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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (20 page)

BOOK: El comodoro
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Situaciones difíciles, situaciones difíciles. Y si Jack seguía a bordo habría otra dentro de una hora. El comodoro Aubrey tenía más trabajo del que podía llevar a buen puerto, como sucede a todo aquel que tiene órdenes de partir en tan poco tiempo, con unos preparativos que dan fe de la indiferencia de los mandos y tantos cambios de última hora. Pese a ello, estaba mejor pertrechado que muchos en condiciones similares. Como tantos grandes hombres no era de los que pierden los nervios con facilidad; no recurría a su energía a la hora de reprender a nadie. Por regla general, sentía desprecio por cualquiera que se quejara, y todo el transcurso de su carrera profesional le había preparado para el desempeño del papel que actualmente le tocaba representar. Por otro lado, se encontraba increíblemente indefenso en lo tocante a la envidia. Era un sentimiento que al parecer no conocía, al menos no en su actual y arrolladora intensidad, de tal forma que apenas parecía capaz de reconocer los síntomas, de modo que no podía recurrir a la inteligencia para la escasa ayuda que pudiera proporcionar en estos casos.

Stephen estaba muy familiarizado con la ceguera que causa en lo tocante a la salud: «Sólo es una hinchazón y no tardará en desaparecer», o en los sentimientos: «Seguro que no ha recibido mi carta. El correo es muy lento en los tiempos que corren, y dista mucho de considerarse seguro». Pese a todo, le sorprendía mucho descubrir que Jack Aubrey era capaz de tales sentimientos, pues era un hombre mucho más inteligente de lo que parecía a quienes no le conocían bien. Había observado con suma preocupación el progreso de su enfermedad, los cambios operados en la atmósfera que envolvía Ashgrove Cottage, lugar que el señor Hinksey seguía visitando con una regularidad de lo más desafortunada, apareciendo a menudo poco antes de que Jack se marchara. También había reparado en los cambios operados en el
Bellona
. Jack aún seguía comportándose amablemente con él, y en todo lo tocante a la escuadra se llevaba perfectamente bien con quienes le rodeaban. Sin embargo, de vez en cuando sucedía que un pronto de severidad o su tono autoritario sorprendían a quienes habían servido con él antes, y hacía que sus nuevos subordinados le observaran con cierta incomodidad. ¿De veras se habrían embarcado con otro Saint Vicent, por otro lado conocido como
Viejo Jarvey
o incluso como
Viejo Diablo
, por ser disciplinario feroz y estar siempre tenso?

Obviamente, este juicio en particular, que en opinión de Stephen era del todo innecesario, ponía a prueba el temperamento de Jack Aubrey. Stephen lamentaba mucho todo el asunto, el sufrimiento de los dos principales involucrados y de quienes los rodeaban, la imposibilidad total de representar el papel de amable mediador que lo endereza todo con algunas palabras suaves y comprensivas, comunicadas quizá de forma parabólica. Llegados a este punto, su pena adquiría un tono singularmente inmediato, sentía la congoja personal de quien se juega mucho, puesto que iba a pedirle un favor que incluso un comandante naval bien dispuesto, sin prisas y famoso por su benevolencia, titubearía a la hora de conceder, eso por no hablar de alguien enfrascado en la tarea de preparar una escuadra que debía echarse a la mar, alguien a quien carcomía un monstruo de cuya existencia apenas era consciente, un monstruo que en ese momento lo devoraba por dentro.

Lalla
se detuvo y volvió la cabeza para mirarlo. ¿Debía tomar por la carretera hasta Portsmouth, o llevarlo por el camino que conducía a casa?

—A la izquierda, fresca —ordenó, hundiendo la rodilla en el costado. Aún no le había perdonado haberle hecho quedar como un idiota junto a las horcas, aunque se ablandó para cuando llegaron a Keppels Head. Pidió afrecho remojado, mezclado con melaza, que era el refresco favorito de la yegua, antes de acercarse al puerto en busca de un bote, ya que el mozo de cuadra le había informado de que el caballo de Jack seguía en el establo.

—El
Bellona
está a un buen trecho, señor —dijo el barquero—, y soportará usted una remada larga y húmeda. ¿Quiere ponerse este capote de loneta, ya que, por lo visto, ha olvidado la capa?

Pese al capote de loneta, Stephen se caló a conciencia antes de que el bote se arrimara a la embarcación. Al acercarse al costado, iluminado y concurrido por los marineros, el barquero observó que la falúa de la
Thames
esperaba en el costado de estribor.

—Mírelos, parecen una pandilla de pisaverdes —dijo al tiempo que señalaba con una inclinación de cabeza a los remeros del capitán Thomas, todos ellos vestidos con el mismo atuendo ostentoso, como una banda de payasos empapados—. Será babor para usted, ¿verdad, señor?

—Así es —respondió Stephen—. Y le agradecería que avisara a los del barco de que necesitaría, a ser posible, una escala en condiciones.

—¡Ah del bote! —vocearon desde el
Bellona.

—¡Eo! —replicó el barquero.

