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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (13 page)

BOOK: El comodoro
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—Lamentaría mucho tener que prohibirle la entrada a mi casa —dijo Stephen.

—Y permítame decirle, señor-continuó la señora Williams, ya lanzada y casi sin escucharle—, que no puedo dar mi aprobación respecto a la joven que en este momento cuida de la niña. Naturalmente era mi deber formularle algunas preguntas para satisfacer la curiosidad que sentía por su competencia; pero todo lo que recibí a cambio fueron respuestas breves e insatisfactorias. Se manejó con tal repulsiva reserva, tal confianza en sí misma, tal autosuficiencia, y una necesidad tal de que la tratara con respeto que no pude sino sorprenderme. Corren rumores de deudas, se hacen preguntas en el pueblo y se cuestiona su moralidad…

—Estoy familiarizado con los antecedentes de la dama —aseguró Stephen con voz decidida—, y plenamente satisfecho con las cualidades con que cuenta la señora Oakes para cuidar de mi hija; así que no sigamos por este camino, si es tan amable.

—Debería nombrarme a mí su tutora, con derecho a inspección cuando esté usted embarcado en esos viajes suyos tan largos. Lo que sí tengo es el derecho moral de visitarla; y también el legal, de eso estoy segura.

—Difiero. Y si, pese a suponer que no se dará el caso después de exponer claramente mi posición, cometiera usted la torpeza de allanar mi morada, no sólo mi sirviente irlandés (hombre fuerte y peligroso donde los haya) la expulsaría a la fuerza, sino que se enfrentaría usted a serios cargos legales: no sólo por allanamiento de morada, sino también por regentar, y haber regentado, una oficina de apuestas ilegales. A partir de ese momento, la menor muestra de indiscreción por su parte concluiría infaliblemente en el reclutamiento forzoso en la Armada de su hombre, Briggs. Lo enviarían a bordo de un barco repleto de marineros normales y corrientes, que a menudo resultan, además, violentos, ninguno de los cuales tendría el menor motivo para portarse bien con él; a este barco lo destinarían sin duda a las mortíferas Indias Occidentales, o, quizás, a Botany Bay.

* * *

—Señor —exclamó George, interrumpiéndole en el jardín—. Papá dice que seguramente le gustaría a usted echar un rápido vistazo a la escuadra mientras aún queda luz en el mar.

—Eso es precisamente lo que más me gustaría en el mundo —afirmó Stephen—. George, aquí tienes una moneda de tres chelines para ti.

—Oh, gracias, señor. Muchas gracias. No conseguimos los cuatro peniques, pero ahora vamos va a ir a Hampton y le acompañaré para darme un atracón de… —Sus palabras se perdieron en la distancia.

—Entra, entra, Stephen —convidó Jack desde las profundidades, las profundidades moderadas, del observatorio—. Tengo la lente preparada. Ten cuidado con la viga voladiza… Oh, ni se te ocurra tocar esa rueda de espigas. Cuidado con la caja ocular, si eres tan amable. No te preocupes, ya lo recogeré y lo limpiaré después. Bien, veamos, tú métete aquí y siéntate bien recto en el taburete:
recto en el taburete
, ahí. Por el amor de Dios, Stephen, deja esa tuerca en paz. Si necesitas agarrarte a algo, cógete a la carcasa de la torreta. Te será mucho más fácil cuando tus ojos se acostumbren a la penumbra: la penumbra es para tener un buen contraste, ¿entiendes? Ahí, siéntate recto. He introducido una especie de mirilla, como podrás ver. No, acerca el ojo hasta el ocular, Stephen. Menudo tipo raro eres; de hecho, son hilos de telaraña estirados, colocados en el lugar preciso. Ingenioso, ¿no te parece? La hermana de Herschel me enseñó a hacerlo. El enfoque es el correcto para mi buen ojo, pero si lo encuentras un poco borroso gira esta rueda —explicó al tiempo que guiaba sus dedos— hasta que lo distingas perfectamente. De momento hay pocas turbulencias. El telescopio está apuntado con mucha precisión, de modo que ni se te ocurra tocar nada más, ¿me oyes?

