno —se dijo tristemente— ya no era posible». El ascensor era lento; con un programa de trabajo tan apretado, iba a tardar mucho tiempo en acostumbrarse a este ritmo tan despacioso. El despacho del residente principal, en el segundo piso, estaba lleno de jóvenes vestidos de blanco, sentados unos, en pie otros, algunos tratando de aparentar aburrimiento, y unos pocos de éstos consiguiéndolo.

El residente principal estaba sentado ante su mesa, leyendo Surgery. Era Silverstone, notó Spurgeon con cierto embarazo. «Un comediante o un filósofo», pensó, y se sintió irritado consigo mismo por su torpeza al preguntar a un desconocido lo que opinaba sobre un jefe a quien aún no conocía. Notó que la mirada de Silverstone iba observando uno a uno todos los rostros del cuarto. Santo Dios, que no me desconcierte; era la plegaria que llevaba anos diciendo siempre que aguardaba un examen.

Siguió allí descansando ya sobre un pie, ya sobre el otro. Finalmente, llegó el último, un residente de primer curso, con seis minutos de retraso, la primera vez que le ocurría.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Silverstone.

—Potter, doctor. Stanley Potter.

Silverstone le miró sin pestañear. Los nuevos esperaban una señal, una revelación, un aviso.

—Doctor Potter, nos ha tenido usted esperando. Y ahora tenemos que hacer esperar a los pacientes y a las enfermeras.

El otro asintió, sonriendo, lleno de embarazo.

—¿Me comprende usted?

—Sí.

—Esto es un deber clínico y educativo, no un espectáculo para sus diversiones de adolescente, al que se va tarde o cuando a uno le acomoda. Si tiene usted intención de seguir aquí tendrá que actuar y pensar como un cirujano.

Potter sonrió, desconcertado.

—¿Me comprende usted?

—Sí.

—Muy bien —Silverstone miró a su alrededor—. ¿Me comprenden todos ustedes?

Varios de los nuevos asintieron, casi felices, cambiándose entre sí miradas secretas altamente significativas, pues habían averiguado lo que querían.

«Es un déspota», se decían unos a otros con los ojos.

Silverstone iba el primero, seguido por una larga fila de residentes e internos. Se detenía solamente ante determinadas camas, charlando un momento con el paciente, hablando concisamente de sus historiales clínicos, haciendo una pregunta o dos con voz adormilada, casi indiferente, y siguiendo adelante. El grupo dio la vuelta al perímetro de la espaciosa estancia.

En una de las camas yacía una mujer de color, cuyo pelo rojo estaba teñido. Se le quedó mirando como si viese algo a través de él cuando Silverstone se paró a su lado y se vio rodeada de una pared silenciosa de jóvenes vestidos de blanco.

—Buenos días —dijo Silverstone.

«Se parecía mucho a media docena de prostitutas del viejo barrio nativo», pensó Spurgeon.

—Es… —Silverstone comprobó el nombre— Miss Gertrude Soames —leyó un momento—. Gertrude ha estado ya en este hospital otras veces a causa de ciertos síntomas que pueden ser atribuidos a que ha tenido cirrosis hepática, probablemente debida a lo de siempre. Parece que aquí hay algo palpable.

Apartó la sábana y levantó la bata de tosco algodón, dejando al descubierto unos muslos delgados que terminaban en un triste mechón y una tripa con dos antiguas cicatrices. Tanteó el abdomen, primero con las puntas de los dedos de una mano y luego con las dos, mientras ella miraba ahora personalmente a Spurgeon, a quien la pobre recordó un perro que quiere morder pero no se atreve.

—Justo aquí —dijo Silverstone, tomando la mano de Spurgeon y colocándola.

Gertrude Soames miró a Spurgeon Robinson.

«Eres como yo —decían sus ojos—. Ayúdame».

Él apartó la mirada, pero sus ojos quizá decían: «No puedo ayudarte».

—¿Lo nota? —preguntó Silverstone.

Él asintió.

—Gertrude, vamos a tener que recurrir a una cosa que se llama biopsia hepática —dijo el residente principal, con optimismo.

Ella movió negativamente la cabeza.

—Desde luego que sí.

—No —dijo ella.

—Si usted no nos deja no podemos hacer nada. Tendrá que firmar un papel. Pero a su hígado le pasa algo y no podremos ayudarla sin hacer antes un examen.

Ella volvió a guardar silencio.

—No es más que una aguja. Hincamos una aguja y la sacamos y en la punta habrá un poquitín de hígado, no mucho, el suficiente para poder hacer el examen.

—¿Y duele?

—Duele un poco, pero no hay otra solución. Hay que hacerlo.

—Yo no soy su conejillo de Indias.

—Aquí no queremos conejillos de Indias. Lo que queremos es ayudarla a usted. ¿Se da cuenta de lo que pasará si no nos deja? —preguntó, con suavidad.

—De la forma que lo dice, claro que me la doy.

El rostro de ella seguía petrificado, pero sus ojos mate relucieron de pronto y se le saltaron las lágrimas, que corrieron mejillas abajo, hacia la boca. Silverstone cogió un pañuelo de papel del estante de la cama y le enjugó la cara, pero ella apartó la cabeza.

Silverstone volvió a bajar la bata y ajustó la sábana.

—Pues piénselo un rato —dijo, acariciándole la rodilla y prosiguiendo la visita.

En el departamento de hombres de la cuadra había un individuo tan corpulento que parecía desbordarse de la cama; estaba recostado sobre tres almohadas y les veía acercarse a él con expresión de recelo.

—Mr. Stratton es conductor de camiones por cuenta de una empresa de refrescos embotellados —dijo Silverstone, mirando el historial del paciente—. Hace un par de semanas se le cayó del camión un cajón de madera y le dio en la rodilla derecha.

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