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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (42 page)

BOOK: El comodoro
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—No creo haber leído nunca una descripción en toda regla de una población africana. Me refiero a un poblado negro, no a uno árabe.

—Es un espectáculo muy curioso, señor. Abomey tiene un muro de seis millas a la redonda, de veinte pies de altura y seis puertas. Ahí se encuentra la casa del rey, un lugar espacioso como pocos, sorprendentemente alto, con calaveras alineadas por todas partes. Cráneos en las paredes, cráneos en postes, cráneos por doquier, y también quijadas. Por supuesto encontrará usted cierto número de casas ewe —todo el mundo habla ewe por estos lares—, que están hechas de fango y tienen techo de paja; y algunas casas a las que usted llamaría palacios, una plaza de mercado de quizá cuarenta o cincuenta acres, y un sinfín de barracones que se pierden en la distancia.

—¿Cómo le tratan a uno sus gentes?

—Los dahomey son honrados y bravos, aunque reservados; sin embargo, tuve la impresión de que me miraban por encima del hombro, nada más cierto, por supuesto, ya que son más altos, pero me refiero a una cuestión de arrogancia. Aun así, no recuerdo que ninguno de los hombres se comportara de un modo que me pareciera digno de crítica; y puesto que había llevado conmigo una docena de baúles de un hierro de primera y cascos para sus amazonas, el rey ordenó que me dieran un
fetiso
de oro que pesaba su buen cuarto de libra.

—¿Ha dicho sus amazonas, señor Whewell?

—Sí, señor. Las amazonas dahomey. —Y al ver que Stephen no parecía entenderlo, agregó—: las unidades más efectivas del ejército del rey están compuestas por mujeres jóvenes, señor, valientes a más no poder y unas verdaderas fieras. Nunca he visto más de un millar, cuando algunas bandas en particular marchaban a buen paso; pero estoy seguro de que había muchas más. Fue a ellas a quienes llevé los cascos de hierro, los sombreros de guerra.

—Supongo que son guerreras, ¿no? No se limitan a seguir a los hombres a la guerra.

—Por supuesto que son guerreras, señor, y según se dice son terribles. Desconocen el miedo y son terribles. Siempre ocupan el puesto de honor en la batalla, y son las primeras en atacar.

—Me sorprende usted.

—A mí también me sorprendió, señor, cuando un puñado de lo que yo supongo eran mujeres sargento me obligaron a ir a su tienda y darles los sombreros de guerra. Yo entonces era joven, y no era tan feo como ahora, y le diré que me usaron de una manera vergonzosa. Aún me sonrojo al recordarlo. —Agachó la cabeza, lamentando haber explicado la anécdota.

—Respecto a ese potto con que me obsequia usted tan amablemente, señor Whewell, ¿es tan estrictamente nocturno como su pariente el potto común?

—Señor, no tengo la menor idea. Ahí estaba, en el mercado, hecho un ovillo bajo un haz de paja que había en el suelo de una espléndida jaula de cobre, y cuando pregunté qué era, la anciana me dijo: «Potto». No hubiera sido satisfactorio para nadie si no regateaba un poco, de modo que le ofrecí el equivalente a cuatro peniques por no tener cola; pero al final obtuvo un precio que la hizo reír complacida y dijo que al potto añadía también algunos librillos y grabados. Había sido el ama de llaves de un misionero papal, ya ve usted, y vendía todo lo que le quedaba. Todo había desaparecido ya, exceptuando esos libros, los documentos y el potto, del cual sospechaban todas las naciones de Whydah, incluso los hausas, que se trataba del
fetiso
romano, capaz de ofender a los espíritus del lugar. Me la llevé a bordo del
Cestos
y justo antes de hacerlo vi que se aferraba a mí con los ojos abiertos como platos, pero el hecho es que no parecía agradarle lo que veía, y se encogió de nuevo casi de inmediato entre la paja por mucho que le ofrecí un plátano. Eso es todo cuanto sé de ella, excepto que la hubieran servido mañana de asado si no llega a encontrar dueño.

—¿No la tendrá usted en ese elegante barco, querido señor Whewell?

—Oh, no. El movimiento parece inquietarla, y tuvimos que superar un maretón de proa. Lo que sí he traído conmigo son los grabados y los libros.

Los libros eran un
De situ orbis
, de Elzevier Pomponius Mela, un breviario casi reducido a un estado de destrucción total y un grueso cuaderno de notas repleto en algunos márgenes de equivalencias entre diversas lenguas africanas, y, en otros, de reflexiones personales y lo que parecían ser esbozos de correspondencia. Los grabados eran esmeradas e inexpertas representaciones del potto en diversas actitudes, sin cola e inquieto.

—Lamento decepcionarle —dijo Whewell—, pero la escuadra marcha sus buenos ocho nudos. Mire, allí, a estribor, puede ver nuestros bergantines y goletas. Dentro de unos minutos debo presentarme con las órdenes. Todos los barcos y embarcaciones tienen instrucciones de llevar a cabo el saludo real de los veintiún cañonazos.

