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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (16 page)

BOOK: El comodoro
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—Los mayores y los ayudantes del piloto de derrota me torcerían el pescuezo y me arrojarían a las fauces del perro dogo, señor —Abrió la puerta y se hizo a un lado.

—Caballeros, buenos días —saludó Stephen ante un silencio repentino.

Los caballeros en cuestión eran de lo más variopinto: un hombre de aspecto fiero y piel morena, al que encontraron sentado en cubierta intentando leer junto a un candil. Dos jóvenes desgarbados cuya ropa era tan corta que dejaba al descubierto muñecas y tobillos; y un endemoniado renacuajo de catorce años que intentaba enseñar al mono a hacer el pino. Sin embargo, todos ellos comprendieron de inmediato que no sería buena idea descargar su mala sombra con las visitas, de modo que respondieron al saludo y se pusieron en pie con toda la elegancia de la que fueron capaces; el diabólico muchacho se dedicó por su parte a estrangular innecesariamente al perro dogo cuando éste quiso acercarse a presentar sus respetos. Stephen paseó la mirada por el dispensario, lugar al que estaba asignado y que podía convertirse en su particular teatro de operaciones en caso de que el barco librara un combate. Era un lugar espacioso, puesto que al menos albergaba a una veintena de jóvenes. Después se dirigieron a popa.

—Oh, señor —volvió a exclamar el señor Wetherby—, procure no tropezar, por favor. —Y tenía sobrados motivos para elevar el tono de voz, pues encontraron abierta la escotilla de cubierta que daba al pañol de pólvora de popa, por donde asomó la cabeza el condestable, decidido a ver quién se acercaba. En su rostro, por lo general serio, se dibujó una sonrisa y extendió la mano.

—Vaya, doctor —dijo—. Nos enteramos de que vendría usted, y no sabe cuánto nos alegró la noticia. Rowley, fui segundo del condestable en el viejo
Worcester.

—Por supuesto —dijo Stephen, estrechando su mano—. Una fea herida de astilla en el
gluteus maximus
. ¿Cómo ha evolucionado?

—Jamás lo diría usted, señor. Cuando volví a casa se la enseñé a mi mujer. Le mostré la cicatriz, bueno, lo que quedaba de ella, y le dije: «Kate, si supieras coser tan bien como el doctor, te pondría a trabajar y viviría de renta». ¡Ja, ja, ja! —Con éstas, desapareció como el muñeco de una caja sorpresa, pero al revés, y cerró la escotilla sobre su cabeza.

La luz intensa que despedía la linterna colgada del bao los deslumbró cuando Smith abrió la puerta del dispensario.

—Espero que no crea que hago más trabajo del que debo, señor —dijo—. Pero anoche el contador me informó de que habían llegado algunos pertrechos procedentes de la Junta de Heridos y Enfermos, y en lugar de dejarlos en manos del despensero me he dedicado a colocarlos en el baúl de la apoteca. Aún estaba enfrascado en ello cuando su bote se amadrinó al barco, de modo que dejé las cosas como estaban. Me temo que no cabrán todos.

De pronto se abrió de nuevo la escotilla y reapareció la sonriente cara del condestable.

—Le dije, le dije: «Kate, si supieras coser tan bien como el doctor, te pondría a trabajar y viviría de renta». —Y acto seguido volvió a prorrumpir en carcajadas.

—Hizo usted perfectamente, señor Smith —dijo Stephen una vez hubieron entrado, observando la miniatura que tenían por apoteca, con sus cajoncitos, sus estantes para botellines y demás compartimentos—. Pero mucho me temo que ha dado usted en el clavo. Todo esto no cabrá —dijo señalando con una inclinación de cabeza los polvos, las raíces secas, los medicamentos, los linimentos, los vendajes, apósitos, torniquetes y demás cosas que alfombraban el suelo—. No habrá más remedio que guardarlo y estibarlo en el dispensario de estribor.

