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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (6 page)

BOOK: El comodoro
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Para cuando el Crown y las demás fondas repartidas a lo largo de la ribera estuvieron a rebosar de ruido, luz y anécdotas, Jack, después de dejar a Sarah y Emily al cuidado de la señora Jemmy, una dama gruesa proclive al parloteo, había subido a una silla de posta tirada por cuatro caballos y viajaba tan rápido hacia Ashgrove Cottage como pudieran llevarlo las bestias por los buenos caminos.

Su enorme arcón iba asegurado con correas en la parte posterior, pero el último regalo que había comprado para Sophie, un traje de encaje de Madeira, no hubiera aguantado bien el traqueteo y por eso lo llevaba encima de las rodillas. Se vio obligado a viajar más bien envarado, aunque de vez en cuando aprovechó para echar una cabezada, la última de ellas después de que el mozo de posta más veterano le despertara para pedirle la dirección exacta, una vez abandonada la carretera. Jack se la dio, se la hizo repetir y volvió a quedarse dormido tal y como lo hacen los marinos, en cinco minutos, preguntándose si encontraría a alguien despierto en casa.

Media hora después el ruido de los cascos cambió y cesó lentamente, el coche se detuvo y Jack empezó a despertarse, sorprendido por la luz que despedía la casa, en el extremo posterior del establo, que era por donde había enfilado la silla de posta. Hubo un tiempo en que Jack, animado por un período temporal de riqueza, había emprendido la cría y adiestramiento de caballos de carreras, de la cual se consideraba tan buen juez como cualquier miembro de la Armada, y ese espléndido patio pavimentado con losa, así como los bellos edificios que lo rodeaban, databan de aquella época. La luz surgía del más hermoso de los edificios, una caballeriza doble, y a la luminosidad que horadaba la lóbrega noche la acompañaba el rumor de una conversación animada, gritos y risas, en un tono tal que nadie se enteró de su llegada.

Jack cogió el traje de encaje, encima del cual había apoyado los pies durante las últimas millas de viaje, cruzó algunas palabras con los mozos de la posta y les pidió que cargaran su arcón hasta la entrada.

—Es el capitán —gritó alguien. Cesó la algarabía, excepto en lo tocante a la voz de una mujer en concreto, sorda para todo menos para oírse a sí misma.

—Así que le digo, le digo, «tú, sodomita alelao, acaso no has visto nunca a una muchacha hacer…».

—«Cuando lejos estoy, añoro y añoro y añoro mi hogar…» —Se oía al fondo una canción.

Hawker, el mozo encargado de los caballos, se acercó al capitán con una sonrisa nerviosa.

—Bienvenido a casa, señor, y por favor disculpe que nos hayamos tomado tantas libertades —dijo—. Era el cumpleaños de Abel Crawley y, como las señoras se han ido, creímos que a usted no le importaría si… —Señaló a Abel Crawley, que a los setenta y nueve recién cumplidos, borracho como una cuba y sin habla, tenía aspecto de haberse muerto ahí mismo. Había servido como marinero del castillo de proa en uno de los primeros barcos donde navegó el teniente Jack Aubrey, la
Arethusa
, y por supuesto casi todos los presentes habían servido también con Jack en un momento u otro de su carrera, y la mayoría estaban incapacitados para el servicio. Sus acompañantes eran lo que uno podía esperar, un grupo de muchachas retaco conocidas como «las brutas de Portsmouth». El carro tirado por muías que las había acercado a Ashgrove Cottage estaba al otro extremo del patio.

Afligido y decepcionado, Jack sintió tentaciones de colgar a todos esos fulanos, pero en cambio se limitó a preguntar:

—¿Dónde está la señora Aubrey?

—Ah, en Woolcombe, señor, con los niños y todo el servicio excepto Ellen Pratt. La señora Williams y su amiga, la señora Morris, están en Bath.