Stephen se acomodó, metió el ojo a fondo en el ocular, respiró hondo varias veces y giró la rueda con cuidado. De pronto la mirilla ganó en nitidez y en su intersección vio un navío de línea, nítido y claro como el agua, que pertenecía a otro mundo, a otra dimensión por muy familiar que fuera. Colgaban las juanetes para orearse, y muchas gentes se encontraban en los costados, enfrascadas en arreglar y pintar el barco, cosa que no restaba belleza a la escena, ni tampoco restaba un ápice a la sensación que despedía de fuerza concentrada. Hacía del barco un ser vivo, un navío no exento de conciencia propia y colectiva, de ansiedad, que aguantaba la respiración posando para su propio retrato, preparado para recibir la visita de un almirante.

—Tengo ante mí el barco más elegante del mundo —aseguró Stephen—. Un setenta y cuatro, no me cabe la menor duda.

—Bien hecho, Stephen —exclamó Jack, y de haberse tratado de otra persona le hubiera dado una palmada en la espalda—. Menuda planta tiene este setenta y cuatro. Y ese gallardetón rojo de rabo de gallo es mi gallardetón. El almirante envió a su teniente de bandera para expresarme su deseo de que lo enarbolara de inmediato, cosa que agradecí. Sabrás que es necesario obtener permiso para ello.

—¡De modo que se trata del
Bellona
, piedra angular de tu mando! ¡Hurra, hurra! Te felicito, Jack. Vaya, yo diría que tiene toda una señora toldilla, lo cual dice mucho en favor de su dignidad.

—Y no sólo de su dignidad, sino también de su seguridad. Cuando estás en el alcázar en mitad de un combate con un enemigo fiero que te dispara tanto con la artillería de gran calibre como con la fusilería, supone todo un consuelo disponer de una sólida toldilla a tus espaldas.

—Por mi parte prefiero quedarme abajo, muy abajo. Te ruego que me muestres el resto de la escuadra.

—Ahí tienes a la
Pyramus
—indicó Jack moviendo apenas la lente hasta que la mirilla reposó en una espléndida fragata de treinta y ocho cañones—. Es como la
Belle Poule
francesa. Ahora pertenece a Frank Holden, un buen tipo, y corajudo también; pero dudo que nos la quedemos. Aseguran los desagradables rumores que corren que la enviarán a hacer un crucero por cuenta propia, y que la reemplazarán por una embarcación de porte inferior, más vieja y lenta. Me temo que el aire empieza a rielar en el puerto y en Gosport —siguió diciendo mientras giraba el telescopio y lo desplazaba por la guía—, pero si vuelves a enfocarlo a tu ojo creo que distinguirás un barco que anda despacito junto a Priddys Hard. Es el
Stately
, un navío de sesenta y cuatro; me lo dieron después de arrebatarme súbita e injustamente al
Terrible
, nuestro otro setenta y cuatro. Mucho me temo que vamos a quedárnoslo. Un barco de sesenta y cuatro cañones es una embarcación muy lamentable, Stephen; en cierto modo peor incluso que el horrible y viejo
Leopardo
que era un simple cincuenta. A bordo de este último podríamos huir de un setenta y cuatro holandés sin temor a sonrojarnos, y aguantar la vela hasta que todos volviéramos a reír y pudiéramos mirarnos al espejo con la conciencia tranquila; pero un sesenta y cuatro tendría que virar y enfrentarse al enemigo, a riesgo de cubrirse de deshonra. El capitán del
Stately
, William Duff (¿recuerdas a Billy Duff de Malta, Stephen?), hace lo que buenamente puede, pero… Ay, oscurece ya. El sol se oculta. Tan sólo alcanzo a distinguir al
Aurora
, una fragata de veintiocho cañones, y al bergantín
Orestes
, pero ambos se difuminan y tendré que esperar a hablarte de ellos cuando nos hayamos llevado algo al estómago. Traerás un hambre de lobo.

