Llevaba ocho días esperando allí en compañía de toda la escuadra, después de una accidentada travesía desde Sierra Leona, a unos cuarenta grados de latitud. Había llegado a los 42° 20'N, 18° 30' O ocho días antes de la primera fecha prevista en el informe de Inteligencia para el encuentro de la escuadra francesa con el setenta y cuatro cañones, el navío de línea proveniente del oeste. Durante estos ocho días de vientos favorables y tiempo despejado había cruzado lentamente al noreste hasta el mediodía, y vuelto al suroeste hasta ponerse el sol a ambos perímetros del círculo. No había visto nada exceptuando a un mercante con destino a Bristol, que había pasado recientemente y que les había informado de que no había avistado una sola vela desde la boca del Canal; al parecer se encontraba en ese rincón perdido del mar por culpa de una condenada goleta americana de corso que le buscaba la ruina al sur. Aquellos ocho días habían incluido sus correspondientes siete noches, y la octava estaba a la vuelta de la esquina.
Volvió a echar un vistazo al noreste y vio que la
Laurel
arrumbaba ya para reunirse con la escuadra, navegando a la orza por la amura de babor. Otro vistazo, más largo, al suroeste, dado que era el cuadrante vital. Si no interceptaba a los navíos de setenta y cuatro cañones, y si el comandante francés sabía cómo se gobernaba un barco, su escuadra, en franca desventaja, afrontaría la desgracia.
Se dio la vuelta, descolgó de nuevo el catalejo y descendió hacia cubierta con sumo cuidado. Stephen le oyó conversar con Tom Pullings en la sobrecámara, cubrió su libro de cifrado y las innumerables variantes del mensaje de Blaine que había obtenido después de cambiar números, letras y combinaciones con la esperanza de descubrir dónde se originaba el error de su viejo amigo, y poder averiguar de qué quería informarle. Hasta el momento, después de algunos días de atento examen, tan sólo había alcanzado la firme convicción de que el grupo de caracteres que creyó reconocer tras el primer golpe de vista hacía referencia a Diana. Cerró la tapa del escritorio, disimuló la inquietud de su rostro y regresó a la cámara. Al entrar, Jack le encontró sentado ante una bandeja de pieles de ave y etiquetas. Stephen levantó la mirada.
—Para una mente atormentada, no hay nada, creo, más irritante que el confort —dijo al cabo de un momento—. Aparte de otras consideraciones, implica a menudo una sabiduría superior por parte de quien conforta. Pero lamento de veras tus preocupaciones, amigo mío.
—Gracias, Stephen. Tú siempre dices que siempre hay un mañana, y mira, creo que debí meterte tu calendario por la garganta.
Se sumió en un ensueño mientras Stephen seguía disponiendo y etiquetando pieles. Tenía la íntima convicción de que el navío de setenta y cuatro cañones había pasado inadvertido de noche proveniente del oeste, y de que las posibilidades de que el francés derrotara a la escuadra eran muy elevadas. Eso no era nuevo en la Armada. Sir Robert Calder, al mando de quince navíos de línea, se había enfrentado ante la costa de Finisterre a la flota franco-española de veinte navíos comandada por Villeneuve. Le juzgaron en consejo de guerra y le culparon de haber apresado tan sólo dos barcos. Claro que había dejado desprotegida la costa inglesa, y se le juzgó por haber calculado mal y no por haberse comportado mal; pero aun así… Nelson, con nueve navíos de setenta y cuatro cañones, uno de los cuales embarrancó, había caído en bahía Abukir sobre Brueys que contaba con diez, incluidos tres navíos de ochenta cañones además del espléndido buque insignia,
L'Orient
, para un total de catorce buques de línea. Nelson atacó de inmediato y quemó, apresó y destruyó a todos a excepción de dos. Y a otra escala totalmente diferente, él mismo, al comando de un bergantín de catorce cañones, había abordado y capturado una fragata española que artillaba treinta y dos. Claro que Nelson conocía a sus capitanes, conocía a sus barcos y también conocía al enemigo. «No se preocupe por la maniobra —había dicho a Jack durante una velada memorable, vaya usted siempre a por ellos.»
Sí, pero en ese momento el enemigo no contaba en realidad con marinos sobresalientes, pues llevaba años encerrado en puerto y sus dotaciones no estaban acostumbradas a trabajar con brío el barco en pésimas condiciones atmosféricas —a menudo tampoco salían airosos por muy favorables que fueran éstas—, ni a disparar los cañones con decisión; y de la disciplina mejor no hablar. Cómo habían cambiado las cosas. Nelson nunca hubiera aconsejado al capitán de la
Java
que fuera derecho hacia la
Constitution
, fragata de los Estados Unidos, sin pensar en absoluto en la maniobra.
