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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (31 page)

BOOK: El comodoro
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—No puedo decir que me sorprenda. Es el mejor astrónomo del mundo.

—Sí. Pero a lo que iba. Tengo en la
Aurora
un ayudante del piloto de derrota que es algo veterano ya, se llama Whewell. Y un ayudante del piloto de derrota, como sabrá usted bien, no es un oficial en el sentido estricto de la palabra, no es un oficial de guerra. Sirvió en tiempos, aprobó el examen público, o semipúblico, de teniente, pero suspendió el de gentilhombre; en resumen, después de conferenciar en privado los oficiales que lo examinaron, decidieron que no era un caballero, y que, por tanto, no podían concederle el certificado de teniente, de modo que siguió donde estaba. Sin embargo, es buen marino y sabe mucho de barcos negreros y de sus costumbres.

—En tal caso, estoy completamente seguro de que el comodoro querrá entrevistarse con él.

—No podría encontrar a nadie mejor. Whewell nació en Jamaica, es hijo de un armador. Embarcó por primera vez en uno de los mercantes de su padre que transportaba mercancías y algunos esclavos, y entonces Dick Harrison se lo llevó al alcázar de la
Euterpe
. Durante la paz sirvió de segundo en uno de los barcos negreros de Thomas que cubrían habitualmente la ruta, pero se hartó de ello y se alegró de volver a la Armada. Antes de servir conmigo estuvo en la
Euryalus
, de John West.

—No sabía que el capitán Thomas tuviera esclavos en propiedad.

—Es un negocio familiar; no obstante, desde que se prohibió por ley el comercio de esclavos se muestra muy sensible al respecto, y no le gusta que se sepa.

* * *

Whewell se personó a bordo al cabo de diez minutos, a pesar de que había tenido que afeitarse y ponerse el mejor uniforme que tenía. Era bajito, engallado, tenía la cabeza redonda, contaba alrededor de treinta y cinco años y lejos estaba de considerarse atractivo: la viruela le había marcado el rostro con saña, y la explosión de un cartucho de pólvora había salpicado de puntos negros su cara, allí donde la enfermedad le había perdonado. Tenía dientes malsanos, mellados y descoloridos. Pese a todo, esta fealdad relativa no justificaba su posición actual en la Armada, quizá la más incómoda de todas, puesto que Jack sabía de guardiamarinas de peores pintas que habían obtenido el ascenso al aprobar el examen de teniente en

Somerset House. No. El problema era el tono cobrizo de la escasa tez que Whewell podía considerar como tal, legado evidente de su tatarabuela africana.

—Siéntese, señor Whewell —convidó Jack, levantándose al verle entrar en la cámara—. Sin duda será usted consciente de que nuestra escuadra se ha propuesto acabar con el comercio de esclavos, o, al menos, desalentar todo lo posible a quienes lo practican. Me han dicho que posee usted un conocimiento considerable en la materia y le ruego que me haga un relato breve de su experiencia. Al doctor Maturin, aquí presente, también le gustaría saber algo acerca del particular; comprenda usted, nada relacionado con la náutica o las particularidades de los vientos que soplan en el golfo de Benín, sino más bien cualesquiera aspectos generales que se le puedan ocurrir.

—Verá, señor —dijo Whewell, mirando a Jack directamente a los ojos mientras ordenaba sus pensamientos—, nací en Kingston, donde mi padre poseía algunos mercantes, y cuando era chico solía a menudo embarcar en cualquiera de ellos para hacer el comercio con las islas hasta los Estados Unidos, o atravesar el Atlántico hasta el África, a cabo Palmas y derechos al golfo a por aceite de palma, oro si podíamos echarle el guante, pimienta de Guinea y marfil; y algunos negros si se terciaba, pero no muchos, puesto que no solíamos dedicarnos al comercio de esclavos, aunque sí nos acomodaba tratar con ellos al por mayor. Así fue como llegué a conocer aquellas aguas tolerablemente bien, sobre todo las del golfo. Un tiempo después mi padre dijo a un viejo amigo suyo, el capitán Harrison, que yo ardía en deseos de enrolarme en un barco de guerra, y tuvo la amabilidad de llevarme al alcázar de la
Euterpe
, fondeada en Kingston por aquel entonces. Serví a bordo durante tres años y después seguí a mi capitán cuando transbordó a la
Topaze
, donde me cualificó como segundo del piloto. Eso fue justo antes de la paz, y a raíz de ésta la fragata fue desarmada en Chatham. Me las apañé para volver a Jamaica y me dediqué a lo que pude (mi padre había dejado los negocios para entonces), en su mayor parte pequeños mercantes que cubrían la ruta de Guinea y al sur, hasta Cabinda, o que cruzaban al Brasil. Algunos negros, como de costumbre; pero aunque estaba hecho a los negreros y a sus procederes, sobre todo a los barcos grandes de Liverpool, nunca navegué a bordo de uno hasta que me enrolé en el
Elkins
, en bahía Montego. Los propietarios habían acordado que llevara mestizos, descubrí que era uno de los principales de la línea en el mismo instante en que puse un pie en cubierta.