—¿Y por qué, por el amor de Dios? Que yo sepa hoy no es el día del Oak Apple³ni corresponde a ninguna otra ocasión célebre.

—Se trata de impresionar a toda Whydah y al rey Dahomey: y puede justificarse alegando que es el cumpleaños de un miembro de la familia real…, bueno, casi. El señor Adams ha estado buscando algo a lo que agarrarse en el libro y ha dado con un tal duque de Habachtsthal, que al parecer nació hoy. Es un primo cercano, creo. Sea como fuere, es lo bastante regio para el propósito que nos ocupa.

Aquel malhadado nombre nunca andaba muy lejos de los pensamientos de Stephen, pero el hecho es que aquel día parecía más remoto que nunca, y su súbita e inesperada mención corrió un velo sobre la felicidad de Stephen.

Whewell emprendió el camino de vuelta a la rada de Whydah, dejando los grabados y otras cosas en manos de Stephen. Éste cogió el cuaderno y al hojear las últimas páginas encontró de pronto un pequeño dibujo del potto y de una criatura muy parecida que supuso sería el
Lemur tardigradus
, con el siguiente texto, al parecer escrito para otro miembro de la Congregación del Espíritu Santo:

En sus modales se muestra por lo general amable, excepto en la estación fría, cuando su temperamento parece cambiar totalmente. Su Creador lo hizo tan sensible al frío, al cual debe haberse visto expuesto en sus bosques originarios, que le proveyó de un grueso pelaje que en pocas ocasiones encontramos en animales propios de estos climas tropicales. No sólo le alimento constantemente, sino que lo baño dos veces por semana en agua templada según la temperatura de la estación. A mí me distingue claramente del prójimo, y se muestra agradecido en todo momento, aunque cuando lo incordiaba en invierno solía indignarse y parecía reprocharme la incomodidad que sufría, por mucho que hubiera adoptado todas las precauciones posibles para mantenerlo a la temperatura adecuada. En todo momento se muestra complacido cuando le acaricio la cabeza, y de manera frecuente tiene que aguantar que toque sus afiladísimos dientes; presto el genio, cuando se le molesta sin motivo aparente expresa su resentimiento mediante un murmullo similar al de una ardilla.

En el espacio comprendido entre la media hora después de salir el sol y la media hora antes de ponerse duerme sin interrupción, hecho un ovillo, como un puerco espín. En cuanto despierta, empieza a prepararse a sí mismo para las labores de una nueva jornada: se lame y se viste como un gato, operación que la flexibilidad de su cuello y extremidades le permiten llevar a cabo a la perfección. Está preparado para un desayuno ligero, después del cual suele disfrutar de una breve siesta; recupera toda su vivacidad cuando se pone el sol. Poco antes del amanecer, cuando mis tempranas obligaciones me permiten frecuentemente tener la oportunidad de observarla, parece solícita de mi atención, y si le acerco un dedo, ella lo lame o lo roe con mucha suavidad, y come fruta cuando se la ofrezco, aunque nunca mucha durante la comida matinal. Cuando de nuevo el día gana terreno a la noche, sus ojos pierden su lustre y fortaleza, momento en que se las apaña para disfrutar de un sueño de diez u once horas.

Resultaba difícil comprender la letra del misionero, pues era irregular y temblorosa, parecía escrita por la mano de un hombre de avanzada edad, quizás enfermo, y para cuando Stephen llegó al pie de la página, el
Bellona
, su consorte y todas las embarcaciones que servían en labores costeras habían formado una línea paralela respecto a la playa, al pairo bajo la caricia de un viento suave y en franca encalmada a poco más que distancia de quemarropa de la inmensa muchedumbre que alfombraba la playa. Había oído las órdenes de siempre, el grito ronco de Meares, del contramaestre y de su ayudante, y sabía que estaban a punto de ejecutar el saludo. Sin embargo, nada habría podido prepararle para el prodigioso y estruendoso rugido que siguió a la primera descarga del
Bellona
. La gente que había en la playa parecía igualmente sorprendida, incluso más, y varios miles se postraron de hinojos llevándose las manos a la cabeza.

El ruido no fue tan memorable, ni los penachos de humo tan densos como lo fueron en Freetown, pero el caso es que todo estaba más concentrado. Cuando Stephen pudo atender de nuevo el flujo de sus pensamientos, pensó que Jack Aubrey tenía probablemente razón y el comercio de esclavos en conjunto había sufrido un revés mucho mayor que el coste en pólvora (porque no se utilizaron balas). No estaba muy preocupado respecto al potto. Las criaturas que vivían en esa zona sacudida por las tormentas tropicales, con aquel homérico trueno que rugía sobre sus cabezas, podían soportar cualquier cosa que la Armada real tuviera en su arsenal, particularmente si dormían durante todo el día con la cabeza entre las rodillas.