Nelson conocía a sus capitanes. El joven Jack Aubrey había conocido íntimamente a la tripulación de la
Sophie
, después de convivir juntos en la corbeta durante un largo crucero. Pese a todas sus faltas y la frecuencia con que se emborrachaban, podía confiar en ellos para que actuaran sin titubeos llegado el momento de entablar combate, durante el combate en sí, y también para enfrentarse a un enemigo superior en número. El Jack de ahora, en cambio, no conocía a sus capitanes, aparte de Howard del
Aurora,
y a Richardson de la
Laurel
. En cuanto a Duff, no dudaba de su coraje; el problema estribaba en la posibilidad de que la disciplina hubiera tocado fondo y pesara como un lastre en la marinería a la hora de cerrar sobre el enemigo, y durante el combate en sí. No sabía qué pensar respecto a Thomas, de la
Thames
, el Emperador. Los brutos podían mostrarse corajudos en el combate, pero también era cierto que si luchaba no lo haría de manera inteligente, cosa que garantizaba su falta de sensibilidad, así como su falta de experiencia. A Jack no le preocupaba demasiado el espíritu de lucha de su dotación. Habían alcanzado un nivel razonable en cuanto al manejo de la artillería se refiere, y siempre había creído que en cuanto un barco se enzarzaba en combate, los sirvientes que atendían las piezas trabajaban con brío, todos juntos y con la bala rasa volando por doquier; el estruendo de los cañones y el humo de la pólvora bastaban y sobraban para despejar cualquier reparo que tuvieran quienes parecían menos prometedores. Quizás en ocasiones se libraban de oficiales tiranos (ya fuera de forma accidental, o a propósito), pero jamás los había visto dejar de luchar, a menos que el barco se viera obligado a arriar la bandera.
No. En este combate, ya que habría combate por mucho que los otros navíos de setenta y cuatro cañones llegaran a tiempo de participar en él, el quid de la cuestión residía en la maniobra, en el gobierno del barco; con la escasa disciplina que reinaba en el
Stately
, y la falta de destreza marinera de la
Thames
, Jack no podía evitar sentirse afligido, tanto era así que cuando su mente no imponía la calma, no dejaba de elucubrar un plan de ataque que redujera por completo la incertidumbre de lo que pudiera suceder.
—No creo que haya ocupación más fútil que dar vueltas y más vueltas a lo que debería hacerse en un combate en el mar —dijo en voz alta—, al menos hasta conocerse tanto la dirección del viento como su fuerza, el número de combatientes de ambos bandos, sus respectivas posiciones, el estado de la mar, y si el combate tendrá lugar de día o de noche. Por Dios, Stephen, te juro que acabo de oler a queso tostado. Que yo recuerde, hace mucho que no tomamos queso fundido antes de tocar.
Se produjo una breve pausa rota por la voz de Killick que, a cierta distancia, entremezclada con el olor que desprende el mar, la reverberación confusa de la jarcia tesa y el crujido de la madera, decía a su ayudante:
—Ya lo has oído, Art. Que yo sepa no tienes franela en los oídos. He dicho que abras la puerta con tu trasero y me dejes pasar.
Casi de inmediato, Killick entró de espaldas con una espléndida bandeja de plata que incluía algunos platitos de queso fundido. La depositó en la mesa de la cena con una expresión de triunfo en la mirada.
—Ese tipo de Bristol le dio un poco al despensero del contador. Es Cheddar, y se lo requisé.
* * *
Stephen rebañó la superficie del segundo plato tanto como pudo, armado con un trozo de galleta seca; después, apuró el vino.
—Hablaré de cierto asunto que me ha estado rondando la cabeza desde lo del golfo de Benín, cuando me hablaste de la incomodidad que te causaba pensar en dos de los barcos. Verás, no soy precisamente un estratega naval…
—Oh, yo nunca diría eso.
Stephen inclinó la cabeza.
—Ni siquiera un experto en táctica…
—En fin, todo en la vida es relativo.
—Pese a ello, uno de los barcos en cuestión es una fragata, y yo tenía entendido que cuando se enfrentan navíos de línea, la fragata tiene el deber de permanecer a cierta distancia, llevar mensajes, repetir señales, recoger a los supervivientes que puedan aferrarse al pecio y, después, perseguir y hostigar a las fragatas del otro bando cuando intenten escapar. Creía que no debían tomar parte en el combate bajo ninguna circunstancia.
—Lo que me dices concierne a batallas entre navíos de línea. Éstos no abren fuego sobre las fragatas durante un combate, aunque recuerdo una excepción que presencié durante la batalla del Nilo, siempre y cuando las fragatas no les disparen antes. Después de todo, los perros no muerden al zorro, y viene a ser más o menos lo mismo. Pero nosotros no contamos con la capacidad de una flota, pues dos barcos no forman una línea de batalla. Todo depende del viento y del tiempo, de la luz, de la oscuridad y del mar que tengamos. Cuando se enfrentan escuadrillas de barcos puede darse una
mêléeen
la cual se involucran las fragatas e, incluso, las corbetas. Sé un buen chico y alcánzame tu colofonia para que pueda encerar mi arco, ¿quieres? —A estas alturas, ambos se disponían a tocar.