—¿Viene para aquí? —preguntaron desde el navío.

—No, no —respondió el barquero, con lo que en realidad quería decir que sí se abarloaría al navío, que había aferrado sin dificultad con el bichero, y que su pasajero no era un oficial de guerra; entonces, levantando aún más la voz, gritó—: ¡El caballero agradecería una escala en condiciones, si está disponible!

Sus palabras fueron recibidas por un silencio fruto del asombro que duró quizá más de lo que el barquero

esperaba, y cuando éste se llenó los pulmones para repetir lo dicho, al tiempo que ahogaba la risa, algunas voces familiares le informaron de que el doctor no debía moverse por temor a que resbalara debido a la lluvia, que no se moviera de donde estaba, que ellos se encargarían de subirlo a bordo.

Y así lo hicieron los hombres de la
Surprise
: en cubierta lo desplumaron de su ropa, y le dijeron que estaba empapado, empapado hasta las cachas, ¿por qué no se había puesto la capa? Con el viento del suroeste siempre tendría que llevar puesta la capa.

Se dirigía hacia la popa cuando el capitán Pullings lo interceptó.

—Vaya, doctor —dijo—, el comodoro está ocupado en este momento, ¿no podría ponerse bien esa capa, al menos? Cogerá un resfriado que lo llevará derechito a la tumba. Señor Somers —dijo al oficial de guardia—, mucha atención, en cualquier momento a partir de ahora.

—Señor Dove —dijo Somers al contramaestre—, mucha atención, en cualquier momento a partir de ahora.

Uno de los ayudantes del contramaestre se inclinó sobre el pasamanos y observó la falúa. Consiguió atraer la atención del timonel e inclinó la cabeza de una forma extraoficial, repleta de significado.

Se abrió una puerta a estribor de la popa: un vozarrón sin impedimentos en su camino dijo en un tono de sonora indignación:

—Esto es todo cuanto tengo que decir, y espero que no vuelva a suceder nada parecido. Buenos días tenga usted, señor.

El capitán Thomas salió lívido de la emoción, llevando consigo bajo el brazo el
Registro de castigos de la Thames
. Después, cumplimentó a los oficiales del alcázar con poco más que una inclinación de cabeza cuando los ayudantes del contramaestre hicieron sonar el silbato para anunciar que descendía por el costado, con la toda la ceremonia que acompaña a la ocasión.

—Ahora la cabina está vacía, doctor, si quiere usted entrar —dijo Tom Pullings con una mirada de complicidad.

—Ah, aquí estás, Stephen —saludó Jack al tiempo que levantaba la mirada del escritorio, con una sonrisa natural que transformó la severidad de su expresión—. ¿Ya has vuelto? Por el amor del cielo, estás calado hasta los huesos. ¿No deberías cambiarte los zapatos y las medias? Suele decirse que los pies son la parte más débil. Ahí tienes el talón de Aquiles… aunque tú ya sabrás cuál es tu talón de Aquiles.

—Luego. Pero por el momento, Jack…

—Bien, en cualquier caso echa un trago para quitarte la humedad. El agua de mar no hace daño a nadie, pero la lluvia es harina de otro costal cuando se le mete a uno en los huesos. —Se movió como pez en el agua, sacó una botella del armario y sirvió dos vasos de ron, glorioso ron que había extraído de la madera durante el también glorioso año de Trafalgar—. Dios, lo necesitaba de veras —dijo al apurar el vaso—. Cuánto desprecio a quien azota de forma indiscriminada. —Echó un vistazo a los papeles que había encima de la mesa, y su rostro volvió a adquirir una expresión pétrea.

—Jack, diría que no he escogido el mejor momento —dijo Stephen—. Tengo que pedirte una cosa. Un favor, y no sabes cuánto preferiría encontrarte más calmado. Pues salta a la vista que has tenido un día de perros.

—Dime, dime, Stephen. No creo que mañana esté de mejor humor. El malhumor parece haber anidado en mi pecho —dijo golpeándoselo—, tanto como el viento solía entablarse hacia el sureste y quedarse ahí cuando intentábamos salir a rastras de Puerto Mahón, semana tras semana.

Hubo un silencio.

—Si eres tan amable me gustaría tomar prestada la
Ringle-dijo
Stephen por fin, con voz ronca—, con la dotación adecuada, para llevar a cabo un viaje particular a Londres tan pronto como sea posible.

Jack lo observó fija y penetrantemente, como Stephen nunca se lo había visto hacer.

—Sabes que nos haremos a la mar con la marea del miércoles. —Observó después de mirar el rostro de Stephen.

—Sí. Pero permíteme decirte que si el viento nos acompaña, estoy seguro de poder reunirme contigo en el Groyne, o frente a Finisterre. —Cuando Jack asintió, Stephen aprovechó para continuar—: Y permíteme también añadir que se trata de una cuestión enteramente personal, una emergencia particular.

—Eso me había parecido —admitió Jack—. Muy bien, tuya es. Pero con el tiempo que se avecina, dudo mucho que puedas reunirte conmigo a tiempo. ¿Tienes intención de demorarte mucho en la ciudad?

