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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (34 page)

BOOK: El comodoro
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La procesión parecía interminable: decenas y decenas de hombres inclinados, descarnados y humillados, desnudos, de un color negro sin luz. Sin embargo, al cabo de un tiempo la procesión clareó casi hasta cesar por completo.

—Ahora, sin duda, sólo nos quedan los enfermos. Siempre los estiban a proa, donde entra un poco de aire por los escobenes. ¿Quizá quiera usted acompañarme a echar un vistazo, doctor?

Stephen, que había visitado algunas enfermerías de prisión espeluznantes, por no hablar de manicomios y hospicios, disponía de cierta coraza profesional. Igual que Whewell, dado el tiempo que éste había servido a bordo de buques negreros. Pero Jack, no, ni siquiera la crujía de la segunda batería inmersa en plena batalla de línea —lugar conocido con el nombre de «matadero»—, le había preparado para esa visión; la cabeza le daba vueltas. Se empeñó en seguirles y acercarse a la proa con ellos, y se inclinó bajo los baos: oyó a Stephen dar órdenes para que libraran a los esclavos de las cadenas, le vio examinar con luz tenue y el ambiente estancado a varios hombres demasiado débiles como para moverse, creyó comprender que certificaba casos de disentería, que necesitaba hombres, agua y lampazos.

Subió a cubierta, donde los marineros del buque negrero le observaron consternados, y con voz estrangulada y feroz ordenó a seis marineros que bajaran a la cubierta inferior con cubos y lampazos, a otros seis que fueran a las bombas, y a otros cuatro que trabajaran con brío en la cocina. Arrojaron todos los látigos por la borda. Algunos de los esclavos le observaron sin mostrar mucha curiosidad; algunos ya se estaban lavando; la mayoría seguían sentados en cubierta, agachados.

—¡Bellona! —voceó.

—¿Señor?

—Envíeme a ese tipo con sus hombres. Un grupo de infantes de marina y un oficial; al armero y a su ayudante. Y también a los ayudantes del cirujano.

Pidió a gritos la presencia del despensero de a bordo, a quien ordenó extender en cubierta todos los coyes que encontrara en las cabinas, y a medida que subieron a los enfermos, ya fuera del hombro o en parihuelas, ordenó también tenderlos en los coyes. El patrón del
Nancy
volvió a su barco.

—Coja este lampazo —dijo Jack, que se inclinó sobre su rostro espantado cuando le vio asomar por el costado—. Coja este lampazo y vaya abajo a limpiar. Abajo a limpiar. ¡Abajo a limpiar!

En ningún momento se cuestionó o desobedeció en lo más mínimo la autoridad del comodoro a bordo del buque negrero, todo lo contrario, puesto que los marineros se comportaron con un celo asqueroso y turbio. Después, cuando los infantes de marina ya habían formado en cubierta en doble fila, a estribor por popa, con los mosquetes al hombro, la comida surgió de la cocina en cubos para diez, y los esclavos formaron sus ranchos habituales, casi llenando por completo la cubierta. Habría unos quinientos, como mínimo.

—Señor Whewell —dijo Jack—. ¿Podría decirles que no vamos a hacerles daño y que no serán vendidos como esclavos, sino que serán liberados en cuanto arribemos a Sierra Leona dentro de un par de días?

—Lo intentaré, señor, con las nociones que tengo. —Y así lo hizo, alto y claro, en diversas versiones. Media docena de hombres negros mostraron interés, quizás incluso le comprendieron. El resto devoraba la comida y clavaba la mirada en la nada, o en un mundo de divagaciones inescrutables.

—Señor Whewell —dijo de nuevo Jack—, ¿qué opinión le merece el hecho de librarlos de sus cadenas?

—Me parece bien, señor, siempre y cuando los infantes de marina permanezcan a bordo. Sin embargo, creo que a los marineros deberían llevarlos abajo antes de caer la noche: un trozo de presa, bien armado, impedirá que haya problemas en la oscuridad.

—Si hay algo que necesite el doctor —asintió Jack—, botes, coyes, parihuelas o cosas así, informe al capitán Pullings de inmediato. (Stephen había improvisado una enfermería en la cabina del patrón.) Será usted relevado antes de que finalice la guardia. Davies —llamó a uno de los marineros de su falúa, hombre violento, grande y feo que le había seguido de barco en barco—, encárguese de que esos tipos de las bombas sigan con lo suyo. Puede usted asustarlos si les entra la flojera.

Volvió a bordo del
Bellona
, se quitó toda la ropa, se plantó un buen rato bajo un chorro de agua limpia y se retiró a su cabina, donde se sentó a considerar la situación, a valorar las opciones que surgían ante él, a pensar ceñudo, a tomar notas y a escribir dos cartas para el capitán Wood en Sierra Leona, una oficial y otra privada.

Durante la mayor parte de este lapso de tiempo, Stephen se sentó en compañía de Whewell en el cabrestante del mercante negrero, con el viento por la aleta y el cielo despejado a medida que la escuadra marchaba rumbo sureste. Estaba razonablemente satisfecho del estado de sus pacientes; había aliviado con ungüento y lino limpio muchas, muchas muñecas mordidas por los grilletes, y en la cubierta bien alimentada se respiraba un ambiente más humano.