—Disculpe, señor —dijo Smith tras titubear—, pero no disponemos de ningún dispensario de estribor.

—Jesús, María y José —exclamó Stephen—. ¡Quinientas noventa almas tendrán que contentarse con el contenido de esta miserable apoteca, que con suerte medirá cuatro pies por tres! Lo que son las cosas. Muy bien, caballeros, sean tan amables de guardarlo todo en esta cabina de aquí —dijo al tiempo que abría la puerta de una habitación que medía seis pies de ancho por cuatro de largo—, mientras yo me dirijo al capitán para presentar mi informe. Y menudo informe, por Dios.

—¿Qué sucede, doctor? ¿Le falta algo? —preguntó Tom Pullings cuando Stephen la tomó con ellos.

—¿Te has caído, Stephen? —preguntó Jack al verle muy pálido y con los ojos abiertos desmesuradamente, acercándose a él y cogiéndole del brazo.

Los observó fríamente a ambos, primero a uno y después al otro, y dijo en un tono de voz forzadamente sosegado:

—Acabo de descubrir que este… este barco, porque por respeto no lo tacharé de ruin pecio, disfruta de una enfermería que sería una desgracia incluso para un turco, una enfermería que podría sonrojar a un puñado de hotentotes, y creedme que lo harían. Es una enfermería tan horrible que no puedo consentir verme relacionado con ella y —añadió en un tono elevado, más elevado y apasionado— si no consigo que se transforme en un lugar más tolerable que el Gólgota, pues parece más destinado a matar que a salvar vidas, me lavaré las manos sin cargo alguno de conciencia. —Acompañó sus palabras con el gesto de lavarse las manos, observando sus rostros asombrados—. Afirmo que supone una vergüenza para la humanidad.

—Por favor, Stephen, siéntate —pidió Jack con suavidad, acompañándole hacia una silla—. Te lo ruego, siéntate y bebe un vaso de vino. No te enfades con nosotros, por favor.

Pullings estaba demasiado trastornado para decir palabra, pero le sirvió un vaso de madeira. Ambos observaron a Stephen con infinita preocupación; seguía pálido y soliviantado.

—¿Alguno de vosotros ha visitado esa burla infame que tenemos por enfermería? —preguntó mientras clavaba la mirada primero en uno y después en el otro. Oh, qué fortaleza moral posee la rabia totalmente sincera, sobre todo si está en lo cierto y se muestra altruista.

Jack negó con la cabeza lentamente y con la conciencia limpia, al menos a ese respecto.

—Supongo que habré pasado por ahí cuando fui a ver las pocilgas —confesó Tom Pullings—, pero no vi a nadie porque se llevaron a los pacientes al hospital antes de que subiera a bordo; por eso no me había dado cuenta de que la enfermería estaba en tan malas condiciones.

Stephen les dijo que una enfermería sin paz, luz ni aire no serviría de absolutamente nada; se lo explicó con vehemencia y todo lujo de detalles. Cuando las aguas se calmaron, añadió que la única enfermería a bordo de un navío de línea con la que se sentiría a gusto debía, por fuerza, desterrar a los marranos en favor de cristianos enfermos y que, por tanto, debía encontrarse bajo el castillo de proa, y que tenía que disponer de luz, aire y acceso al beque, según el plan de ese eminente ingenuo, sultán de la benevolencia, de nombre almirante Markham.

—Doctor —dijo Tom—, no diga usted más: ahora mismo voy a dar la voz para llamar al Astillas y a su cuadrilla. Si los dirige usted, tendrá su enfermería a lo Markham antes del cañonazo de la noche.

Remitió la tensión. Stephen tomó un poco más de vino y su color, aunque aún tenía una tonalidad inquietantemente cetrina, recuperó su palidez natural, en lugar de la que le confería la rabia. Sonrió, y el capitán Pullings envió a por el carpintero.