—¿Y cómo fue que se dio cuenta de ello, señor? —preguntó Stephen.

—Pues porque el fogón se desbordaba en todas direcciones, señor. Por lo general, un barco cuenta con calderos suficientes para satisfacer a la dotación (en este caso, pongamos treinta marineros), pero aquí lo tenían calculado para mantener con vida a cuatrocientos o quinientos esclavos durante cuatro o cinco mil millas de pasaje de esclavo. Pongamos un par de meses. Y el agua estaba a la altura. Claro que también estaba esa cubierta de esclavos, la prueba definitiva.

—No creo saber a qué se refiere.

—Verá, no se trata de una cubierta en el sentido estricto de la palabra, sino más bien de un conjunto de enjaretados que cubren todo un espacio reservado a los esclavos y que permiten airearla un poco; se hacinan debajo de estos enjaretados, a unos dos pies o dos pies y medio a lo sumo, sentados o, mejor, arrebujados, por lo general en filas que discurren hasta la popa: delante los hombres, encadenados por parejas, y las mujeres a popa.

—Apenas podrán sentarse aunque sean dos pies y medio, y menos aún ponerse en pie.

—No, señor. Y suele ser menos.

—¿Cuántos suelen llevar, aproximadamente?

—Para que nos entendamos, le diré que cuantos puedan meter. La cuenta habitual contempla a tres esclavos por cada tonelada de arqueo de la nave, así que el
Elkins
, el barco en el que iba yo, podía cargar con unos quinientos, pues su arqueo ascendía a un total de ciento setenta toneladas. En ese caso lo pueden hacer rápido. Pero hay quienes les obligan a estar tan apretados que nadie puede moverse, a menos que todos lo hagan; además, si no tienen buen viento durante la travesía, los resultados son terribles.

—¿Cuándo los dejan salir?

—No salen bajo ningún concepto mientras están a distancia de nado de la costa. En alta mar, por grupos y siempre de día.

—¿Y qué me dice del aseo nocturno?

—No hay tal, señor; ninguno en absoluto. Algunos barcos barren de un manguerazo la mierda y llevan gente a las bombas durante la guardia de mañana; hay quien obliga a los negros a limpiarlo y, después, a limpiar la cubierta (todos ellos andan por ahí desnudos como Dios los trajo al mundo) con agua y vinagre. Aun así, un barco negrero hiede a una milla o más a sotavento.

—No me extraña —dijo Stephen—, y con semejante inmundicia, tanta gente respirando un aire viciado y el calor, imagino que contraerán enfermedades.

—Sí, señor, así es. Aunque los negros no sufran mucho cuando los capturan, después, cuando caminan hasta la costa y los encierran en el barracón, e incluso si no tienen que sentarse bajo los enjaretados durante una semana entera, mientras aguardan a que se complete la carga, la fluxión se desata a menudo el tercer o cuarto día, más o menos para cuando superan los mareos, momento en que suelen empezar las muertes. A veces, según parece, mueren de pura tristeza. Incluso a bordo de un barco razonablemente cuidadoso, donde azotaban a los esclavos que se negaban a comer y los obligaban a correr por cubierta para airearse y estirar las piernas, recuerdo sin esforzarme demasiado algunos días en que echábamos a veinte por la borda, a una semana de haber partido de Whydah. No se considera extraordinario perder una tercera parte del cargamento.

—¿Y no prevé el patrón del barco, si es inteligente, adoptar una política más humana con vistas a obtener un beneficio mayor? Después de todo, un hombre fuerte puede oscilar entre las cuarenta y las sesenta libras en la plataforma donde se realiza la subasta.

—Ésos son los menos, señor; son quienes se enorgullecen de presentar un
ganado
de primera, tal y como dicen ellos. Algunos incluso poseen granjas donde los engordan, sometidos a cuidados médicos. Pero la mayoría no lo cree necesario. Los beneficios, incluso con un tercio de pérdidas, son tan grandes ahora que el comercio es ilegal, tanto, que lo mejor para ellos es cargar el barco hasta los topes por muy grande que sea el riesgo que corran. Siempre existe la posibilidad de que tengan buen viento en el golfo y una travesía rápida y saludable.

—¿Qué clase de barcos están presentes? —preguntó Jack.

—Bueno, señor, después de aprobar el acta que abolía el comercio, y la llegada de una escuadra para imponerlo, la mayoría de barcos abandonaron la carrera. Hay unos pocos bergantines muy veleros en la bahía, o en la travesía de Río desde el golfo, por no mencionar los rancios portugueses del sur de la Línea, que están protegidos, pero la mayoría de negreros disponen de goletas, las cuales navegan rápido y son muy marineras, y de embarcaciones de poco calado. También disfrutan de los nuevos clípers de Baltimore de trescientas toneladas que enarbolan bandera española, a menudo falsa, con mayor o menor dotación americana y un patrón que dice ser español, puesto que los españoles no están supeditados a nuestra legislación. En la actualidad, parece ser que han vuelto a las andadas algunos veteranos, después de retirarse la escuadra inglesa; han arreglado sus barcos, más o menos, para hacer la carrera de La Habana. Por lo general conocen la costa como la palma de su mano, también a los jefes, y a menudo se aventuran allá donde ningún extranjero se atrevería a ir. Eso no impide que las embarcaciones de mayor calado tengan que transportar a los esclavos en canoas en muchos puntos de la costa. Costa abajo hasta el golfo de Biafra se trabaja cerca de la orilla porque es costa de poco brazaje. Pantanos de mangle y fango forman el paisaje por espacio de centenares de millas, y hay unos mosquitos tan grandes que apenas se puede respirar, sobre todo en la estación de las lluvias. Cada dos por tres se encuentra una cala, pequeños agujeros en el bosque si se sabe dónde buscar, y allí se arriman las goletas pequeñas, que a veces embarcan todo el cargamento en un solo día.

