—Podría, sí —dijo Stephen—. Un vaso de vino me sentará de maravilla. Pero escuche, querida. Tenemos que partir hacia España dentro de una hora, de modo que cuando haya acabado con ese huevo, y espero que le aproveche, quizá pueda empacar tan sólo lo que usted y Brigid puedan necesitar para el viaje.
Clarissa lo miró con gravedad mientras sostenía la cuchara a pocos centímetros de su boca. Antes de que pudiera hablar se oyó un estruendo procedente de las escaleras y del corredor, seguido por la irrupción en el comedor de Padeen y Brigid. Padeen empezó a tartamudear algo que podía parecerse a un saludo, aunque no tuvo tiempo de terminarlo.
—¡Caballos! —exclamó Brigid en inglés; entonces, al ver a Stephen, ambos guardaron silencio, sorprendidos.
Después de una pausa de no más de medio suspiro, Padeen cogió a Brigid de la mano y la condujo hacia él. La niña miró a Stephen con timidez, pero también con un interés sincero, incluso con una sonrisa.
—Qué Dios, la virgen María y san Patricio estén con usted, padre —saludó alto y claro en gaélico, levemente animada por Padeen, al tiempo que le ofrecía la mejilla.
—Qué Dios, la virgen María y san Patricio estén contigo, hija —correspondió él después de besarla—. Nos vamos a España, cariño mío.
Padeen explicó que se encontraban arriba, en la habitación del fondo, colgando un coy, antes de acompañar abajo a Brigid para que tomara el pudín, cuando vio entrar la silla de posta del Royal William en el patio de los establos, tirada por dos caballos que conocían, Norman y Hamilton, y otros dos que no, que sin duda habían tomado prestados de la fonda Nalder Arms.
La señora Warren sirvió el pudín, sonrojada y trastornada por tanta actividad. Ató el babero de la niña más bien fuerte, la sentó recta en la silla y sirvió el pudín (pudín del normal, un tanto dominado por el tembleque).
—Los mozos de la posta dicen que van a dar de beber a los caballos, y que los mantendrán frescos durante una hora, no más. ¿Quiere que les dé algo de comer?
—Pan, queso y una pinta de cerveza a cada uno —respondió Clarissa—. Brigid, querida, no se juega con la comida. ¿Qué pensará tu padre?
En efecto, Brigid había empezado a maltratar el pudín para procurar que temblara aún más, pero se contuvo de inmediato e inclinó la cabeza a un lado.
—¿Le apetece probar un poco? —preguntó en gaélico.
—Un poco, si eres tan amable —respondió Stephen.
Contempló a Clarissa mientras terminaba el huevo.
«Cuánto valoro a esta joven por no hacer preguntas —reflexionó—. Es cierto que está acostumbrada a los modos de la marina, a abandonar el hogar, la familia, los garitos, las palomas y las macetas casi sin previo aviso, no hay que desaprovechar la marea, por el amor de Dios, pero estoy convencido de que no tiene necesidad de hacer preguntas: comprendió lo esencial con sólo cruzar la mirada conmigo.»
Todo aquello no era nuevo para él, pues ya había imaginado que Clarissa reaccionaría así, pero la niña lo dejó de piedra, completamente desarmado, en Babia. Había ansiado, había rezado con la ayuda de más de un centenar de cirios, juiciosamente repartidos entre un total de cincuenta y tres santos, para que experimentara un progreso más perceptible. Por fin, casi de improviso, la niña se había abierto al exterior.
Terminó el pudín y mostrando el plato rebañado preguntó si podía acercarse a los establos. Tenía tantas ganas de ver de cerca la silla de posta, de tocarla. Se las apañó para decirlo en algo parecido al inglés, pero entonces, en voz baja como si se tratara de algo confidencial, dijo en gaélico a Stephen:
—¿Y qué me dice usted? ¿Le gustaría que le enseñaran la silla de posta con sus cuatro caballos?