—Si Dios quiere los veré a todos mañana. Tengo que embarcar temprano, para reunirme con mis ayudantes y revisar el instrumental médico y la apoteca. ¿Cuántos somos en total?

—A decir verdad, Stephen, no lo sé. Hay tantos cambios y recortes. Aún nos falta una fragata; es posible que perdamos a la
Pyramus
; las corbetas y los bergantines vienen y van; y la fecha se pospone una y otra vez. No debí insistir tanto en que regresaras pronto. Después de todo, conozco la Armada desde que era un renacuajo, y jamás, jamás, se ha echado a la mar una escuadra en la fecha asignada en primera instancia por el almirante al mando del puerto, o por el comodoro, y tampoco se ha hecho nunca con los barcos asignados en un principio. Pero ahora, por mi vida, que vas a comer como es debido. Sophie no ha dejado de quejarse por no haberte visto debido al sarampión de los críos, y no deja de repetirlo. La arrastraremos lejos de sus cuentas y se sentará cómodamente con nosotros y un plato de molletes. Mañana temprano tendrás ocasión de ver la escuadra bajo la luz del amanecer, antes del desayuno y si no llueve, claro; y después cabalgaremos derechos a Pompey.

* * *

Stephen se alojaba en la habitación de costumbre, apartado de los niños y del ruido, en un rincón de la casa que daba al seto y a la pista de bochas. Pese a su prolongada ausencia, aquel lugar le resultaba tan familiar que cuando se despertó a eso de las tres se acercó a la ventana casi tan rápidamente como si estuviera a punto de amanecer, la abrió y salió al balcón. Se había ocultado la luna, y apenas vio una sola estrella. El rocío impregnaba de frescura la quietud que se respiraba en el aire; mientras, a lo lejos, en las plantaciones de Jack, un tardío ruiseñor entonaba con voz indiferente su rutinario canto; más cerca, en el seto, y mucho más agradable, oyó el agradable canto de dos, o quizá tres chotacabras que trinaban en el seto, trinos que arreciaban y amainaban entrelazados, de tal modo que no podía localizarlos con total seguridad. Pocas aves prefería a los chotacabras, pero no había sido su canto el responsable de que Stephen se hubiera despertado: permaneció de pie apoyado en la barandilla del balcón y Jack Aubrey, en la glorieta que había junto al campo de bochas, empezó a tocar de nuevo, suavemente, al amparo de la oscuridad: improvisaba con su violín, a su aire, y fantaseaba con una maestría que Stephen no podía comparar con nada, pese a los años y años que hacía que tocaban juntos.

Como tantos otros marinos, Jack Aubrey también había añorado la posibilidad de descansar en su cama caliente durante toda la noche; sin embargo, ahora que tenía la posibilidad de hacerlo con la conciencia tranquila, a menudo se despertaba a horas poco cristianas, sobre todo si se sentía impelido por una fuerte emoción, y salía de su dormitorio en bata para pasear por la casa o los establos o deambular por la pista de bochas. A menudo llevaba consigo el violín. De hecho era mejor intérprete que Stephen, y ahora que empleaba su precioso Guarneri en lugar del resistente instrumento que tocaba en la mar, la diferencia era, si cabe, más notable. Aunque no hubiera sido justo achacar todo el mérito al Guarneri. Jack disimulaba su maestría cuando tocaban juntos para mantenerse al mediocre nivel de Stephen: éste lo descubrió cuando sus manos se recuperaron finalmente de las empulgueras y demás instrumentos con que lo habían torturado los oficiales del contraespionaje francés en Menorca; pero al pensarlo con detenimiento, Stephen creyó probable que hubiera empezado a superarle mucho antes, puesto que, aparte de lo delicado que estuvo de salud durante aquel período, Jack pertenecía a esa clase de personas que detestan lucirse.