—¿Conoce toda la costa, señor Whewell? —preguntó Jack.

—No le diré que serviría de piloto de la costa que media entre cabo López y Benguela, señor, pero estoy muy familiarizado con el resto.

—Entonces echemos un vistazo a la carta, y vayamos bajando desde el norte. Querría que usted me proporcionara una idea aproximada de las condiciones imperantes en la zona, las corrientes, los vientos, por supuesto, los mercados más activos y todo eso. Después, otro día, con el capitán Pullings, el piloto y mi secretario para que tome las notas necesarias, procederemos más detalladamente. Veamos, aquí tenemos Sierra Leona y Freetown… Doctor —dijo—, por supuesto puede quedarse usted si lo desea; sin embargo, debo advertirle que a partir de ahora nuestra discusión versará sobre los aspectos puramente náuticos, aburrido negocio para un hombre de tierra adentro.

—¿Y qué le empuja a usted a considerarme como tal, comodoro, dígamelo, se lo ruego? El agua salada corre por mis venas como si fuera un arenque en escabeche. Sin embargo, la enfermería me reclama —añadió consultando su reloj—. Buenos días tenga usted, señor Whewell. Espero que un día de estos tenga tiempo para hablarme un poco de los mamíferos del África Occidental. Tengo entendido que existen no menos de tres especies de pangolín.

* * *

Al día siguiente debía celebrarse la comida del comodoro en compañía de sus capitanes. Fue un día agotador, mucho más de lo que pudieron expresar con palabras quienes se alojaban a popa, debido a la incesante, huraña y conflictiva actividad del despensero del comodoro, Preserved Killick, su ayudante Grimble, los cocineros del capitán y del comodoro y tantos marineros como pudieron reclutarse para restregar, lampacear, abrillantar, reemplazar y llevar a cabo los preparativos con el mayor rigor, todo ello rematado por una batería de maltratos e injurias formuladas una detrás de otra, por lo general a grito pelado. Jack fue desterrado al alcázar, donde aprovechó para enseñar a los más jóvenes el modo correcto de manejar un sextante y examinar a quienes moraban en la camareta de guardiamarinas sobre los conocimientos que poseían de las estrellas principales para la navegación astronómica. Stephen no tuvo más remedio que refugiarse en el sollado, donde leyó con atención las anotaciones de sus ayudantes, hasta que irrumpió el paje de escoba, quien le informó de que el cirujano del
Stately
había transbordado con intención de verle.

El señor Giffard y Stephen tenían una buena relación, suficientemente buena, en todo caso, como para que el señor Giffard se sintiera incómodo cuando intentó convencer a Stephen de que la suya no era una visita normal, que no había ido a pedirle prestado una damajuana de melaza de Venecia o la centésima parte de una arroba de sopa portable y un poco de hila. Después de mantener una tediosa discusión sobre los alisios, Giffard le preguntó si podrían conversar en privado. Stephen le llevó de vuelta al sollado, a su diminuta cabina; una vez allí, fue Giffard quien inició la conversación.

—Creo que podría considerarse este tema adecuado para dos hombres de medicina: confió en no traicionar u ofender la discreción profesional si le digo que nuestro capitán es un pederasta, que introduce de noche en su cabina a los marineros más jóvenes del trinquete, que los oficiales están muy preocupados, puesto que estos jóvenes están muy favorecidos, cosa que con el tiempo socavará por completo la disciplina. Ya anda la cosa muy laxa, pero titubean sobre si deben emprender o no medidas oficiales, lo cual acabaría necesariamente en un ahorcamiento ignominioso, además de infamar a la embarcación. Confían en la posibilidad de que unas palabras en privado con el comodoro obtengan el efecto deseado. Un hombre de medicina, un amigo y viejo compañero de tripulación…

—No voy a fingir no haberle entendido —dijo Stephen—, pero debo informarle a usted de que aborrezco a un soplón tanto o más como pueda aborrecer a un sodomita, eso si es que de veras aborrezco a los sodomitas, claro está, porque sólo hace falta pensar en Aquiles y en un centenar de sodomitas ilustres como él. Cierto es que en nuestra sociedad tales relaciones se encuentran fuera de lugar a bordo de un navío de guerra… Pese a ello, no aduce usted nada aparte de un sinfín de probabilidades. ¿Acaso la reputación de un hombre debe verse restregada por los suelos por una simple relación de posibilidades que, para más inri, son de segunda mano?

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