—Esta noche serviré para cenar un viejo pato poco asado, señor —dijo en tono amable y protector, antes de alejarse andando en silencio a lo largo del pasamanos hasta el castillo de proa; una vez allí se encaramó por medio de los obenques a la cofa de trinquete, amplia y cómoda plataforma situada en lo alto, sobre la cubierta, donde alas y rastreras servían de cojín y desde donde uno podía disfrutar de una vista estupenda de los barcos que iban por delante, rumbo a África, con las mayores y las gavias con un solo rizo bajo un cielo que ya estaba tachonado de estrellas.
Pero Killick era tan indiferente a las estrellas como lo era a la belleza de la
Laurel
, la adorable y pequeña embarcación de veintidós cañones que marchaba justo a proa. Había subido a la cofa porque tenía una cita en uno de los pocos lugares de todo el barco donde uno podía conversar en privado, y es que quinientas personas o más convivían en un espacio de ciento setenta pies de largo por cuarenta y seis pies con nueve pulgadas de ancho, a lo sumo, casi todo lleno a rebosar de pertrechos, provisiones, agua, cañones, pólvora y balas. Se había citado con su viejo amigo Barret Bonden, con quien apenas había cruzado dos palabras desde que la
Ringle
se reunió con la escuadra. Al llegar, observó a los jóvenes marineros que encontró allí sentados, jugando a las damas, con una expresión que parecía dar pie a echarles el agraz en el ojo en el momento menos pensado.
—Idos a tomar por culo, compañeros —les dijo Bonden con cierta amabilidad. Obedecieron de inmediato, pues la autoridad que destilaba el timonel del comodoro no les dejaba otra opción.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Killick al estrechar la mano de Bonden.
—Todo adrizado y bien teso —respondió Bonden—. Todo adrizado y bien teso, gracias. Pero dime, ¿qué sucede en este cascarón?
—¿De veras quieres saber lo que sucede en este cascarón?
—Eso mismo, compañero. Cómo ha cambiado el paisaje. Cualquiera diría que llevamos a bordo al diablo o al Viejo Jarvey: miradas aviesas, ni una sonrisa, oficiales nerviosos, gente que anda por ahí dando respingos como si fuera el día del Juicio o viniera el almirante de inspección. Cuando nos despedimos de Pompey aún no empeñaba a la gente en trabajos inútiles para mantenerla ocupada, pero había muchos de nuestros viejos compañeros de tripulación a bordo, marineros justos, y en general parecía que en el, barco reinaba la armonía. ¿Qué le ha sucedido?
—Bueno —respondió Killick, y pensó en dar una respuesta asombrosa, incluso epigramática, pero al cabo arrojó la toalla y añadió—: no es sólo cosa del Emperador Púrpura y su barco descontentadizo, que no podría enfrentarse a un armado bergantín yanqui con vistas a apresarlo si el bergantín fuera un poco vivo, y tampoco se debe a que el viejo
Stately
lleve a esa pandilla de sodomitas a bordo; aunque, por supuesto, todo eso ayuda. No. La causante es la infelicidad familiar. Es la infelicidad familiar lo que se ha filtrado en el cascarón, ñango cascarón en todo caso, por mucho que digas lo contrario, lleno a rebosar de ignorantes marineros de agua dulce, una porretada de desgraciados de esos a los que apresan los de la leva, y un primer teniente demasiado enfermo como para cumplir con su deber. La infelicidad familiar, compañero.
—¿A qué te refieres con eso de la infelicidad familiar? —preguntó Bonden en tono grave.
—Me refiero a que el capi… a que el comodoro y la señora A. han partido peras. A eso me refiero.
—Dios Todopoderoso —susurró Bonden al tiempo que hundía la espalda contra el arco de cofa, puesto que Killick parecía hablar con conocimiento de causa. Sin embargo, al cabo de un momento preguntó—: ¿Y tú cómo lo sabes?
