La comida siguió adelante. El primer teniente trinchó un cuarto trasero de carnero y después una pata, y lo hizo de tal guisa que los del
Bellona
se enorgullecieron; mientras, las jarras de clarete corrieron de mano en mano. A esas alturas, sin embargo, ya habían agotado el tema de colgar tanto a los faisanes como a los cazadores furtivos.
—Recuerdo un detalle acerca de la danza pírrica, y es que la bailaban vestidos con la armadura —dijo Stephen al encontrar desocupado a su oficial de infantería de marina.
—Me alegra mucho oírle decir eso, señor —dijo el joven con una sonrisa (era un joven notablemente atractivo)—, porque no hace sino reforzar mi convicción de que nosotros hacemos lo propio. Es decir, admitimos la degeneración que ha tenido lugar desde tiempos de Héctor y Lisandro, y hemos reducido nuestros avíos en proporción; pero
mutatis mutandis
, aún seguimos llevando a cabo el adiestramiento, la danza, embutidos en armadura.
—¿De veras? —preguntó Stephen—. Pues no me había dado cuenta.
—Mire esto, señor —dijo el infante de marina, al tiempo que daba una palmada a la gorguera, una pieza plateada en forma de luna creciente que colgaba del pecho de su casaca roja—, a esto lo llamamos peto. Es algo más pequeño que el peto que lucía Aquiles, aunque también lo son nuestros méritos. —Rompió a reír alegremente y cazó una jarra al vuelo, dispuesto a llenar tanto el vaso de Stephen como el suyo. No había apurado ni la mitad de su contenido cuando Tom Pullings levantó la mano y en el silencio que siguió pudo oírse claramente el grito del vigía del tope, que atravesó las escotillas abiertas y las portas.
—¡Cubierta! ¡Tierra a la vista! ¡Tierra a la vista por la amura de babor!
—Señor Harding, tendrá usted que perdonarme, pero debo reunirme con el comodoro. Caballeros, les ruego que prosigan con la comida. En caso de que no pueda regresar, quisiera agradecerles su hospitalidad.
No regresó. Y puesto que no tenía mucho sentido dejar que se enfriara la carne por divisar tierras lejanas, continuaron. El cálido, casi abrasador viento, soplaba con fuerza y aunque algunos de los oficiales pidieron a voz en grito el
negus
o la limonada, otros apagaron la sed creciente con la ayuda del clarete, con lo que a una docena de los presentes tuvieron que arrastrarlos arriba.
Al cabo de un rato, debido a la ausencia del capitán y a la presencia de un primer teniente recién ascendido que de natural emanaba escasa autoridad, la charla ganó en tono y perdió en formalidad. Stephen y su infante de marina tuvieron que elevar la voz para entenderse: sus argumentos aún versaban en temas tales como la sutil danza de la última época en Francia y en el adiestramiento, tanto en lo concerniente a la caballería como a la Armada, y Stephen cobró conciencia, a su pesar, de que su contertulio bebía y había bebido demasiado y que su atención había divagado hasta recalar en la conversación que tenía lugar en el extremo de la mesa que ocupaba el contador, lugar donde varias personas hablaban a la vez de sodomía.
—Digan lo que quieran —dijo el teniente alto y delgado, segundo oficial de la
Thames—
, pero nunca serán hombres hechos y derechos. Quizá sean educados, hayan leído muchos libros y todo eso, pero en un combate serían incapaces de emplearse como Dios manda. Cuando serví de guardiamarina en el
Britannia
tuve a un par en la brigada que servía un cañón, y cuando las cosas se ponían feas se escondían entre la pipa del agua y el cabestrante.
Se oyeron otros puntos de vista, otras convicciones y experiencias, algunas tolerantes, incluso conciliadoras, aunque la mayoría de contertulios se manifestaron más o menos de forma agresiva opuestos a los sodomitas.
—En este ambiente no creo que convenga mencionar a Patroclo o a la Legión Tebana —murmuró Stephen, pero su infante de marina estaba demasiado atento a la ensalada de voces como para oírle. Llenó otro vaso y lo apuró sin quitar ojo al grupo reunido alrededor del contador.
—Digan lo que quieran —repitió el teniente alto y delgado—. Pero, aunque tuviera yo los mismos gustos, lamentaría de veras tener que entrar en acción a bordo de un barco comandado por uno de ellos, por muy augusto que fuera.
—Si se trata de un insulto contra mi barco, señor —exclamó el infante de marina, empujando la silla hacia atrás para incorporarse, pálido— debo pedirle que lo retire de inmediato. La combatividad del
Stately
está fuera de toda duda.
—No sabía que usted perteneciera al
Stately
, señor —dijo el teniente.
—Ya veo que hay quienes también son incapaces de emplearse como Dios manda —dijo el infante de marina. A continuación se alzó el alboroto; preocupados por la situación, quien más quien menos intentó separarlos. Al cabo de poco embarcaron en botes diferentes, el del
Stately
gobernado por algunas de las desdichadas señoritas de su capitán.
