—¿Cuándo partiremos?
—Stephen, te ruego que no seas indiscreto. Seguro que los espías franceses se habrán dado cuenta de toda la agitación que hay en puerto, y que pueden informar de ella gracias a incontables contrabandistas, pero el ministerio se siente a salvo mientras nadie mencione en voz alta la fecha de partida. Lo único que puedo decirte es que no hay un solo momento que perder. Encárgate directamente de los pertrechos médicos, y que Dios se apiade de tu alma.
* * *
—Caballeros —dijo Stephen a sus ayudantes en la espléndida enfermería recién estrenada, llena de luz y ventilación, que incluía espaciosos dispensarios, tanto a babor como a estribor—. Creo que podríamos dar por supervisados los antimonios, la jalapa y la
henna
, las ocho yardas de vendaje de lino galés que debería alcanzarnos para el primer mes; sólo nos faltan los torniquetes, el mercurio y la insignificante lista de alexifármacos que Beale nos enviará mañana. Hasta aquí nuestro suministro oficial. Sin embargo, he añadido cierta cantidad de remedios que encontrarán en las cajas de la izquierda, junto a un baúl de sopa portátil, infinitamente preferible al pegamento de segunda mano del carpintero que nos suministra la Junta de Provisiones, además de un paquete de mi asafétida particular. La importa para mí un mercader turco, y como quizás hayan podido observar, pese a la vejiga de esturión en la que está encerrada, corresponde a la variedad más hiriente y auténticamente fétida conocida por el hombre. Es necesario que sepan, caballeros, que cuando uno receta algo a un marinero, a éste le gusta saber qué le han dado. Bastaría con que quince granos, o menos, de esta valiosísima sustancia impregnaran las fosas nasales del paciente o el aire que lo rodea, para despejar cualquier duda que tenga al respecto; tal es la naturaleza de la mente humana, que empuja al paciente a experimentar mayores beneficios de los que el medicamento en sí podría proporcionarle en caso de privarlo de su fetidez.
—¿Me permite preguntarle dónde vamos a guardarlo, señor?
—Bueno, señor Smith —respondió Stephen—, había pensado que apenas molestaría en la camareta de guardiamarinas.
—Pero si nosotros también vivimos allí —protestó Macaulay—. Vivimos y dormimos allí, señor.
—Les asombrará descubrir lo rápido que uno se inmuniza, cuan rápido se acostumbra uno a lo que las mentes débiles denominan «mal olor», igual que se acostumbra al zarandeo del oleaje. Pasemos ahora a este segundo paquete, colegas, en el que encontraremos una sustancia mucho más valiosa que toda la nauseabunda asafétida, quizás incluso más que la infusión de corteza, el mercurio o el opio. Aún no figura en la farmacopea de Londres, ni siquiera en la de Dublín, aunque no tardará mucho en verse inscrita en ambas, y en Edimburgo, con letras de oro.
Abrió una cesta pequeña trenzada concienzudamente con junco, levantó el papel de lama y después dos capas de seda verde claro. Sus ayudantes observaron atentamente las hojas marrones y secas que había dentro.
—Estas hojas marrones y secas, caballeros —explicó Stephen—, provienen del arbusto peruano conocido como
Eurythroxylon coca
. No seré yo quien les diga que esto es la panacea, pero les aseguro que posee grandes virtudes curativas recomendadas para tratar casos de melancolía, mórbida depresión del espíritu (ya sea racional o irracional), además de la inquietud incansable de la mente que tan a menudo acompaña a los estados febriles. Provoca euforia y una sensación de bienestar mucho más lúcida y superior en todos los aspectos que la producida por el opio; y lo hace sin causar la desafortunada adicción con la que estamos tan familiarizados. Cierto, no procura el sueño reparador del opio, un sueño enfermizo en todo caso, si me lo permiten, pero por otra parte el paciente no necesita el sueño: su mente descansa de sí misma, imbuida de una considerable serenidad de pensamiento.