—Cariño, después de todo he sido yo quien ha venido en ella. He dejado los asientos calientes. Además, tenemos que partir dentro de una hora a lo sumo, ni un minuto más, en cuanto me haya tomado el café.
La niña soltó una risotada.
—¿Podré sentarme con Padeen en el asientito que hay arriba, atrás, en el pescante? —preguntó—. ¡Qué divertido!
Clarissa no había acumulado muchos efectos personales. En un momento dado asomó la cabeza por la puerta y preguntó:
—¿Hará frío?
—Un frío terrible en invierno —respondió Stephen—, aunque no debe preocuparse. Compraremos todo lo necesario en La Coruña, en Ávila o en el mismo Madrid. Pero lleve algo para protegerse de la humedad del norte, y no olvide los botines.
Apenas tenía tiempo para encargarse del anciano mozo y las sirvientas, pero les pagó seis meses de comida y casa, les dio instrucciones para el cuidado del ganado y la renovación de la caldera, y una letra de cambio que se encargaría de satisfacer la señora Aubrey.
—Todo estibado y asegurado, señor —informó Padeen—; ¿le parece que Brideen y un servidor podríamos subir al asien… al asien… al asientito de…?
—Podéis —respondió Stephen mientras salía de la casa. Abrió la puerta del carruaje para ceder el paso a Clarissa—. Que Dios os bendiga —dijo a los sirvientes reunidos en las escaleras, y después se dirigió a los mozos de la posta—: Adelante.
El carruaje partió.
—¿Quiere que le explique los motivos? —preguntó Stephen.
—¿Padeen y yo hemos sido traicionados?
—Precisamente.
—Sí. Al parecer alguien ha estado haciendo preguntas en el pueblo. Gente forastera a lo largo del camino, e incluso en el patio de los establos.
—Todo se reduce a una cuestión de venganza contra mí. Los perdones que solicité —solicitud de lo más normal tanto para usted como para Padeen en un caso como éste— no han sido rechazados, pero están en suspenso, retrasados y retrasados por un acto de mala fe. Creo que los aprobarán, y muy pronto; pero hasta entonces lo mejor será que nos ausentemos del país, que nos mantengamos lejos del alcance de mi enemigo. En cualquier caso, me gustaría poner a Brigid bajo los cuidados del doctor Llers, que ha cosechado más éxitos con niños de su clase que cualquier otro hombre en Europa. Y mire, que el buen Dios sea recompensado por ello, no es que parezca necesitar la ayuda de ningún hombre de ciencia. El cambio que ha experimentado es de una naturaleza tal, que sólo cabría atribuirlo a un milagro.
—Escapa por completo a mi comprensión —confesó Clarissa—. Nada que recuerde me ha procurado tanta alegría, día tras día. Es como una flor que se abre al llegar la primavera. Antes sólo parloteaba con Padeen y los animales, y ahora lo hace con las sirvientas y también conmigo: en inglés, aunque se la ve un poco cohibida. Al principio sólo lo hablaba con los gatos y la puerca.
Stephen rió complacido, la suya fue una risa ronca, rasposa.
—También aprenderá a hablar en español —dijo al cabo de un rato—, en castellano. Lamento que no sea en catalán, lengua mucho más fina, vieja y pura, más meliflua, que cuenta con escritores de gran talla —ahí tiene a Ramón Llull por ejemplo—, aunque como acostumbra a decir el capitán Aubrey: «Quien recibe una puntada a tiempo no tiene pollo en corral.» Me he propuesto acompañarla a usted (o, mejor dicho, enviarla acompañada, puesto que no puedo abandonar el barco) a un convento benedictino de Ávila, que tiene por abadesa a una tía de mi padre, y donde podrá tener a mano al doctor Llers. Allí la disciplina es relajada, la vida agradable; las monjas son, en su mayoría, señoras de buena familia, e incluso algunas de ellas y de las pensionistas son inglesas pertenecientes a antiguas familias católicas o irlandesas. Cuentan con un coro excelente, y el convento tiene en propiedad tres de los mejores viñedos de España. Tengo intención de pedirle a Padeen que la acompañe en calidad de sirviente, y como fuente de inspiración continua para Brideen. No estará usted sola allí; y aunque la vida pueda parecerle algo aburrida, al menos estará a salvo.