—Stephen —dijo Jack con timidez—. Había pensado llevarte de visita a los demás barcos, para que pudieras conocer a sus capitanes y oficiales, pero me atrevería a decir que acondicionar una enfermería como Dios manda te llevará buena parte de la tarde.

—Así es —admitió Stephen—, y también todas mis fuerzas. Tom, dispones de carpinteros de sobras, ¿verdad? También desearía instalar un dispensario en condiciones en el lugar donde esos marranos retozan desenfrenadamente a sus anchas, en vez de enviar a alguien constantemente a la enfermería de popa cada vez que necesite purgante negro. Jack, te ruego que me perdones si pospongo este encuentro hasta que se celebre tu comida, a la que asistirán todos estos caballeros.

CAPÍTULO 4

Cuando el capitán Aubrey, su despensero y su timonel se hacían a la mar, Ashgrove Cottage retenía buena parte de la atmósfera naval que la caracterizaba gracias a los antiguos compañeros de tripulación que vivían allí o en los alrededores, y que llevaban a cabo sus habituales empresas de limpieza, lampaceo y pintura para dejar todo lo habido y por haber en condiciones tan marineras como se lo permitiera la edad y los miembros perdidos, costumbre que despertaba la admiración de todas las esposas que se encontraban a la distancia necesaria como para visitar la casa o cotillear al respecto. Sin embargo, Woolcombe, la casa que Jack había heredado hacía poco, la casa donde se había criado, no pasaba de ser el hogar de un hombre de tierra adentro. La señora Aubrey vivía la mayor parte del tiempo en Ashgrove, y Woolcombe quedaba en manos de Mnason, el mayordomo de toda la vida, al que ayudaban algunos sirvientes con sueldo de los que se había prescindido en Ashgrove Cottage.

Pese a todo, cuando Jack estaba en casa e iba a celebrarse algún evento donde debían primar la educación y la elegancia, se requería en Hampshire la presencia de Mnason, que entonces tenía que trabajar de veras. Desempeñaba a la perfección las funciones de un mayordomo; cuidaba del vino en la madera, de su merma en el tonel, de su trasiego y embotellado, cuidaba de las botellas y, con el tiempo, escanciaba su contenido para servirlo en la mesa en excelentes condiciones. Llevaba a cabo la parte más ornamental de sus funciones con la dignidad apropiada. Pero los marineros no valoraban un comino ninguna de sus destrezas; lo despreciaban por su exilio en Woolcombe, lugar que sólo ponían de patas arriba una vez al año, en primavera, en vez de como hacían a diario, al amanecer, en Ashgrove; y se dolían ante el menor atisbo de que sus derechos pudieran verse pisoteados; sus derechos, sus privilegios o sus costumbres de gentes de mar.

El ruido causado por uno de estos desacuerdos empujó a Sophie a echar a correr hacia el comedor el día en que debía celebrarse la comida de los capitanes. Al abrir la puerta, el rumor aumentó considerablemente: Killick, cuyo desagradable rostro estaba lívido de ira, había arrinconado a Mnason, a quien amenazaba con el cuchillo del pescado mientras le espetaba con esa voz suya tan chirriante y desagradable que no era en absoluto una buena persona, observación para la que recurrió a todo lujo de detalles y tal conjunto de obscenidades que Sophie se vio en la obligación de cerrar la puerta al entrar, para evitar que los niños pudieran oírle.

—¡Qué vergüenza, Killick, qué vergüenza! —exclamó.

—Es que ha osado tocar mi plata —replicó Killick, cuyo tembloroso cuchillo del pescado pasó a señalar el noble metal esparcido en la mesa del comedor—. Ha cambiado de sitio tres cucharas con esos dedos grasientos que tiene, y le he visto echar el aliento sobre este cuchillo del pescado.

—Tan sólo le daba un toque profesional.

