—No dije nada, te lo juro. Hubo pocos momentos en los que pude intercalar palabra, pero de vez en cuando hice algún que otro gesto ambiguo con la cabeza. Entonces le prescribí una dosis que quizá lo apacigüe; estoy seguro de que al menos bastará para purgar sus humores más malignos.
—Quizás a partir de ahora sea mejor compañía. Debe ser muy fatigoso eso de estar sumido en un perpetuo estado de rabia o, al menos, a punto de encenderse ante la menor contrariedad. —El oído de Jack captó el imperceptible sonido metálico del mecanismo del reloj que Stephen guardaba en el bolsillo—. La segunda guardia del cuartillo —exclamó, y dirigiéndose a la cabina hizo sonar la campana para llamar a un guardiamarina—. Señor Wetherby —dijo—, sea usted tan amable de presentar mis respetos al capitán Pullings y de comunicarle que me gustaría saber la distancia que hemos cubierto desde la medición de este mediodía.
—A la orden, señor —dijo el joven caballero, que al cabo de un minuto ya estaba de vuelta con un pedazo de papel. Jack lo observó, sonrió, se adentró en la cabina del piloto para llevar cabo una última comprobación, y se dirigió a paso ligero a la caja forrada de hierro que guardaba en su armario: hierro con lastre de plomo, para todos aquellos documentos que no debían caer en manos del enemigo, entre los que se contaban señales, códigos y correspondencia oficial; caja que hundiría de inmediato sin riesgo alguno de que pudieran ser recuperados. Sus órdenes secretas eran las más voluminosas que había recibido en toda su carrera, y comprobó con un placer entusiasta que incluían los comentarios y observaciones de aquellos comandantes que lo habían precedido desde 1808, encargados de la misma misión, puesto que su relación con esa costa prácticamente se había reducido a navegar de largo tan lejos y tan rápido como le fue posible de aquel rincón tan extraordinariamente insalubre del mundo, y a sufrir vientos variables, penosas corrientes y calmas cuando estuvo cerca.
Después de inspeccionarlas del derecho y del revés, acarició con la mirada el texto escrito y a media lectura su rostro se iluminó con una sonrisa de puro placer. Comprendió con extraordinaria rapidez que, en cuanto hubiera hostigado a los negreros, debía dirigirse en una fecha concreta a una longitud y a una latitud determinadas, donde tenía que reunir a los barcos listados al margen y adoptar un rumbo concreto, con objeto de interceptar y destruir una escuadra francesa que partiría de Brest en una fecha igual de concreta que la suya y que, en un principio, pondría rumbo a las Azores, pero que después, llegados a, o alrededor de los veinticinco grados de longitud oeste, cambiaría su rumbo hacia bahía Bantry. Toda esta información iba acompañada por cierta cantidad de reservas, a las que Jack estaba acostumbrado. Había captado el meollo al instante y sus ojos repasaron el parágrafo que remataba la mayoría de órdenes que había recibido. En su empeño podía contar con los consejos del doctor Stephen Maturin —el cual podría transmitirle fechas y posiciones más precisas, datos que éste recibiría a través de los canales adecuados— para todo aquello que tuviera cariz político o diplomático. Ignoró la garantía conforme a la cual si fracasaba o descuidaba una parte o la totalidad de lo señalado respondería por su cuenta y riesgo (postrero y grato detalle de sus señorías), y llamó a Stephen desde la galería de popa, la parcela más atractiva de la arquitectura naval. Apenas se hubo personado Stephen, el resplandor que iluminaba el rostro de Jack, en la sonrisa, en sus ojos, desapareció debido a dos o tres posibilidades que se le ocurrieron. Seguro que los franceses pretendían llevar a cabo otra invasión de Irlanda, o «liberación», tal y como lo llamaban ellos, y entonces sintió cierto pudor a la hora de sacar a relucir el tema. Stephen nunca había defendido sus opiniones con vehemencia, jamás las había expuesto con injuriosa claridad, pero Jack sabía perfectamente bien que prefería que los ingleses se limitaran a permanecer en Inglaterra y dejaran al gobierno irlandés cuidar de los suyos.
Maturin observó cómo mudaba la expresión, contenida en un rostro básicamente arrebolado, pese al moreno de su piel, rostro de ojos azules que despedían un brillo peculiar, un rostro cincelado para el buen humor, y también observó los papeles que tenía en la mano.
—Seguro que ya lo sabrás todo al respecto, Stephen. —Éste inclinó la cabeza—. De cualquier forma, hay una carta para ti —dijo tendiéndosela—. ¿Quieres que visitemos la popa?
Incluso para un comodoro de primera clase con un capitán bajo su mando, por mucho que dicho comodoro luciera un sombrero de contraalmirante, la intimidad resultaba un bien preciado a bordo de un barco repleto de gente tan dada a la curiosidad y a las habladurías. Sobre todo tratándose de un navío de guerra que contaba entre los suyos con marineros tan preguntones como Killick y su ayudante Grimble, cuyas obligaciones les permitían acceder a lugares sagrados, y que eran grandes conocedores de qué enjaretado daba a qué lugar, y qué corriente de aire arrastraba mejor las palabras.