—No pido más —dijo Clarissa.
La silla de posta transitaba una carretera llana, no muy lejos de Ashgrove Cottage, y pudieron oír la voz de Brigid lanzar toda clase de exclamaciones ante las enormes pilas de heno, más grandes que cualquier otra cosa que hubiera visto en toda su vida.
—¿Tendremos tiempo para visitar a la señora Aubrey y despedirnos de ella? —preguntó Clarissa—. No creo que sea muy apropiado desaparecer así, sin decir una palabra. Parecería fruto de una mente devorada por el resentimiento.
—No —respondió Stephen—. «Tal y como vamos encontraremos la marea a la mitad. No podemos perder ni un minuto», reflexionó antes de repetir en voz alta la palabra «resentimiento», en tono inquisitivo.
—Sí —dijo Clarissa—. Desaparecer así no podría ser más desafortunado. Fue muy amable por su parte venir de vez en cuando a visitarnos a Brigid y a mí, y no hará mucho envió un billete para decirnos que había recibido una carta del capitán Aubrey desde Londres con noticias sobre mi pensión por ser viuda de un oficial, y que si podía acercarse a visitarnos. Dado que un amigo de Diana nos había regalado un venado, que brillaba la luna llena y ella estaba sola, la invité a cenar, junto con el doctor Hamish y el señor Hinksey, nuestro párroco. Lo preparamos todo para celebrar la ocasión con cierto lustre, ni siquiera ese terrible Killick se hubiera empleado más a fondo que Padeen, y yo me puse mi mejor vestido: el espléndido vestido escarlata de seda de Java, con el que me obsequió el capitán Aubrey con motivo de mi boda.
Stephen asintió. Recordaba el incidente al detalle: el pedazo de tela del rollo que Jack Aubrey había comprado a un mercader chino en Batavia, con la ayuda de la esposa del gobernador.
—Sí. Pero el caso es que la señora Aubrey llegó con un vestido confeccionado con la misma tela. Un poco más llenito y recatado; pero exactamente del mismo tono escarlata. Nos quedamos mirándonos la una a la otra como un par de tontas, y antes de que ninguna pudiera articular palabra llegaron los hombres, primero Hinksey y luego el doctor. Sin embargo, tuve la absoluta certeza, como si lo llevara escrito en la frente, de que ella creía que Aubrey me había regalado la tela por los servicios prestados, y de que, por su parte, había recibido las sobras que había despreciado la amante de su marido. La comida estuvo bien, creo recordar. El vino era de su bodega, pues tomamos un viejo Chambertin con el venado, y de vez en cuando ella recordaba sus modales y contribuía un poco a la conversación. Pero no salió a pedir de boca. La cena, una de las pocas que he organizado, fue un completo fracaso. Brigid entró cuando la señora Aubrey y yo nos retiramos al salón, de modo que no hubo momento propicio para dar explicaciones, por mucho que me hubiera decidido a darlas, cosa que a esas alturas no estaba dispuesta a hacer. Por suerte los hombres no estuvieron mucho rato con los vinos, de modo que la velada no tardó en concluir miserablemente. A eso me refería por resentimiento.
—¿Qué puedo decir? —preguntó Stephen, asintiendo—. Sólo que lamento de veras tanta desdicha, sobre todo por ser innecesaria. Ya descendemos hacia el mar.