—¿Y no es peligrosa? —preguntó Smith.
—No he sabido de efectos secundarios en las pesquisas que he realizado entre gentes de medicina —respondió Stephen—, aunque es muy conocida, apreciada y utilizada en todo el Perú. Mientras el hombre sea hombre existirá la posibilidad de un abuso, cierto, igual que existe con el té, el café, el tabaco, el vino y, cómo no, los licores más fuertes que nos rodean, pero no he sabido de un solo caso en las semanas, o meses, que estuve entre los peruanos.
—¿Se prescribe como específico para algún trastorno peruano, como tónico o como alterativo? —preguntó Macaulay.
—Se usa como febrífugo y como remedio para muchas enfermedades —aclaró Stephen—, pero principalmente los miembros de las clases trabajadoras lo toman como intensificador de la vida diaria. Al igual que la euforia de la que ya he hablado, la coca también proporciona o, quizá debería decir que libera grandes cantidades de energía, al tiempo que disipa la angustia acumulada de días. He conocido a hombres delgados y enjutos, no más altos que yo mismo, capaces de caminar desde el amanecer a la puesta de sol a gran altitud por terreno montañoso, bajo una tormenta insufrible, cargando con bultos pesados sin fatigarse y sin comida. Sin embargo, aunque el uso de la hoja de coca resulta evidente entre los pobres, los trabajadores del campo, los mineros y los porteadores, sus efectos incluso resultan más sorprendentes entre quienes trabajan con el intelecto. He escrito durante toda la noche hasta cuarenta y tres páginas en octavo, sin acabar mentalmente exhausto, ni siquiera cansado, después de una dura jornada. He oído informes verídicos y corroborables de cirujanos que han trabajado por espacio de veinticuatro horas después de celebrarse una batalla, operando sin que sus habilidades sufrieran merma alguna. Pero desde un punto de vista estrictamente médico, la aplicación más evidente e inmediata en el día a día queda reservada a la perturbación mental. Albergaba grandes esperanzas de poder probar su valor durante mi reciente viaje, pero lamentablemente (sé que no debería tacharlo de lamentable, por supuesto) todos los nuestros, oficiales, suboficiales y marinería, no podían estar más contentos. Algunos casos de congelación frente al cabo de Hornos, indicios de escorbuto al norte de la isla, pero ninguna depresión de verdad, ni lloriqueos, ni tristeza, ni peleas estúpidas; es más, rara vez se cruzaron palabras malsonantes. Cierto es que el hecho de regresar a Inglaterra suponía motivo de satisfacción, y que habíamos sido muy afortunados en lo referente a las presas, pero su alegría entre los témpanos de hielo del sur, su alegría en las aguas pegajosas y densas de las calmas ecuatoriales, cuando las velas colgaban flácidas día tras día, hubiera bastado para enervar a un santo varón. ¿Tenemos actualmente algún caso que podamos tachar de melancolía?
—Verá, señor —respondió Smith tras titubear—, muchos de los hombres reclutados por la leva forzosa andan bajos de ánimo, por supuesto; pero de ahí a la melancolía clínica… Lamento decepcionarle, señor.
Los jóvenes, que habían estado inclinados sobre las hojas, se pusieron tiesos cuando Stephen, al volverse, vio entrar en la enfermería al capitán Aubrey.
—En la gloria, por vida de… —exclamó—. Más luz y más aire que en el mismísimo Cielo. Sería un placer enfermar en un lugar así. Pero bueno —añadió aspirando a izquierda y derecha—, ¿se puede saber a cuántos muertos guarda usted en esos baúles?
—A ninguno —respondió Stephen—. Ese hedor obedece a la asafétida de Smyrna, la más fétida de todas ellas. En tiempos se colgaba del palo más alto. Quizá podrían convencerme para que la recubriera con seda empapada en aceite y la guardara en una caja forrada de plomo, que colgaríamos de alguna tronera. Aunque, claro está, guardaría aquí un poco en una jarra para uso diario.