La toldilla, señorial vuelta de unos cincuenta pies de ancho por veintiocho de largo, se libró de la presencia del cabo de señales y de sus amigos, de tal forma que Jack y Stephen pudieron pasear por cubierta durante un rato.
—No sabes por dónde empezar, querido —dijo Stephen cuando hubieron dado doce vueltas—, de modo que voy a explicarte de qué se trata. La cuestión irlandesa, tal y como la gente la conoce gracias a los periódicos, podría resolverse a mi entender mediante la implantación de dos medidas muy sencillas. Primero, la emancipación católica. Segundo, la disolución de la Unión. Es posible que con el tiempo se pueda conseguir sin necesidad de que medie la violencia de por medio. Pero si los franceses desembarcan en suelo irlandés y se empeñan en proporcionar armas a los descontentos, se armará una de padre y señor mío, no habrá más que violencia y más violencia, e incluso si eso sucediera podría inclinarse la balanza a favor de ese diablo de Bonaparte. En tal caso, ¿en qué posición quedaría Irlanda? En una situación mucho peor, sometida a una tiranía tan eficiente como carente de escrúpulos, católica sólo de nombre y notablemente ávida de botín. Piensa en Roma, Venecia, Suiza, Malta… No. Aunque pueda dolerles a muchos de mis amigos, empeñaré todas mis fuerzas en impedir el desembarco del francés. He servido el tiempo suficiente en la Armada como para saber cuándo debe uno elegir entre dos males, y elegir el mal menor.
—No lo pongo en duda, hermano —dijo Jack mirándole con afecto—. Por supuesto me han aconsejado recurrir a ti para resolver todos los puntos difíciles que puedan surgir, y cuando tengas un momento te enseñaré toda la documentación habida y por haber; aunque permíteme decirte que el Almirantazgo, después de hacer notar que a menudo se producen muchas bajas en las costas del África Occidental, señala que durante la primera fase de la operación se nos permite reunir a bordo de un solo barco a todos los enfermos graves de la escuadra, y que, después, dicho barco puede poner proa a isla Ascensión, donde durante la estación apropiada encontrará solaz en las tortugas, además de agua fresca y ciertas verduras.
—Ah, Ascensión… —dijo Stephen, anheloso.
—Y también me han informado de que el actual gobernador de Sierra Leona es mi viejo compañero de rancho James Wood. ¿Recuerdas a James Wood, Stephen? Una bala le atravesó la garganta en Porto Vecchio, y en lugar de hablar se diría que jadea. Le visitamos a bordo de la
Hebecuando
estuvo en los Downs, y él pasó unos días invitado en Ashgrove.
—¿Ese caballero tan alegre que llenó el barco con una cantidad inconcebible de cabo, pintura y demás?
—El mismo. No es muy amigo de los formularios, pero le gusta echarse a la mar en un barco bien armado, aunque eso suponga confraternizar con la gente de maestranza hasta un punto que te parecería sorprendente. Además tiene buena mano para jugar al
whist.
—Lo recuerdo perfectamente.
—Pues claro que sí —dijo Jack, sonriendo al rememorar la jovialidad con que sobornaba el capitán Wood, concretamente en una ocasión en que adquirió una de las anclas de respeto del buque insignia—. Y puesto que lo sabes todo respecto a la segunda parte, no ahondaré más en ello —continuó diciendo en poco más que un susurro—, no diré una palabra, mejor mantenerlo en la sombra. Pero sí te hablaré de la primera, que insiste en la necesidad de darles un buen golpe en la cabeza a esos negreros. Se nos ha ordenado hacer un estruendo de mil demonios y dejar boquiabierto a todo aquel que pueda estar observando nuestras idas y venidas, al igual que liberar a tantos esclavos como nos sea posible. No tengo ninguna experiencia en lo tocante a esto último, y aunque he ojeado los escasos comentarios de los anteriores comandantes querría saber mucho más, y creo que preguntar será la única forma de averiguarlo. No es posible formular preguntas a un libro o a un informe, pero en cambio unas palabras con el tipo que los escribió bastarán para despejar muchas dudas. De modo que me he propuesto reunir a todos los capitanes y preguntarles todo lo que sepan; voy a convidarlos a comer mañana. —Apretó el paso y voceó en dirección al alcázar—. ¡Capitán Pullings!
—¿Señor?
—Vamos a enarbolar la señal de reunir a todos los capitanes.
—A la orden, señor. Señor Miller —dijo al oficial de guardia—. Llame a bordo a todos los capitanes.
—A la orden, señor. Señor Soames… —Y de esta guisa pasó la orden del teniente de señales al guardiamarina de señales hasta el suboficial encargado de izarla físicamente, que tuvo tiempo de sobras de preparar la driza. Orden a todos los capitanes conforme se personen a bordo del buque insignia. Poco después se desplegó en el tope, y los bergantines repetidores de señales la repitieron a lo largo de toda la línea. Dicha orden causó consternación en más de una cabina. Los capitanes se libraron de los pantalones de faena y las chaquetas de nanquín (día caluroso aquél, con viento de popa) y se enfundaron sudorosos los calzones blancos, las medias blancas y el chaleco no menos blanco, rematado el conjunto con una chaqueta azul de paño fino y ribetes dorados.