—Bueno —respondió Killick—, uno se da cuenta de las cosas. No puedo evitar oír según qué conversaciones, y si juntas las piezas… Nadie podría acusarme de fisgón… —Bonden no hizo comentario alguno—… y nadie se atrevería a decir que no tengo en mente los intereses del capitán.
—Eso es verdad —dijo Bonden.
—Bien, mientras estuvo fuera en las Indias Orientales, la jodida Botany Bay, el Perú y todo eso, la señora A. cuidaba de todo lo que habíamos dejado aquí, me refiero a Ashgrove, en Hampshire; y también cuidó de la propiedad de Woolcombe que el capitán heredó al morir el general: pues el señor Croft, Croft,
el Letrado
, no estaba precisamente en sus trece, puesto que era ya muy mayor, el pobre. Y anda por esos andurriales una familia llamada Pengelley.
—Pengelley. Sí, los recuerdo.
—Ahora esos Pengelley tienen dos granjas en sus tierras, ambas de propiedad vitalicia del anciano Frank Pengelley, y la última vez que el capitán estuvo en Dorset justo antes de hacernos a la vela, el anciano Pengelley le dijo que estaba preocupado por el arriendo si moría antes de arribar el barco a Inglaterra, esto es, preocupado por su familia, pues era un arrendamiento por dos generaciones y él era la segunda ya. El muy hijo de su padre, si entiendes a qué me refiero. —Bonden asintió. Los arrendamientos por una, dos o tres vidas no eran ajenos al rincón de Inglaterra del que provenía—. Bien, pues parece ser que cuando el capitán subió a su caballo (ese enorme saco de pulgas gris, ¿lo recuerdas?) dijo que se encargaría del derecho de los jóvenes Pengelley, por lo cual el anciano Frank entendía que se refería a sus hijos. Pero cuando el viejo Frank murió cuando aún no llevábamos un año fuera, la señora entregó Weston Hay a su hijo mayor William, y Alton Hill, con todos sus caminos de ganado, al joven Frank, sobrino del viejo y apadrinado, dejando con las manos vacías al otro hermano, Caleb.
—Ese Caleb era un borracho ocioso e inútil, que no servía para cuidar de la tierra. Aunque tenía una hija muy bonita.
—Sí. Pero cuando volvimos a casa, resultó ser que el capitán se refirió a los hijos cuando habló de los jóvenes Pengelley, así que la señora y él tuvieron unas palabras al respecto. Lo discutieron encarecidamente más de una vez. Y también discutieron sobre otros cambios que ella había llevado a cabo. Al parecer murió mucha gente en Dorset durante el tiempo que estuvimos fuera. —Killick titubeó, incapaz de distinguir la expresión de Bonden en la oscuridad, antes de continuar—: Sí, ese Caleb tenía una hija preciosa que se llama Nan, y resulta que Nan es doncella en Ashgrove. ¿Conoces a Ned Hart, ese que trabaja nuestro jardín?
—Pues claro que sí. Claro que lo conozco. Fuimos compañeros de rancho. Perdió un pie en el viejo
Worcester
.
—Pues bien, Ned y Nan pretenden casarse. Y si Caleb puede obtener ese arrendamiento dice que cuidará de ellos. Es por eso por lo que estoy en el ajo, porque Nan explica a Ned lo que pretende Caleb, y Ned me lo dice a mí por ser yo persona cercana al capitán.
—Muy cierto. Pero supongo que no partirían peras por algo así.
—No. Pero una cosa se sumó a la otra y cada vez discutían más. Se decían de todo y más. ¿Recuerdas a ese párroco, Hinksey?
—¿Ese caballero que cortejó a la señorita Sophie hace tiempo, el que jugaba al críquet?
—El mismo. Pues bien, resultó ser que fue el párroco Hinksey quien aconsejó el arrendamiento y todo lo demás, todas las cosas por las que han discutido. Se dejaba caer por Ashgrove al menos una vez por semana mientras estuvimos fuera, eso dice Ned, y ahora se sienta en el sillón del capitán.