* * *
—¡El mar, el mar! —gritó Brigid mientras saltaba extasiada al encaminarse hacia la playa, donde les esperaba un bote—. ¡Oh, qué maravilla de mar! —Era la primera vez que lo veía, y tuvo más suerte que la mayoría. La marea andaba a medio camino del reflujo y desde la embocadura del puerto una leve marejada enviaba una serie de olas que rompían blancas en abanico tras abanico sobre la arena pura y endurecida. El agua tenía un vivo color azul verdoso, claro, cristalino. Muy por encima de sus cabezas, el cielo carecía de un color determinado y rebosaba cúmulos elevados. A derecha e izquierda la bahía se curvaba para dar forma a oscuros acantilados de ámbar, mientras que más allá de Shelmerston el sol lejano y poniente despedía una luz cálida, difusa, tranquila, uniforme y confortable. Brigid echó a correr, cogió tres algas verdes y rizadas, se las llevó al pecho y volvió corriendo hacia el grupo—. ¿Cómo está, señor? —preguntó a Bonden tendiéndole la mano, momento en que la dotación del bote la saludó con infinita benevolencia.
—Dejad que la doncellita del doctor se siente en la amura —propuso Mould, y la pasaron de mano en mano hasta que estuvo sentada sobre su abrigo doblado, parloteando encantada de la vida mientras los del bote bogaban con brío.
—Señora Oakes, madame, sea usted bienvenida a bordo —saludó Reade al tiempo que le tendía la mano para ayudarla a subir por el costado—. Y tú también, querida. Doctor, señor, ha llegado usted tan puntual que podremos aprovechar la marea. Créame, apenas había empezado a mirar la hora en el reloj. Señora, espero que tenga usted hambre. Nuestros amigos del pueblo nos han traído los lenguados más exquisitos que hayamos podido ver jamás. —Los condujo abajo, rogándoles que tuvieran cuidado con la cabeza, y después volvió a subir al puente.
Los habituales sonidos siguieron su habitual secuencia: cobrado el cable, enganchada la gata, y el ancla y el bote en sus respectivos pescantes; incluso entonces, alguien familiarizado con tales faenas hubiera podido distinguir el sonido de las drizas deslizándose en sus motones y la inclinación de la cubierta escorándose bajo sus pies. El barco se llenó todo él de un gemido generalizado, de una vibración.
—¡Nos movemos! —gritó Brigid, que escapó de la cabina y subió corriendo a cubierta.
«Debo evitar comportarme como una gallina clueca», pensó Stephen, que, pese a todo, la siguió y, sentado junto a la caña del timón, vio cómo la niña arriesgaba la vida y la integridad, suavemente refrenada en sus excesos más extravagantes por Padeen y los marineros, amables y dotados de una paciencia infinita: hubo un momento en que la vio descender por las crucetas de trinquete, subida a horcajadas en el arrugado y costroso cuello del viejo Mould.
Era la viajera ideal, incansable, deslumbrada ante todo lo que veía; y aunque la
Ringle
encontró una marejada del oeste suroeste cuando perdió de vista tierra firme, una marejada que disminuyó un tanto al topar con la marea, la niña no mostró el más mínimo desfallecimiento ni, al parecer, miedo de ningún tipo. Tampoco le importaba calarse hasta los huesos, y mejor, porque la
Ringle
llevaba rumbo suroeste a dos cuartas del viento, y el mar picado subía a bordo de pedazo en pedazo por la amura de estribor, empapándola en intervalos regulares mientras se agarraba a los obenques que había más a proa, y a cada pedazo de mar, ya fuera verde o blanco, lo saludaba con un gritito de puro gozo.
Pasó el tiempo, y cuando la oscuridad cobró fuerzas la llevaron abajo, a popa, la secaron, le pusieron delante un tazón de carne en salazón, verduras, especias y galleta de barco —era el único plato que se servía a bordo de la
Ringle
, aparte del
burgoo
o gachas de avena— y le dijeron que «a comer, compañera, a comer con apetito, y a no dejar una sola miga en el plato». Después de llevarse dos cucharadas a la boca, se quedó dormida con la frente apoyada en la mesa y una mano cogida a la galleta de barco que había mordisqueado; se quedó dormida de tal modo que tuvieron que llevarla inconsciente, más o menos limpia, y meterla en un pequeño coy.