—Me pregunto (y tengo mis propias razones para hacerlo), si acaso un hombre de tu poder, incluso diría que de tu riqueza y de tu posición, un miembro del parlamento cuyo nombre figura en buena posición en el listado de capitanes de navío, bien relacionado con la corte, no puede o no quiere procurarse un pedazo de colofonia.
—Tienes que considerar que soy un hombre de familia, Stephen, con un chico al que educar y unas hijas a las que proporcionar una dote, y ropa, por no hablar de los botines, dos, e, incluso, tres veces al año. Esclavinas. Cuando empieces a preocuparte por la fortuna de Brigid y por las esclavinas de Brigid, también tú economizarás la colofonia. Sí, sí. ¿No te parece que el queso sienta de maravilla al estómago? Creo que esta noche dormiré a pierna suelta.
—Tengo esa misma impresión —admitió Stephen—. He prescindido de mi habitual dosis de hoja de coca y me he brindado dos vasos de un extraordinario vino de Oporto. Creo que ya mis párpados tienden a cerrarse. Pásame la partitura, por favor, que aún no he logrado dominar el adagio.
A duras penas puede considerarse al queso fundido en tostadas como un soporífero, pero ya fuera la hora, el tiempo o alguna virtud inherente al queso, hubo un algo que relajó sus mentes, por otro lado agotadas por la ansiedad, y que hizo que Stephen durmiera como un bendito hasta que se llamó a la dotación para el desayuno; mientras que Jack, con una pausa cuando su catavientos interno sintió refrescar el viento del noroeste de tal forma que obligó al oficial que estaba de guardia a tomar un rizo a la mayor y a la gavia de trinquete, durmió roncando plácidamente hasta que una silueta borrosa a su lado gritó con el timbre de voz propio de un adolescente:
—¡Señor, señor! La
Laurel
ha enarbolado señal conforme ha avistado al enemigo al nornoroeste, a unas cinco leguas en dirección suroeste.
—¿Cuántos? ¿Portes?
—No, señor. El cielo está más bien cubierto al nornoroeste.
—Gracias, señor Hobbs. Subiré directamente a cubierta.
Y así lo hizo. Se reunió con los oficiales y guardiamarinas, y también con los integrantes de la segunda guardia que aún lucían camisón y se cubrían con la chaqueta. Todas las miradas se habían vuelto hacia la amura de babor, donde se distinguía el casco de la
Laurel
bajo la tenue luz del gris amanecer. Cubierta de lona, su tajamar hendía las aguas, y de la driza de señales colgaban las banderas de inteligencia.
Al llegar el comodoro, los hombres se apartaron y le dieron los buenos días.
—Pídale que pregunte a la
Ringle
si tiene alguna idea de sus portes —ordenó al teniente encargado de las señales.
Se produjo una pausa, durante la cual la tormenta se enseñoreó sobre el horizonte, al noroeste.
—Negativo, señor —informó finalmente el teniente de señales.
—«Laurel
, repita siguiente orden a
Ringle
: Cerrar sobre el enemigo con bandera americana. Averigüe número y porte de embarcaciones. Hunda sus gavias que navegan rumbo sureste. Informe… —Jack miró fijamente el cielo—… dentro de una hora. No responda a esta señal.» Y ahora, orden a la escuadra: «Rumbo este noreste dos cuartas este, con poca vela». —Se oyó la primera campanada de la guardia de mañana, y Jack añadió—: Capitán Pullings, si los suyos se parecen en algo a mí, a estas alturas estarán hambrientos como lobos. Vamos a almorzar.
Fue el agudo pito y el retumbar de los pasos en la cubierta lo que finalmente logró despertar al doctor Maturin. Se sentó a la mesa antes que nadie, pues no prestaba más atención al aseo, al cepillo y a la navaja de afeitar que los monjes de Thebaid. En el alcázar, Jack se encaminó a popa hacia la cabina del piloto de derrota, seguido por Tom, el primer teniente y el propio piloto y, al entrar, el sol irrumpió a través de las nubes que se extendían al este.
* * *
—Buenos días, comodoro —saludó Stephen, enzarzado ya con los huevos y el espléndido beicon cortado por el carnicero de a bordo—. Buenos días, Tom. Voy a haceros un resumen de la situación. He dormido muchísimo, he faltado a mis rondas matinales, el café está prácticamente frío y esa gente no para de correr de un lado a otro, gritando: «Oh, oh, el enemigo se nos echa encima. ¿Qué haremos para salvarnos?» ¿Es eso cierto, amigos míos? —Mucho me temo que no podría serlo más —respondió Jack, que inclinó la cabeza compungido—. Y lamento mucho decirte que se encuentran a unas treinta millas, quizá menos.
—No se preocupe usted, doctor —dijo Tom—. El comodoro tiene un plan que sin duda confundirá su política.
—Me pregunto si estará en condiciones de revelarlo. De expresarlo en términos que resulten comprensibles incluso para alguien dotado de una ignorancia supina al respecto.