Éste era el caso de aquel potto en cuestión. Cuando Whewell y Cuadrado la trajeron a bordo y la llevaron a la diminuta cabina de Stephen en la enfermería del sollado —pues desconfiaba de que Jack no hablara en voz alta y la sopapeara, cosas ambas que no le sentarían bien hasta que se acostumbrara á la vida del barco—, se sentó con ella un buen rato bajo la luz de un candil. Al caer el sol salió de la jaula un poco nerviosa, de eso estaba seguro, igual que lo haría cualquier otro potto salvaje al encontrarse en un nuevo entorno, aunque no parecía ni abrumada ni aterrorizada. No quiso tener nada que ver con el plátano que le ofreció, menos aún con el dedo, pero se aseó hasta cierto punto —era una criatura espléndida— y un poco antes de que Stephen se marchara descubrió que una de las muchas cucarachas del lugar entraba en su jaula. Sus inmensos ojos se iluminaron extrañamente febriles: quedó completamente inmóvil hasta que la tuvo al alcance, momento en que la cogió con ambas manos. Sin embargo, para comerse el insecto, cosa que hizo en un alarde de auténtico apetito, recurrió a una sola de sus manos, la izquierda para más señas.

—Buenas noches, querido potto —dijo al cerrar la puerta al salir. Recorrió la enfermería y la camareta de guardiamarinas, llena en aquel momento de una docena de niños y jóvenes, comprometidos en disfrutar de la cena, arrojándose trozos de galleta y gritándose los unos a los otros. Todos ellos saltaron al ver al doctor, le preguntaron cómo se encontraba, le dijeron que se alegraban mucho de verle caminar sobre sus pinreles, pero que no debía hacer esfuerzos, sobre todo tan pronto y a su edad, y que debía andarse con ojo. Con ese terral bendito de gavias la nave cabeceaba en el oleaje como el cisne de Leda, y los dos ayudantes de mayor antigüedad del piloto de derrota, Upex y Tyndall, insistieron en llevarle escalera arriba hasta la cubierta de la segunda batería, cada uno de un codo, después a la cubierta principal, y de allí al alcázar, donde le considerarían a salvo y capaz de llegarse a la popa, con ayuda, eso sí, del primer teniente, hasta la cabina.

—Cielos, Stephen —exclamó Jack—. Creí que te habías quedado dormido. He estado caminando de puntillas y bebiendo el jerez sin hacer ruido.

—Estaba sentado con mi potto, en la enfermería —explicó Stephen—, porque es una criatura noctámbula. Qué amables son los jóvenes de la camareta.

—Pues sí. Ahora ya están más tranquilos y son menos molestos: incluso hay uno o dos que podrían convertirse en marinos de verdad si perseveraran los próximos quince años, más o menos. Pero menuda hazaña subir desde la enfermería en el estado en el que te encuentras. Confío en que te echaran una mano.

—Más bien nos la hemos echado mutuamente —dijo Stephen—. Recupero la fuerza por estrepadas. Por estrepadas —repitió la expresión náutica con cierta complacencia.

Y si bien era cierto que por una parte mentía como un bellaco, por otra decía la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Día tras día aquel maravilloso viento soplaba con fuerza y llevaba a la escuadra cubierta de lona lejos del malhadado golfo, en una ocasión hasta el punto de marear las monterillas a bordo de la
Thames
tras repetirse tres veces la señal de
forzar de vela
, enfatizada la tercera repetición con un cañonazo a barlovento. Con el transcurso de los días, Stephen se volvía más activo, más ágil, y, como el potto, más glotón.

Muchos de los enfermos que habían servido en las embarcaciones costeras se encontraban en ese momento en el
Bellona
y en otros barcos de la escuadra. La mayoría de ellos sufría fiebres de uno u otro tipo: tercianas en su mayor parte, doble tercianas, remitentes y cuartanas, aunque también se habían registrado tres casos de fiebre amarilla. El doctor Maturin no tardó mucho en recuperar la costumbre de hacer sus rondas matinales, acompañado por Cuadrado, que le ayudaba a moverse por cubierta, donde permanecería durante el tiempo que tardaba en apurarse media ampolleta, más o menos, disfrutando en compañía de Jack, Tom y todos los marineros presentes de la actual marcha de la escuadra, mientras el viento silbaba ora por la amura de estribor, ora por la de babor. Ya no era el viento cristiano que había soplado por la aleta de estribor como el primer día que se acercaron a la playa, aunque tampoco los desviaba de su rumbo, de modo que navegaban a la orza rumbo a la Línea, sin necesidad de virar más que de guardia en guardia.

—Según los guineanos más veteranos, jamás se había visto fortuna semejante —señaló el señor Woodbine, el piloto—, y algunos marineros afirman que su potto ha traído buena suerte al barco.

—Mi asistente Joe Andrews me ha dicho que muchos de los marineros africanos dicen que no hay nada como un potto en lo que a buena suerte se refiere —comentó un oficial de infantería de marina, presente en el alcázar—. Después de todo, hay un campo del potto en la Biblia, ¿no es así?

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