—Te voy a dar yo a ti toques pro… —amenazó Killick con furia renovada.

—¡Silencio, Killick! —espetó Sophie—. El comodoro ha ordenado que seas tú quien permanezca detrás de su silla, vestido con tu mejor chaqueta azul. Mnason permanecerá a su lado con su abrigo color ciruela. Bonden se pondrá sus mejores guantes. Ahora apresuraos, rápido. No hay ni un minuto que perder.

Y, por supuesto, no lo había. Las invitaciones indicaban que la hora de llegada era de tres y media a cuatro de la tarde, y conocía por experiencia la puntualidad naval, de modo que entre las tres y media y las tres y treinta y cinco minutos se presentarían todos los invitados. Observó aquella mesa donde todo relucía, colocado exactamente en su lugar; ajustó un poco un jarrón de rosas, y acto seguido salió apresuradamente para ponerse el espléndido vestido de seda escarlata, obsequio de Jack, que había sobrevivido al interminable y arduo viaje desde Batavia sin un solo rasguño.

Cuando Jack condujo al interior al primero de los capitanes, encontró a Sophie más hermosa que nunca, sentada en el salón deseando aparentar convincentemente cierto sosiego para cumplir con su papel de anfitriona. William Duff, del
Stately
, era un hombre atlético, alto y excepcionalmente atractivo, de unos treinta y cinco años.

Después llegaron Tom Pullings y Howard, de la
Aurora
; Thomas, de la indeseable
Thames
; Fitton, del
Nimble
; y con éste el cuadro estaba completo…, o casi.

—¿Dónde está el doctor? —susurró Sophie a Killick cuando entró con una bandeja repleta de copas. El despensero miró a su alrededor, y su rostro mudó aquella expresión amable que resultaba tan forzada en él (sonrisa afectada incluida), para adoptar su habitual aspereza.

Una regla respetada desde tiempos inmemoriales en la Armada estipulaba que cuanto más rango tenía un marino, más tarde comía. Siendo guardiamarina, Jack Aubrey, al igual que los marineros, comía al mediodía. Cuando ascendió al empleo de teniente, él y sus compañeros alojados en la cámara de oficiales comían a la una; cuando comandó su propio barco comía media hora o, incluso, una hora después; y ahora que era, por el momento, comodoro de primera clase con una escuadra bajo su mando, se consideró apropiado que aguardara su turno en consonancia con la hora de comer de un almirante. Mas su estómago, al igual que el de sus invitados, seguía perteneciendo a un capitán. Y antes de dar las tres estaba desesperado; a las tres y media estaba que mordía. Bostezaba y ahogaba bostezos del hambre. La conversación, si bien estimulada por los esfuerzos constantes de Sophie, así como por las aceitunas y las galletitas —que servían en bandeja los marineros de guantes blancos—, por la ginebra de Plymouth, el madeira y el jerez, tendía ya a flaquear o a volverse demasiado forzada cuando se abrió la puerta y Stephen hizo una entrada curiosa y brusca, como si le hubieran empujado por la espalda. Vestía un traje negro bastante decente, empolvada la peluca y colocada bien derecha sobre la cabeza; lucía un pañuelo blanco anudado con la precisión de un cirujano, tan fuerte que apenas podía respirar. Aún parecía asombrado, pero se recuperó en cuanto se inclinó ante los presentes para saludarlos, para dirigirse después rápidamente hacia Sophie, dispuesto a presentar sus disculpas. Adujo en su defensa que había estado contemplando los alcaudones y que se le había pasado la hora.

—Pobre Stephen —dijo ella, sonriendo con amabilidad—, en tal caso estarás hambriento. Caballeros —dijo al tiempo que se levantaba, para alivio de todos los presentes—, ¿les parece que entremos y dejemos las presentaciones para después? —Y, al oído del doctor—: Stephen, aprovecha la sopa y el pan: no creo que el pastel de carne esté a la altura.

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