—Bien, dígale a Ellen que caliente sopa y me prepare la cama.

—Señor, a decir verdad Ellie está un poco alegre, pero yo mismo le asaré un buen filete y un poco de conejo de Gales; Jennings se encargará de lo de la cama. Pero me temo, señor, que tendrá que beber usted cerveza, puesto que la señora Williams cerró la bodega con llave.

Por la mañana, Jack se preparó él mismo el café y comió algunos huevos con tostadas en la cocina. No estaba de humor como para vagabundear por la casa vacía, porque para él un hogar sin Sophie no tenía sentido, pero antes de pasear por el patio llevó a cabo una rápida inspección del jardín, que ya no parecía el suyo, ay, sino el de algún negro extranjero.

—Dime, Hawker, ¿cuáles son los caballos que tenemos en el establo?

—Solamente a
Abhorson
, señor.

—¿Qué es
Abhorson
?

—Un castrado negro, señor: dieciséis palmos hasta el morro.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Pertenece al señor Briggs, señor, al criado de la honorable señora Morris. No disponen de establos en Bath, de modo que cuando se van allí, el rocín se queda aquí. Cuando residen aquí, Briggs acostumbra muy a menudo a acercarse hasta Bath a caballo.

—¿Podrá con mi peso?

—Oh, sí, señor. Es un animal fuerte y tiene buenos huesos. Pero hoy rebosa vitalidad y quizá le parezca demasiado brioso.

—No importa. ¿Qué me dices de las herraduras?

—Nuevecitas de la pasada semana, señor. Verá, la señora Williams cuida mucho del caballo de Briggs —dijo el mozo con un curioso énfasis—. Igual que la honorable señora Morris, para el caso.

—Excelente. Tenlo preparado en la puerta en cinco minutos, ¿lo harás? Y mira a ver si puedes conseguirme una capa. Lloverá antes de que llegue a Dorset.

Efectivamente,
Abhorson
constituía todo un ejemplo de fuerza bruta, y su cabeza pesada y los ojos pequeños no le conferían precisamente ni belleza ni inteligencia. Rechazó las caricias de Jack y llevó a cabo una evolución irregular mucho más propia de un cangrejo que de un caballo, de tal modo que el mozo que lo cogía por el bocado se vio arrastrado de lado mientras el propio Jack, que intentaba montarlo, fue haciendo hop, hop, hop a lo largo de medio patio hasta que logró encaramarse a la silla.

No había montado a caballo alguno desde que estuvo en Java, a medio mundo de distancia; pero en cuanto sintió la silla de cuero cómodamente bajo sus posaderas y tuvo los pies bien metidos en los estribos, se sintió como en casa. Aunque
Abhorson
se mostraba de lo más brioso, amigo tanto de darse a las cabriolas como de inclinar la cabeza al tiempo que resoplaba con violencia y andaba en diagonal con pasos menudos, las manazas y rodillas de Jack hicieron su efecto, y para cuando empezó a llover, o, más bien, a lloviznar, viajaban muy bien avenidos a través de las nuevas plantaciones. Jack disfrutaba, admirado del modo en que habían crecido sus árboles, mucho más de lo que esperaba, con unas hojas frescas y espléndidas. Mas este deleite tan sólo formaba una capa en la superficie de sus pensamientos: bajo ella, en lo más profundo, todo aquello que no pendía de Woolcombe, de la mansión familiar que había heredado recientemente, y de Sophie y los niños que se alojaban en ella, se mantenía inamoviblemente anclado en la halagüeña perspectiva que le ofrecía su futura escuadra, compuesta por barcos y oficiales de la Armada real sin destino fijo, y en el sinfín de combinaciones en que podría disponerlos.

—Una cosa es segura: me quedaré con la
Ringle
como barco de pertrechos —observó en voz alta.