—Se lo ruego, doctor —pidió Jack—. Si me acompaña podremos hablar directamente con Astillas. Un caballero de la Junta de Heridos y Enfermos le espera a usted en la cabina.
El caballero en cuestión no pertenecía a la Junta de Heridos y Enfermos, aunque llevaba documentación oficial de la misma, sino al Almirantazgo, y era uno de esos funcionarios que raramente veía uno en el departamento de Inteligencia Naval, un caballero en quien había confiado a menudo sir Joseph Blaine para llevar a cabo las misiones más delicadas. No se saludaron como si se conocieran de antes, ni siquiera cuando Jack los dejó a solas. El señor Judd se refirió con firmeza y autoridad a ciertos puntos oscuros de la administración médica, le tendió los documentos relevantes con cierto énfasis, y se despidió con educación antes de marcharse por donde había venido.
Stephen se dirigió directamente a la cámara del comodoro iluminada por la galería de popa, y allí, cómodamente sentado, abrió el paquete. Los papeles carecían de complicaciones e interés, pues su única función era la de incluir la nota donde se le pedía que se acercara al bosque de coleópteros aquella misma tarde a ser posible, o que se reuniera con el portador, a quien encontraría en el Cock durante media hora, para concertar una cita temprano, al día siguiente.
A estas alturas de los preparativos en el
Bellona
, Stephen estaba prácticamente libre. Se acercó al Cock, habló con su hombre, tomó una silla de posta de vuelta a Ashgrove, ensilló su yegua y recorrió a caballo unas millas en dirección a Liss, antes de tomar por una serie de caminos, uno de los cuales lo hubiera llevado a una casa de campo perteneciente a sir Joseph si, antes de llegar al camino, no se hubiera desviado por un sendero que discurría, por pastos accidentados y arenosos hasta llegar a un bosque apartado, uno de los pocos bosques de Inglaterra donde un entomólogo tenía una oportunidad razonable de encontrar esa maravillosa criatura llamada
Calosoma sycophanta
, al igual que, al menos, tres variantes del escarabajo tigre.
—Cuánto me alegra que haya podido venir —saludó Blaine, levantando la mano para estrechar la suya. Condujo al caballo y al jinete hasta una ribera sombreada, donde Stephen desmontó, ató más bien simbólicamente a
Lalla
y se sentó, contemplando el rostro nervioso y pálido de su amigo.
—Estoy tan preocupado por los asuntos que tengo en mente que apenas sé por dónde empezar —dijo sir Joseph—. La última vez que nos reunimos le expliqué a usted que Habachtsthal proseguía con el trabajo de Ledward de enviar información a los franceses; también le dije que se le amenazó con que sufriría un justo castigo por ello, amenaza que puso en jaque sus actividades hasta que se percató de lo hueca que era. Le advertí asimismo que era un hombre excepcionalmente vengativo, y que tenía motivos para sospechar que me consideraba el responsable último de dichas amenazas. Estas sospechas mías se vieron justificadas, lo cual lamento de veras, Stephen, puesto que debo decirle que también le ha identificado a usted como la némesis de sus amigos Ledward y Wray, y a Clarissa como la fuente de la información que obtuvo usted sobre él. De modo que ya sabe cuáles fueron mis informadores.
—¿Sabe cómo lo ha averiguado?