* * *
La costa se divisaba con total claridad: el viento cálido soplaba tan fuerte y entablado como pudiera desearse, y el
Bellona
, el
Stately
y la
Thames
se acercaban al punto en el cual debían interceptar a cualquier fugitivo que pudiera huir de isla Philip. Ya se cruzaban las señales de inteligencia enarboladas por los bergantines destacados en la costa, y lo hacían por mediación de la
Laurel
. No había fugitivos que interceptar, el puerto estaba vacío, los negreros no aparecerían hasta transcurridos tres días, pues se habían demorado en Takondi, y si bien al desembarcar encontraron a muchos negros recluidos en los barracones y en los corrales donde se encerraba a los esclavos, éstos ya habían sido liberados.
Jack Aubrey ordenó cambiar el rumbo, y gracias a la marea y al viento que sopló al anochecer sus tres barcos navegaron derechos a puerto, dirigidos por Cuadrado, que conocía las calitas y fondeaderos como la palma de su mano. Se enarboló en el
Bellona
la señal para llamar a bordo a todos los capitanes, y se hizo antes de largar el ancla. Los botes se abarloaron bajo el breve crepúsculo tropical.
—Tengo intención de echarme de nuevo a la mar y perderme tras el horizonte —confesó Jack a Stephen después de conversar con ellos—. Despacharé a bergantines y goletas a lo largo de la costa hasta la laguna Muni para interceptar y detener a cualquier embarcación costera o canoa que pueda informar de lo sucedido, y también para tender una emboscada a esos tipos en cuanto se acerquen a puerto. Según las predicciones de Whewell y Cuadrado (excelente marino, ese Cuadrado) y también del barómetro, existe la posibilidad de que podamos atraparlos. Se trata de tres holandeses y un danés, que pondrán rumbo a La Habana. De modo que si te apetece desembarcar esta noche con Cuadrado, podrías disfrutar de un par de días de naturalismo en ese río tuyo. Hay un pequeño poblado kroo donde podrás hacer noche, pero tendrás que presentarte en la costa, dispuesto a partir sin perder un minuto con la pleamar del miércoles.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó Stephen, que resplandecía por dentro.
—Pues a las siete de la tarde, por supuesto —respondió Jack no sin cierta impaciencia. Incluso a esas alturas consideraba la incapacidad de la mente de Stephen, por adaptarse al ritmo de la luna y la marea, a duras penas creíble en alguien de su intelecto. Hizo una pausa, consideró la cuestión, y entonces, en un tono muy diferente, añadió—: Claro que, bueno, Stephen, no puedo sino recordar lo que ya te dije acerca del permiso en Freetown después del anochecer, todo eso de las miasmas y los efluvios nocivos, de modo que te ruego que tengas mucho cuidado, que permanezcas a resguardo y que sólo andes por ahí cuando el día se airee.
—Agradezco tu preocupación, amigo mío —dijo Stephen—, pero no permitas jamás que el clima atribule tu generoso corazón. Freetown cuenta en sus alrededores con un pantano plagado de fiebres mortíferas. Ni siquiera los caballos aguantarían mucho en Freetown. Por el contrario, yo pasearé junto a un amplio río de generoso caudal que tiene sus pertinentes cascadas, y no debo temer a la miasma siempre y cuando corra el agua. Es esa agua estancada tuya la que engendra la fiebre. Ahora debo ocuparme de mis bolsas para la recolección y las hojas de papel, escoger el atuendo más adecuado —¿habrá sanguijuelas?— y charlar con el bueno de Cuadrado para planear nuestra ruta. En dos días, a buen paso, podríamos atravesar la llanura repleta de baobabs y murciélagos de tamaño monstruoso, ¡y alcanzar el territorio donde quizás encontremos tanto al potto como al pangolín de Temminck!
Stephen no pudo disfrutar de una tarde tranquila en su cabina hasta varios días después de abandonar isla Philip. Sólo entonces pudo dedicarse a diseminar las apresuradas notas y algunos de los especímenes botánicos que había recogido, y empezar un diario detallado de su viaje río Sinon arriba. Por supuesto, ya había contado a Jack todo lo relacionado con sus encuentros: el hipopótamo pigmeo, el facocero, el veloz elefante que le persiguió hasta un árbol baobab, los monos de muslo amarillo, los chimpancés (curiosos pero tímidos), una orquídea terrestre más alta que él, repleta de flores rosas, o la pitón kroo a la que Cuadrado saludó con un cántico respetuoso y que los observó volviendo la cabeza cuando pasaron de largo y en paz, cabizbajos. También las siete especies diferentes de cálaos, los dos pangolinos, la rica variedad de escarabajos y un escorpión que medía siete pulgadas y media, además de los nectarínidos y los pájaros tejedores.
—¿Y ese potto tuyo? —preguntó Jack—. Espero que tuvieras ocasión de encontrar a tu potto.
—Lo vi, claro que sí —respondió Stephen—. Estaba encaramado a una rama pelada, recortado contra la luna, y me observó con ojos redondos y grandes. Me atrevería a decir que avanzó un pie o incluso dieciocho pulgadas ante mi mirada.