Ahora, en aquella cálida noche, no había nadie a quien consolar, nadie a quien desconcertar, nadie que pudiera burlarse de él por ser un virtuoso, así que podía dejarse llevar completamente; y a medida que fluía la grave y sutil música de su violín, Stephen sirvió una vez más de testigo a la aparente contradicción encarnada en aquel enorme, alegre y sonrojado oficial de marina que a todos encandilaba con su sola presencia, pero a quien nadie hubiera descrito como epítome de sutileza, ni siquiera como alguien capaz de sutileza alguna (exceptuando, quizá, sus adversarios en combate), y a quien nadie hubiera relacionado tampoco con la intrincada y reflexiva música que creaba en esos momentos. Polo opuesto a la limitación de su vocabulario, que en ocasiones rayaba en una incapacidad total.

—Mis manos han recuperado la mediocre habilidad que tenían antes de que me capturaran —observó Maturin en voz alta—, pero las de Jack han alcanzado un punto que jamás creí posible en él: no sólo sus manos, también su inteligencia. Estoy asombrado. A su modo, él es el agente secreto. Sólo querría que su música fuera más alegre.

* * *

No obstante, a primera hora de la mañana volvía a ser el Jack Aubrey de siempre.

—Si no hubiera nombrado a Adams mi secretario personal —dijo Jack mientras caminaban sobre el rocío en dirección a su observatorio—, ahora le pediría que se quedara aquí para ayudar a Sophie con el papeleo. La propiedad de Woolcombe no es gran cosa, tierra baldía en su mayor parte, pero da muchos quebraderos de cabeza porque alberga unos arrendatarios que no podrían ser más retorcidos, un hatajo de ladrones, y la pobre intenta llevarlo todo ella sola, por no decir nada de este lugar y de los infernales impuestos, los necesitados, los diezmos… ¿Y ese pájaro?

—Es un alcaudón real, aunque hay quien lo deja en alcaudón, a secas.

—Sí. El guarda del primo Edward siempre los ha llamado así. Cuando era niño me enseñó un nido. Pero volviendo a los diezmos, tenemos un nuevo pastor, el señor Hinksey. ¿Te acuerdas de él?

—No, a menos que fuera aquel caballero con quien coincidí en una o dos ocasiones en mis librerías, y que tuvo la amabilidad de llevar algunos ensayos náuticos a Sophie.

—Se trata del mismo hombre que la pretendió cuando llevamos al pobre señor Stanhope a Kampong, en las Indias Orientales. La señora Williams lo consideraba el pretendiente ideal. Es un pastor de lo más caballeroso, con una buena renta de quinientas, o, incluso, de seiscientas libras anuales. Era un
nosequé
de Oxford; quizás un querellador en matemáticas. ¿Hay laureados en matemáticas en Oxford, Stephen
[1]
?

—Me inclino a pensar que son cosa de otro lugar. Diría que en Oxford sólo hay fornicadores, aunque podría equivocarme.

—Bueno, sea como fuere se trataba de un título loable. Y ella asegura además que la razón de que no se haya casado nunca se debe a que Sophie le rompió el corazón cuando se fugó para casarse conmigo. Y mira, ahí lo tienes ahora, instalado en nuestra rectoría al menos desde hace dieciocho meses. ¿No te parece asombroso?

—No creo haber estado nunca tan asombrado.

—Tal y como supondrás me disponía a odiarlo con todas mis fuerzas, pero es un jinete consumado y un bateador de primera, un tipo tan agradable, abierto y amistoso que no he podido salirme con la mía. Es un hombre de complexión fuerte, con una altura de seis pies y pico; y en el colegio mayor solía boxear. Tiene la nariz rota.

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