—Lo suficiente como para cargar algunos baúles cerca de la Torre.

—¿Cuántas mareas calculas tú?

—¿Mareas? A decir verdad, Jack, no había pensado en mareas… aunque también —dijo bajando el tono de voz, tanto que pareció flaquear su confianza en lo que iba a decir— confiaba en poder pasar quizás una noche en Shelmerston.

—Ya veo. —Jack hizo sonar una campana—. ¿Podría decirle al capitán Pullings que necesito un minuto de su tiempo? —Tom Pullings entró de inmediato—. Tom —dijo—, el doctor tiene necesidad del barco de pertrechos y pretende navegar hasta el río de Londres directamente. Confíale a Bonden, a Reade y a una cuadrilla tan discreta de viejos compañeros de rancho como se te ocurra pensar, los suficientes como para asegurar dos guardias y que dos queden libres. Quizá no pueda reunirse con nosotros antes del Groyne o de Finisterre, de modo que asegúrate de que cuente con el equipaje necesario para las Berling, a la voz de ya.

—A la voz de ya, señor —dijo Tom sonriendo.

—Te quedo sumamente agradecido, Jack, amigo mío —dijo Stephen.

—No es necesario agradecimiento alguno entre tú y yo, hermano —dijo Jack. Y en otro tono, añadió—: Quizá tarde un poco en estar dispuesto, porque está junto a Gilkicker, pero podrás partir con la pleamar. Lamento no haberte saludado alegre como unas castañuelas. He tenido un día sorprendentemente agotador. Aunque tú también, a juzgar por tu aspecto, si me permites hablarte de este modo tan condenadamente personal. ¿Te apetece un café? —Sin dar tiempo a una respuesta, hizo sonar la campana y gritó—: Killick, una cafetera de las grandes. Ah, y el doctor necesitará media docena de camisas limpias, un abrigo seco y unas medias inmediatamente. —Deja que te hable del día que he tenido —dijo Jack cuando disfrutaban del café—, y dejo aparte mi batalla particular con los proveedores, y con ese asno de Thomas, que como siga así acabará como Pigot o Corbett, siendo pasto para las fieras marinas. Verás, había desembarcado para comprobar cómo se manejaba mi segundo cronómetro, el Arnold, que necesitaba de una limpieza, cuando resulta que me topo con Robert Morley de la
Blanche
. Al parecer está fondeada en Saint Helens, recién arribada de Jamaica. Choqué literalmente con él y, es más, al caer lo hizo sobre un canalizo. Le recogí, le sacudí el polvo y me lo llevé a Keppels Head, donde pedí un vaso de ponche de limón porque sé que a Bob Morley le gusta mucho. Pero aún tenía esa palidez en el rostro y le pregunté si se había hecho daño y si quería que llamara a un cirujano. Me dijo que no, que estaba perfectamente bien, y entonces se inclinó sobre la mesa mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Su barco había llegado antes del amanecer y había desembarcado a toda prisa para llegar a casa antes del desayuno. Pues bien, va y encuentra a su esposa embarazada de seis meses. Había estado fuera durante dos años. Ella estaba horrorizada. Su suegro estaba presente, un párroco anciano, y le dijo a Bob que no debía maltratarla ni mostrarse desagradable. No debía arrojarle una sola china a menos que estuviera libre de pecado; y ni siquiera entonces, si es que en verdad era un buen hombre. Pues bueno, como sabes muy bien, Bob Morley, aunque una compañía excelente y un tolerable buen marino, no ha sido nunca muy amigo de la castidad, al menos más de lo que lo he sido yo, aunque él llevaba las cosas mucho más lejos. En las Antillas siempre andaba de crucero con la señorita a bordo, y permitía a sus oficiales, e incluso a los guardiamarinas, tales libertades cuando comandaba esa
Semiramis
que parecía un burdel flotante, hasta tal punto que el almirante en persona se percató de ello.

—Su cirujano murió de sífilis.

—Pues bien, voy e intento explicárselo así a Bob, intento decirle que no podía culpar decentemente a nadie por hacer lo que con tanta alegría había hecho él. Por supuesto, la emprendió con ese grito de loro de: «Oh, es que para las mujeres es diferente».

—¿Y qué respondiste a ello?

—No le dije que me parecía la respuesta simplona que me daría un lampazo, cosa que pienso, porque estaba muy triste, el pobre, de modo que le respondí que así estaban las cosas —qué tontería—, que el hecho era el mismo para ambos, y que la única diferencia era que una mujer podía traer un cucú al nido y engañar a las demás aves del corral, pero que eso lo arregla uno dejando al cucú en cuestión fuera del testamento.

—¿Es ésa tu considerada postura, hermano?

—Sí, así es —respondió Jack con una mirada angustiada—, es mi más profunda y considerada postura. Lo he pensado una y otra vez. Lo que es justo es justo, ya sabes —dijo con un amago de sonrisa—. Siempre he estado convencido de ello.

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