Su llegada no respetó un orden particular, aunque fueron puntuales; sin embargo, la falúa de la
Thames
llegó un poco tarde, y pudo oírse a su capitán maldecir al guardiamarina, al timonel y a «ese hijoputa que estaba de proel» durante sus buenos cinco minutos. Cuando todos se hubieron reunido en la toldilla, que pareció a Jack un lugar más aireado e informal que el alcázar, éste les dijo:
—Caballeros, debo informarles de que mis órdenes requieren a la escuadra que lleve a cabo una demostración de fuerza nada más llegar a la costa. Dispongo de los informes y observaciones de los anteriores comandantes que han servido en este apostadero, pero también me gustaría conversar con todos aquellos oficiales que hayan navegado en estas aguas. No sé si puedo contar con alguno de ustedes, o, quizá, con alguno de los oficiales que estén bajo su mando.
Murmullo general. Cruce de miradas, y Jack, volviéndose al capitán Thomas, que había servido durante mucho tiempo en las Antillas, donde además poseía una propiedad, le preguntó si tenía algo en particular que decir.
—¿Yo? —exclamó Thomas—. ¿Y por qué iba yo a tener algo en particular que decir acerca de la esclavitud? —Entonces, al ver el pasmo dibujado en las caras que lo rodeaban, se contuvo, tosió y añadió—: Le pido perdón, señor, si me he mostrado un tanto brusco: estoy nervioso después de comprobar lo estúpida que es la dotación de mi falúa. No, no tengo nada en particular que decir al respecto. —Llegado a este punto volvió a morderse la lengua, y Stephen y el señor Adams cruzaron una mirada esquiva; la expresión de sus rostros no se vio alterada en lo más mínimo, aunque ambos tuvieron la seguridad de que las palabras que se había tragado habrían servido de apología al comercio y, por supuesto, a la propia esclavitud.
—Bien, lamento que todo esto haya sido completamente en vano —dijo Jack, observándolos a todos para constatar la uniforme mirada de estupidez en los rostros de sus capitanes—. No obstante, los informes de mis predecesores dejan perfectamente claro que buena parte del servicio tendrá lugar cerca de la orilla, éste es un negocio que se resuelve desde los botes, de tal modo que debo pedir a todos los oficiales presentes que se aseguren de que sus embarcaciones auxiliares estén disponibles y en buen estado, y que cuenten con dotaciones familiarizadas en tratar con palos y navegar a vela cubriendo distancias considerables. Señor Howard, diría que anteayer le vi arriar la lancha con una brusquedad inusitada.
—Así es, señor —respondió Howard, sonriendo—. Fue cosa del idiota del paje de escoba. Arponeó un bonito con tanto celo que atravesó la porta de las miras de proa para caer sobre el pez, todo ello sin soltar el arpón, cuyo chicote tenía alrededor de la muñeca. Por suerte la lancha colgaba del pescante y estábamos a punto de estibarla, de modo que la devolvimos al mar y recuperamos la única arma decente que llevamos a bordo.
—Bien hecho —alabó Jack—, pero vamos, que muy bien hecho, sí señor. Y la palabra arma me recuerda lo siguiente: echar rápidamente los botes al agua y gobernarlos bien es muy importante, pero no debería, bajo ningún concepto, afectar a nuestros ejercicios con los cañones, cuyos resultados, como todos ustedes sin duda reconocerán, aún dejan mucho que desear. Sin duda mañana será un día excepcional; y mañana espero y confío que pese al ejercicio dispondrán ustedes de tiempo suficiente para acompañarme durante la comida.
Sonaron dos campanadas. Killick, su ayudante y tres sirvientes se desplazaron con sumo cuidado hasta la escalera de toldilla, armados los dos primeros de bandejas con jarras que contenían las bebidas más apropiadas para tales horas, y los otros de vasos para disfrutar de ellas.
A medida que se despedía a los capitanes con el clamor de los silbatos, Howard, amigo de Stephen, se acercó hacia él y le preguntó:
—Por cierto, Maturin, usted que conoce al comodoro infinitamente mejor que yo, sabrá sin duda cuan preciso es en el uso del término «oficial».
—Bastante, creo. Es muy puntilloso en cuanto al uso de rangos y títulos. Al igual que Nelson, no soportaba a sir Sydney Smith, caballero de Suecia. Sin embargo, el comodoro es un hombre muy razonable.
—Seguro, seguro. No sabe cuánto me sorprendió la convicción, el orden y la claridad del estudio sobre la nutación que presentó ante la Royal Society (me llevó Scholey), y diría que durante unos días no sólo comprendí la naturaleza de la nutación, sino incluso la precesión de los equinoccios.