—Oh.
—Al parecer, la señora Williams y su compañera de coleta lo atienden como si fuera el señor de la casa; y también los niños. Como un rey.
Bonden asintió secamente. Al parecer, el negocio atravesaba por un momento poco prometedor.
—De modo que cruzaron palabras, y el párroco Hinksey salió a colación una y otra vez, porque Hinksey los visitaba con demasiado frecuencia. Pero eso no fue nada, nada en absoluto, comparado con lo que pasó cuando el capitán estuvo en Londres y ella fue a comer a Barham, donde la señora Oakes cuida de la extraña hija del pobre doctor…
—No es extraña… Es una damita encantadora como nunca habrán visto otra tus ojos, habla con Padeen en su lengua, y como toda una cristiana con nosotros. Ríe a mandíbula batiente cuando el cascarón hace avante, se encarama a la cofa a hombros del viejo Mould, nunca se marea y adora la mar. Tuvimos ocasión de llevarla a ella y a la señora Oakes al Rompeolas a bordo de la goleta. Una doncellita adorable, eso es lo que es, y el doctor está contento como unas… —Pero antes de que pudiera definir la alegría del doctor, Killick le interrumpió.
—Nan no pudo explicarme qué pasó exactamente, pero tuvo algo que ver con esa seda que compró el capitán en Java, la seda con la que le hicimos el traje de novia a la señora Oakes.
—Yo cosí el corpiño —recordó Bonden.
—Bien, para ese vestido tan sólo necesitamos una parte del total, y el resto terminó en casa tal y como se había planeado en primera instancia. De modo que la señora A. lo estrenó para la cena, a la que también asistía el párroco Hinksey y otro caballero. Pues cuando volvió a casa lo hizo pedazos y aseguró que jamás en la vida volvería a ponerse ese trapo, se lo dio a su doncella —que enseñó a Nan una pieza—, quien aseguró no haber visto jamás en la vida una tela más bonita.
—No sé qué conclusión sacar de todo esto —admitió Bonden.
—Yo tampoco supe qué pensar —admitió a su vez Killick—. No hasta que lo sucedido pasó de la doncella particular de la señora A., la Clapton, a sus amigas, y después a Nan. Según parece, cuando el capitán volvió para quedarse un día o así después de la comida, tenía una carta al respecto del arrendamiento esperándole, una carta que no pudo fastidiarle más, y al reprender a la señora A. respecto a que veía demasiado al párroco Hinksey por tener en cuenta más su opinión que la de su marido, y puede que también dijera algo más porque se dejó llevar, creo. Sea como fuere, fue más, mucho más de lo que estaba dispuesta a aguantar y la emprendió con él como lo haría un tártaro, como un salvaje, diciéndole que si iba a tratarla de esa forma, a acusarla así, al tiempo que no se privaba de la compañía de prostitutas, pese a comportarse educadamente con ella, que maldita fuera si tenía nada más que ver con él; se quitó el anillo y le dijo que se lo podía… no, de hecho no lo dijo, aunque arrojó el anillo por la ventana. Pero bien pudo haberlo dicho, y peor aún: quién hubiera previsto que sería capaz de ponerse tan furiosa, de hacerlo ir de un lado a otro, sin una lágrima ni una palabra más alta que la otra y sin romper nada de paso. En fin, eso fue justo antes de echarnos a la mar. Los últimos días los pasó él durmiendo en el cenador, mientras que la señora se encerró con llave en el vestidor. Al despedirse no hubo palabras cariñosas, si bien los niños lo acompañaron hasta la falúa y agitaron la mano en señal de despedida, y…
Uno de los pajes de a bordo asomó la cabeza por encima de la batayola de cofa.
—Señor Killick, señor —dijo—. Grimble pregunta si quiere que sirva ya el pato, o si le espera a usted. Dice que, de otra forma, la cena del comodoro se irá al traste.