—¿Diría usted que hemos encontrado el barco en un estado terrible, dada su experiencia? —preguntó.

—Oh, no, en absoluto —respondió Whewell—. Para un barco que partió hace catorce días de Whydah, yo diría que lo hemos encontrado razonablemente bien. No. Estaba torcida la cosa, por supuesto, y creo que el comodoro se ha llevado una sorpresa; pero había pocos casos de disentería, y los que ha diagnosticado se encontraban en un estadio temprano de la enfermedad, de modo que podría haber sido peor, mucho peor. Quizás el peor que vi fue un bergantín llamado
Góngora
, al que perseguimos durante tres días frente a la costa. Durante todo ese tiempo mantuvieron a los esclavos abajo, por supuesto, sin comida y con escasa ventilación al andar de ceñida, y cuando por fin lo apresamos abrimos las escotillas y encontramos doscientos cadáveres en la cubierta inferior: disentería, hambruna, asfixia, miseria, y sobre todo el hecho de que lucharon entre sí armados con las cadenas, antes de debilitarse por completo. Aquel malhadado bergantín llevaba a partes iguales a Fantis y Ashantis, enemigos mortales que habían estado en guerra, y ambos bandos vendieron a sus prisioneros en el mismo mercado, de modo que los apretaron a todos ahí dentro.

—Ruego me perdone, señor —dijo el ayudante del piloto de derrota, un hombre alto que asomó por la borda—, pero he venido a relevar al señor Whewell. El comodoro desea verle cuando se haya lavado y cambiado de ropa.

* * *

—Señor Whewell —saludó Jack—, corríjame si me equivoco, pero creo que es norma en Sierra Leona disponer de los negreros capturados y condenados de tal modo que la estimación del precio de subasta sea distribuida como botín de presa.

—Así es, señor. Hace un tiempo, los comerciantes recuperaban los barcos muy marineros, que volvían a emplear en el negocio.

—Muy bien. También nos ha hablado al doctor y a mí de los kroo, descritos como marineros excelentes, pilotos expertos y conocedores de la costa, inteligentes y de confianza.

—Sí, señor. Siempre han tenido esa reputación, y he constatado por propia experiencia que la merecen y que incluso la descripción se queda corta. Los conozco bien, desde que era chico. Y es más, la mayoría de ellos hablan bien el inglés de la costa y lo comprenden aún mejor.

—Me alegra oír eso. Verá, aquí tiene dos cartas para el capitán Wood, el gobernador. En ellas le pido que condene de inmediato a este barco, el
Nancy
, sin juicio previo, y que permanezca fondeado en la rada en cuanto lo hayan vaciado. También le pido que prepare un barco de pertrechos cargado con pólvora hasta los topes, para cuando arribe la escuadra a puerto. Si me complace, y no me cabe la menor duda de que lo hará, quiero que usted se las apañe como buenamente pueda para reclutar al menos a un buen kroo para cada una de las embarcaciones auxiliares que forman parte de la escuadra, a partir de los cúteres de seis remos, con tal de que puedan guiar a los nuestros de noche y asaltar isla Sherbro y, quizás, el río Gallinas. ¿Lo cree posible, señor Whewell?

—Con este viento entablado que sopla lo creo perfectamente posible, señor. Y no tema por los kroo. Hay un poblado kroo en Sierra Leona que cuenta con unos cuantos centenares de ellos, hombres con quienes he tratado durante los últimos veinticinco años. Odian la esclavitud y harán lo posible por combatirla.

—Me alegra mucho oírle decir eso. El señor Adams le hará entrega de sus órdenes y del dinero que juzgue usted necesario para los kroo. Subirá a bordo de la
Ringle en
cuanto le sea posible y pondrá rumbo a Sierra Leona sin perder un solo minuto. Llévese al señor Reade, que la gobierna como nadie. Y cúbrase de lona, señor Whewell. Buenos días tenga usted.

CAPÍTULO 8

Oscuras nubes entrada la tarde, oscuras, oscuras nubes que empezaron por cubrir las colinas en cuya falda se extendía Freetown, y que después avanzaron empujadas por el viento durante una hora hasta que la mitad del cielo se tornó negra y el calor se hizo aún más asfixiante. Después sucedió lo mismo al oeste, en mar abierto, aunque allí las nubes eran más negras si cabe, negras como la pez; y a medida que engarzaba el viento de fuera, las nubes engulleron por completo el sol poniente y se apresuraron a teñir todo el cielo con un paño mortuorio, sofocante y amenazador.