—En cuanto a lo primero, resulta obvio, pues sabido es el odio que profesaba Wray tanto hacia usted como hacia Jack Aubrey y a su presencia en Pulo Prabang cuando aquellos dos fueron asesinados. En cuanto a lo segundo, lo cierto es que resulta mucho más oscuro… aunque llegado a este punto debo desviarme del tema y volver a elucubrar sobre ese otro asunto, feo asunto donde los haya, que condujo al capitán Aubrey a ser acusado por amañar la Bolsa. Fue orquestado por criminales, por supuesto: una pandilla de matasietes, como se dice comúnmente, los mismos criminales que, con uno o dos golpes, quitaron de en medio y desfiguraron a aquel testigo que pudo servir para absolver al acusado. Creerá usted que el subfiscal de la Corona y una firma de abogados respetable y de larga tradición tienen poco que ver con una banda de criminales, pero la gente de bien conoce a quien no lo es, y así sucede hasta la mismísima hez. En lo que concierne a la
raison d'État
, o a lo que pueda disfrazarse de
raison d'État
, creo que incluso usted se sorprendería de lo que puede llegar a suceder. Y debo decirle que por la misma larga y sinuosa carretera, los abogados de Habachtsthal le han puesto más o menos en contacto directo con una pandilla de individuos de parecida catadura, sino la misma. Pratt, que está muy familiarizado con ese mundo, asegura que al menos tres de ellos pertenecían al grupo anterior, y que uno como mínimo, un hombre llamado Bellerophon, asesinó al cómplice que mató y mutiló al desgraciado de Palmer, en caso de que su riqueza le induzca a hablar por los codos.
—¿Pratt? —preguntó Stephen.
—Sí. Su perspicacia, honestidad, y la peculiaridad de sus cualificaciones me impresionaron profundamente cuando usted y yo lo empleamos, y desde entonces he puesto en sus manos otras pesquisas, que siempre ha resuelto satisfactoriamente para el departamento. Ahora cuenta con asociados, todos hombres como él, carne de presidio y a menudo antiguos mensajeros de Bow Street.
—Eso me ha dicho. En estos momentos trabaja para mí, o más probablemente lo hagan dos o tres de sus asociados. Se trata de una investigación familiar de la que le hablaré a usted cuando hayamos terminado con esto.
—No mencionó nada al respecto, como era de esperar —respondió sir Joseph después de hacer una inclinación de cabeza—, pero sí hablamos de usted y del capitán Aubrey. Siente un gran respeto y aprecio por usted. Incluso me atrevería a llamarlo afecto. No obstante… —Hizo una pausa, reunió sus inquietos pensamientos y continuó—, estos individuos, quizá con la ayuda de un burócrata, además del estrato más rastrero de apoderados criminales, han puesto en conocimiento de su patrón los siguientes hechos: que usted trajo de vuelta ilegalmente a dos convictos de Nueva Gales del Sur, sin que hubieran sido perdonados, que obedecen a los nombres de Patrick Colman y Clarissa Harvill, ahora señora de Oakes; que usted ha solicitado, a través de mí, su perdón; y que puesto que aún no se ha obtenido tal perdón sigue usted pendiente de procesamiento por una serie de cargos innegables que, quizá, no le lleven a usted a la muerte, pero al menos sí a sufrir penas de prisión y a la confiscación de todas sus propiedades. Además, alegan que el perdón que tiempo ha pedimos para usted…
—Creo que debería explicarme ese punto, Joseph.
—Discúlpeme, Stephen. La primera vez que el departamento solicitó su ayuda y consejo para el asunto catalán, se decía que usted y algunos amigos y familiares suyos habían estado involucrados en el levantamiento irlandés de 1798, lo cual le sitúa en la amplia categoría legislativa de «cómplice y encubridor» y «asociación con malhechores». Con tal de protegerle incluimos su nombre en uno de los perdones más amplios. Confieso que nos tomamos ciertas libertades, pero sirvió a nuestra causa común. Sin ello no podría haberle enseñado a usted ningún documento confidencial sin incurrir yo mismo en un crimen, mientras que en el momento menos pensado un proceso malintencionado y particular, por ejemplo, podría habernos privado de su valiosísima ayuda. Como sabrá, los procesos particulares resultan habituales en estos casos.