* * *
—Killick —dijo el comodoro al tiempo que le tendía una salsera vacía—, dile a mi cocinero que la llene con algo que se parezca, aunque sea vagamente, a una salsa, o que se atenga a las consecuencias. El cielo y la tierra se han compinchado en contra de este malhadado pato reseco —añadió, volviéndose a Stephen.
—El pato que carece de unción pierde el derecho a que lo consideren como tal —admitió Stephen—. Aunque aquí tenemos algunas
aiguillettes
(¿cómo podríamos llamarlas en inglés?) procedentes del costado interno de una criatura, que nos sentarán de maravilla acompañadas por un trago de este Hermitage.
—Ya me gustaría a mí trinchar con tanta habilidad —dijo Jack al observar cómo rebanaba el cuchillo de Stephen las largas y finas tiras—. Mis aves acostumbran a remontar el vuelo, esparciendo el unto de la manera más desastrosa tanto sobre la mesa como sobre el regazo de mis comensales.
—La única nave que me he atrevido a gobernar se volvió ignominiosamente boca abajo —replicó Stephen—. Zapatero a tus zapatos, que decía Platón. Eso es lo justo.
Llegó la salsa, quizás algo clara y líquida pero adecuada. Jack comió y bebió.
—Imagino que querrás un poco más —dijo—. Ahí tienes el ave, ante ti, o, al menos lo que queda de ella. ¿Otro vaso de vino?
—No. Estoy más que satisfecho; y tal y como ya he dicho debo manejarme como un espartano. Lo más probable es que mañana me espere un día terrible que, por cierto, empezará a primera hora. Pero te acompañaré cuando sirvan el oporto.
Jack comió sin recato; eran viejos amigos, de tamaño, peso, capacidades y necesidades muy diversos, pero tampoco demostró tener demasiado apetito.
—¿Me permites otra apreciación de Platón? —preguntó Stephen.
—Te lo ruego —respondió Jack con una fugaz sonrisa que iluminó su rostro.
—Te complacerá, puesto que tienes buena mano. Hinksey la citó cuando comí con él en Londres y discutíamos la minuta. «La caligrafía», dijo Platón, «es la manifestación física de una arquitectura del alma.» De ser cierto, la mía es por necesidad un alma sometida a un continuo tira y afloja, puesto que hasta un gato callejero repudiaría mi letra. La tuya, por el contrario, sobre todo en lo que respecta a tus cartas de navegación, posee una claridad y una armonía de lo más elegantes: la forma externa de un alma que podría haberse concebido en el Partenón.
Jack inclinó la cabeza educadamente, y en ese momento sirvieron el pudín: perro moteado. Ofreció en silencio una porción a Stephen, que sacudió la cabeza, y comió mecánicamente durante un rato antes de apartar de sí el plato.
Killick trajo el oporto, además de un cuenco lleno de almendras, nueces y unos bizcochitos helados. Jack le dijo que podía volver por donde había entrado y cerrar las puertas tanto de la sobrecámara como de la cabina dormitorio, sin reparar en la sorpresa con que preguntó si no tomaría café.
—No sabía que comiste con Hinksey —dijo al sentarse de nuevo.
—Por supuesto que no lo sabías. Fue cuando tuve que ir a Londres a toda prisa en la goleta, y tú ya estabas en el mar. Tropecé con él en la trastienda del negocio de Clementi, adonde había ido a buscar unas partituras para pianoforte y clave. Lo encontré muy entendido en la materia, capaz de cambiar de opinión en lo tocante a Bach el Viejo, y me lo llevé al Blacks, donde disfrutamos de un estupendo ágape. Hubiera sido todavía mejor si los soldados que atestaban la mesa contigua no hubieran empezado a rugir y a aullar como posesos. Pero bueno, concluimos la velada en muy buenos términos, charlando acerca de Bendas en la biblioteca: quizá cuando terminemos el vino podríamos tocar algunos de los dúos que traje conmigo.