El viento a la mar también llevó consigo cinco embarcaciones, oscurecidas por la distancia aunque no lo bastante como para no distinguir que se trataba de navíos de guerra con rumbo a El Cabo y la India. El barco de pertrechos cargado de pólvora que había partido del arsenal arrumbaba con intención de abastecerlos. Dado que cierto número de kroo habían subido a bordo de una goleta, era muy probable que entre ellos hubiera un mercante, aprovechando su protección hasta poner rumbo este y recorrer la Costa del Cereal, la Costa de Marfil y la Costa Dorada para obtener pimienta, aceite de palma, marfil y polvo dorado. Corrían ciertos rumores estúpidos respecto al regreso de la escuadra inglesa, rumores basados en la llegada bajo custodia y condena inmediata del
Nancy
, que ahora fondeaba en la rada. Estos rumores fueron sin embargo obviados sobre la base de que el
Nancy
había arribado a puerto escoltado por la goleta del gobernador, que sin duda había actuado en calidad de corsario. El capitán Wood, al igual que sus predecesores, podía extender una patente, y ¿quién más apto para ello que tan meritorio oficial? Además, ¿quién recordaba que la escuadra inglesa incluyera un navío de dos puentes? Pese a la luz, una luz que muy bien podía presagiar el fin del mundo, no tan sólo había uno, sino que eran dos los barcos de dos puentes que cualquier persona podría divisar.

—Eres el padre de las mentiras —dijo un mercader sirio—. Nada asoma bajo esta luz, o, mejor dicho, bajo esta oscuridad visible. Aunque admito que parece el fin de los tiempos.

—Pues tú eres el retoño de un topo impotente y un murciélago crapuloso —replicó su amigo—. Distingo perfectamente dos puentes en el segundo a contar por el frente; y también en el tercero. Parecen ir derechos a por el
Nancy.

—Ni por asomo —dijo el primer mercader. Pero apenas hubo pronunciado estas palabras cuando el primer barco que formaba en línea viró a estribor hasta que su costado quedó paralelo al del
Nancy
, y a una distancia de doscientas yardas abrió fuego toda la andanada del costado, cuyas brillantes llamaradas iluminaron toda la capa de nubes y cuya voz, después de ensordecer a toda la población, encontró eco entre las colinas. Por espacio de tres exclamaciones de asombro, ni una sola más, se repitió todo este proceso incluso con más fuerza, con estocadas más potentes y largas de fuego y el hondo vozarrón de los cañones de treinta y dos libras. Así lo imitaron uno tras otro todos los barcos de la línea hasta llegar al último. El silencio, con el humo de la pólvora que flameaba sobre la bahía, resultó no menos sorprendente, y las aves volaron en todas direcciones. Pero después de una breve pausa se alzó por todo el pueblo un estruendo generalizado que obedecía a los gritos de asombro, a las conjeturas: ¿Sería el francés? ¿Anunciaría la trapisonda el retorno del patriarca Abraham? ¿Sería el capitán de un navío de guerra inglés, dispuesto a imponer la ley vigente contra la esclavitud? Había atrapado a ese desdichado
Nancy
navegando con bandera española, habían encadenado al patrón y a todos sus hombres al palo mayor y en ese momento reducían el barco a astillas y a ellos los quemaban en la hoguera. Esta explicación fue la que ganó más adeptos a medida que la escuadra viraba por redondo y volvía a virar, envuelta en el estruendo de sus barcos que ahora disparaban por pares, de tal forma que los espectadores, toda la población de Freetown, apenas podían oír el sonido de sus propias voces por mucho que gritaran. Y durante la pausa entre una virada y la siguiente, cuando de nuevo las baterías de estribor lanzaron su prolongado y deliberado rugido (sólo el
Bellona
vomitaba setecientas veintiséis libras de hierro por descarga) corrió la noticia de oído sordo a oído sordo de que Kande Ngobe, propietario de un telescopio, había distinguido claramente a las víctimas mutiladas, atadas aún con cadenas: también Amadu N'Diaje, hombre de vista aguda; también Suleiman bin Hamad, quien afirmó además que algunos seguían con vida.

También seguía con vida el maltrecho barco, cuyo costado había sido acribillado a conciencia, pero que continuaba a flote, aunque muy baja su obra sobre la mar calma, y es que nunca había hundido una traca de más por debajo de la línea de flotación. Después, tras otra prodigiosa descarga que iluminó el cielo y la población, y que atarugó las calles de sombras, la línea cerró con tal de hacer uso de las carronadas de corto alcance, momento en que pudo oírse otra de las muchas voces que tiene la guerra, el agudo estallido de la genuina descarga que todo lo quebraba, disparada a mayor cadencia que las piezas grandes pese a estar cargada con una bala más pesada que la mayoría, tan rápida y tan potente que el buque negrero no pudo aguantar por más tiempo y emprendió su última travesía al deslizarse a pique y a pique en el mar, que extrañamente había escupido una arena gruesa como gachas, resultado del conflicto que habían entablado la marea cambiante y la corriente.

—A batiportar la artillería ahí, a batiportar la artillería —se oyó gritar a lo largo de la línea de barcos, y las sonrientes dotaciones trincaron tesos y bien tesos los encendidos cañones. Por fin se sirvió la cena, sorprendentemente tarde. Aún sonreían cuando todos los marineros contribuyeron a fondear los barcos en aguas de veinticinco brazas y se cumplió con el relevo de la guardia: disparar con brío y hacerlo contra semejante objetivo era una de las labores más gratificantes para cualquier marinero.

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