La llovizna arreció hasta convertirse en una lluvia en toda regla. Hizo a un lado sus felices especulaciones. Era un hombre inusualmente dotado para la felicidad, siempre y cuando la felicidad no fuera un imposible, y ahora ésta fluía de su interior, de todos y cada uno de sus poros, de modo que animó a
Abhorson
a que apretara el paso, consciente de que no aguantaría mucho al caer la lluvia con tanta fuerza. El caballo galopaba tenaz y hosco, pero movía las orejas como en respuesta a los ánimos de Jack, y el jinete se volvió para coger la capa que había enrollado detrás de la silla.

Entonces un mirlo apareció volando por la carretera bajo el hocico del caballo, piando de forma estruendosa.
Abhorson
dio un violento salto lateral, a medio camino entre la cabriola y el giro, que arrojó de la silla sin mayores esfuerzos a Jack. La suya fue una dura caída, muy dura, pues dio con la cabeza contra un mojón de piedra que señalaba el límite de sus propiedades.

CAPÍTULO 2

—Buenos días tenga usted —saludó Stephen—. Me llamo Maturin, y tengo una cita con sir Joseph Blaine.

—Buenos días, señor —replicó el portero—. Le ruego que sea tan amable de tomar asiento. James, conduzca a este caballero a la segunda sala de espera.

Éste no era aquel famoso lugar con vistas a la corte y, a través de las cortinas, a Whitehall, en el que habían aguardado generaciones y generaciones de oficiales de marina, por lo general con la esperanza de obtener un ascenso o cualquier clase de destino. Era un lugar mucho más pequeño, una estancia mucho más discreta con una única silla. Apenas tuvo tiempo Stephen de sentarse cuando se abrió una puerta interior. Sir Joseph, un hombre corpulento con un rostro llano y por lo general inquieto, pálido y abrumado por el trabajo, entró en la estancia sonriendo, con aspecto de sentirse feliz como un crío.

* * *

—¡Vaya, Stephen, no sabe usted cuánto me alegro de verle! —exclamó cogiendo a Stephen de las manos— ¿Cómo está usted, mi querido señor? ¿Cómo se encuentra después de tantas millas interminables y de tantos días?

—Muy bien, gracias, querido Joseph; aunque debo decir que me gustaría verle menos pálido, desolado y abrumado. ¿Ya duerme usted? ¿Come bien?

—Debo confesarle que tengo mis dificultades para conciliar el sueño; pese a todo, como tolerablemente bien. ¿Se reunirá conmigo esta noche en el Blacks? Venga y tendrá ocasión de comprobarlo con sus propios ojos. Acostumbro a cenar pollo hervido con salsa de ostras, y una pinta de nuestro clarete.

—Será un placer observarlo —confesó Stephen—, aunque por mi parte he despachado un rodaballo y una botella de Sillery. —Palpó el bolsillo y añadió—: Le ruego que acepte este obsequio. —Tendió a sir Joseph un pañuelo usado.

—¡Eupator ingens!
—exclamó sir Joseph tras desenvolverlo rápidamente—. Qué amable por su parte haberse acordado de mí; es un espécimen espléndido, qué generoso, me pregunto si podrá usted soportar el hecho de desprenderse de él. —Colocó boca abajo a la criatura, la miró atentamente y murmuró—: De modo que, finalmente, soy el feliz poseedor del escarabajo más noble de la creación.

La puerta se abrió de nuevo.

—Empiezan a llegar los caballeros que esperaba, sir Joseph —informó un hombre con la debida seriedad.