—¿Le disparaste?
—No. No soy lo bastante naturalista. Tú tampoco lo hubieras hecho. Pero sí
disparé
contra un cárabo, insecto que me interesa mucho; si demuestro que se trata de una especie no catalogada, y confío en que lo haré, lo bautizaré con el nombre de este barco.
Durante aquellos primeros días en la isla y en la costa imperó una actividad constante. Se registraron algunos casos de malaria entre quienes habían asaltado Sherbro, y aunque los negreros capturados —que habían entrado en puerto con toda la confianza del mundo, sin adoptar precaución alguna— no llevaban a bordo más que la mitad del cargamento, muchos de los negros habían embarcado en la Antigua Calabar y algunos se encontraban muy mal. Enseguida se despachó a Freetown a los dos mercantes holandeses y al danés, con sus correspondientes tripulaciones de presa. Por su parte, los dos navíos de dos puentes, junto a la
Thames
y la
Aurora
, lentas y poco marineras, habían largado anclas de noche, proa a alta mar con rumbo este hacia el golfo de Benín, con la intención de poner en marcha el plan del comodoro. Por la mañana, quienes se encontraban en el alcázar del
Bellona
pudieron distinguir las humildes gavias de la
Laurel
por el través de babor, y es que la
Laurel
estaba en contacto con los bergantines que cruzaban la costa; todo estaba en marcha. El barco volvió a recuperar la rutina diaria, y Stephen pudo por fin disponer sus especímenes con cierto orden, desollar las aves y etiquetar todo antes de que la enorme cantidad —pues la suya había sido una expedición muy provechosa— abrumara su falible memoria. Contó para ello con la ayuda inestimable y eficaz de John Cuadrado; pero estaba solo cuando se sentó después de comer para enfrentarse a la tarea de escribir un relato exacto. Por regla general, en cuanto se impregnaba de la actitud adecuada y reunía sus recuerdos, solía escribir bastante rápido; pero ahora, aunque tenía en mente la imagen de aquel bendito río, la limpia playa que mediaba entre la orilla y los bosques, y el cárabo que volaba en lo alto, los nombres, la hora del día y la secuencia de lo sucedido eran harina de otro costal; no lo recordaría por mucho que se esforzara. Languidez. Dolor muscular. Un dolor de cabeza incipiente. Aturdimiento.
Había tomado un par de vasos de vino para acompañar la comida, y una taza de café después, y en el supuesto de que esta taza no bastara para contrarrestar el peso de los alimentos se dirigió a la cámara, donde encontró a Jack Aubrey ocupado ante su escritorio, con una taza de café a su lado.
Con la ayuda de dos cafés más pudo escribir uno o dos párrafos esforzadamente, lo cual no era nada comparado con el desinhibido flujo espontáneo que el día anterior había circulado por su cabeza. Una bolita de hoja de coca —pues dosificaba las existencias de que disponía— apenas espoleó el verbo, aunque al cabo de un rato sí le empujó a acercarse al espejo y sacar la lengua. Ay, qué escarlata la tenía, tal como había sospechado; y sus ojos, aunque brillantes, tenían un cerco oscuro a su alrededor, mientras que los labios parecían frotados con piedra arenisca. Se tomó el pulso: rápido, muy rápido. Se tomó la temperatura con un termómetro Fahrenheit: ligeramente por encima de los cien, un poco más allá de la temperatura que imperaba en el ambiente. Reflexionó un rato acerca de las implicaciones de su estado y después bajó al dispensario, donde encontró al señor Smith preparando las píldoras.
—Señor Smith —dijo—, sin duda en Bridgetown tuvo usted ocasión de contemplar muchos casos de fiebre amarilla.
—Oh, sí, señor —respondió Smith—. Fue la mayor causa de mortandad. Los oficiales jóvenes contaban con ella para el ascenso. En ocasiones la denominaban «vómito negro».
—¿Diría usted que la fiebre facial es uno de los síntomas típicos de la enfermedad?
—Sí, por supuesto que sí, señor: si cabe más que en ninguna otra enfermedad.
—En ese caso, tenga la amabilidad de avisarme cuando haya terminado con ese surtido de píldoras, a ver si puede usted verme bajo una buena luz.
Ninguna luz podía ser preferible a la que se filtraba por la porta del cañón abierta a su lado, y tampoco Stephen habría podido encontrar un joven médico más convincente que el señor Smith. Observó a Stephen con toda la atención y la objetividad del mundo, tanto fue así que asumió con total naturalidad las libertades propias de cualquier físico: levantó sus párpados, le ordenó que abriera la boca, tomó su pulso en la carótida y le hizo diversas preguntas.
—Con todas las reservas posibles debidas a mi falibilidad y a la relativa inexperiencia que poseo, señor —dijo finalmente, serio como una estatua—, yo diría que, con excepción de una, posee usted todas las características de un paciente sumido en el primer estadio de la fiebre amarilla; aunque ruego a Dios que me equivoque.