—Gracias, señor Heller —dijo sir Joseph—. Me reuniré con ellos antes de que den las campanadas. —La puerta se cerró—. Se trata del Comité, como supondrá —informó a Stephen. Envolvió el escarabajo con mucho cuidado en su propio pañuelo, tendió el otro a Stephen y añadió—: Ahora es menester que me dirija a usted en calidad de funcionario público: el primer lord me ha pedido que le informe de que tiene pensado nombrar al capitán Aubrey para el mando de una escuadrilla. Enarbolará gallardetón y se dedicará a llevar a cabo un crucero frente a las costas de África, con objeto de proteger a nuestros barcos mercantes y combatir el comercio de esclavos. Los negreros pertenecen a nacionalidades diversas, cuentan con toda suerte de proteccionismos y podrían ir acompañados de navíos de guerra; de modo que es obvio que no sólo necesita la compañía de un cirujano eminente, sino la de un lingüista consumado, de un hombre familiarizado con los entresijos de la inteligencia política, y se espera que todas estas características puedan aunarse en la misma persona. Pese a todo, existe la posibilidad de que surjan ciertas eventualidades, y, dado que soy consciente de que, sin que ello perjudique en lo más mínimo a nuestra amistad, existen ciertos asuntos en los que no estamos del todo de acuerdo, creo que sería conveniente preguntarle, si me lo permite, de qué lado se decantaría su corazón si el francés intentara de nuevo desembarcar en Irlanda. Créame si le digo que esta pregunta mía tiene por único objeto evitarle a usted la posibilidad de que se muestre indeciso y reservado, en caso de tener que tomar ciertas decisiones.

—De indeciso nada, querido amigo. Haré cuanto esté en mi poder por apresar, hundir, quemar o destruir al francés. Los franceses, con su actual y lamentable sistema político, supondrían un mal completamente intolerable en Irlanda: ahí tiene usted a Suiza, piense en los estados italianos… No, no, no, usted sabe perfectamente que soy de los que creen que todas las naciones tienen derecho a gobernarse por sí mismas. Podrá decirse que los irlandeses no se han aplicado el cuento: la historia habla a espuertas a este respecto y su lectura resulta lamentable, ya que O'Brien, sin ir más lejos, Turlough O'Brien, rey de Thomond, saqueó él mismo Clonmacnois. Pero me estoy alejando de la cuestión. Quizá mi hogar necesite de una limpieza, pero es mi hogar, y no sería yo quien diera las gracias al extranjero que se dispusiera a ponerlo en orden, menos aún si se trata de ese ladrón feo, taimado e impío del negro corso.

—Gracias, Stephen —dijo sir Joseph estrechándole la mano—. Tenía puestas todas mis esperanzas en que me diría esto mismo. Ahora debemos reunimos con el Comité.

—¿Sabrá usted qué voy a explicarles?

—Sí, sí. No sabe cómo le compadezco.

* * *

Dado el ánimo que se desprendía de los restantes miembros del Comité, era obvio que también ellos eran conscientes del resultado de la misión, ya que el trazado general de dicho resultado era, a su vez, perfectamente obvio, puesto que Perú seguía formando parte del Imperio español. Pero no por ello prescindió de hacer un relato sucinto de lo sucedido, al cual prestó atención la mayoría de miembros del Comité, planteando las preguntas pertinentes a medida que avanzaba su exposición, y otras tantas cuando hubo concluido.

Después de resolver las dudas que habían surgido, el señor Preston, del Ministerio de Asuntos Exteriores, que había tomado notas concienzudas, dijo:

—Doctor Maturin, ¿me permitiría leerle este breve resumen que he tomado en beneficio del ministro, para que corrija usted cualquier error que haya podido cometer? —Stephen inclinó la cabeza, y Preston siguió adelante—. «El doctor Maturin, compareciendo ante el Comité, aseguró que después de que el barco en el que viajaba, un barco alquilado de su propiedad que contaba con la debida patente de corso, partiera de la bahía de Sidney, su comandante recibió instrucciones para dirigirse a Moahu, donde dos, o quizá tres facciones rivales estaban en guerra. Tenía que aliarse con la más proclive a aceptar la soberanía del rey, asegurar su supremacía y anexionarse la isla antes de emprender rumbo a Sudamérica. Cumplida la misión, poco después apresó un barco corsario americano…»

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