—Espero que no sea así —respondió Philips, que seguidamente se lo preguntó al despensero que pasaba por su lado.
—Oh, no, señor. Oh, no. En este barco se sirve cacao, señor, aunque se tolera el té.
—El café relaja los nervios —opinó en voz alta, cargada de autoridad, el cirujano del
Thunderer—
. Personalmente recomiendo el cacao.
—¿Café? —exclamó el capitán Fellowes—. ¿Quiere café el caballero? Featherstonehaugh, vaya corriendo a ver si puede encontrar café en la cámara de oficiales o en la camareta de guardiamarinas.
—El café relaja los nervios —repitió el cirujano, aún más alto—. Es un hecho científico.
—Quizás el doctor desee relajarse —apuntó el capitán Dundas—. Al menos yo lo deseo, después de haber pasado toda la noche en vela.
—Señor McAber —dijo el capitán Fellowes, dirigiéndose al primer teniente, sentado en la otra punta de la mesa—, sea tan amable de ayudar a Featherstonehaugh en su búsqueda.
Pero por mucho que se esforzaron no hubo manera de encontrar aquello que no existía. Stephen se deshizo en protestas: no tenían por qué haberse molestado, no tenía la menor importancia, en otra ocasión (Dios mediante) disfrutarían de un café… Y finalmente aseguró que una taza de cerveza casaría de maravilla con el salmón en escabeche. Y cuando finalmente concluyó tan incómodo desayuno, se acercó a la cabina de Philips para hojear aquel nuevo volumen del
Proceedings.
—¿Cómo se encuentra sir Joseph? —preguntó cuando estuvieron a solas, refiriéndose a su íntimo amigo y superior jerárquico, jefe además del Servicio de Inteligencia Naval.
—Físicamente está bien —respondió Philips—, y quizás un poco más fuerte que cuando lo vio usted por última vez, pero también está muy preocupado. No me atrevo a aventurar cuál puede ser la causa. Ya sabe usted cuan
cloisonné
son estos asuntos para nosotros, si me permite usted usar esta expresión.
—Nosotros en la Armada utilizaríamos el término «mampareado» —observó Stephen.
—¿Mampareado? Gracias, señor, gracias. Es un término mucho más adecuado. Sin duda, esta carta servirá para aclararle las cosas —añadió sacándola del bolsillo interior de la chaqueta.
—Le quedo sumamente agradecido —dijo Stephen, que echó un vistazo al sello negro con el ancla encepada del Almirantazgo—. Ahora, le ruego que me haga un relato detallado de lo sucedido desde el pasado mes de febrero, cuando recibí un informe de Inteligencia de los españoles.
Philips bajó la mirada, reflexionó durante unos instantes y dijo:
—Me gustaría poder contarle una historia más agradable. Hay progresos en España, seguro que sí, pero en el resto de los países hemos sufrido reveses diplomáticos. A dondequiera que vaya Bonaparte encuentra recursos en forma de aliados, hombres, dinero, barcos y pertrechos navales, cosa que nosotros no hacemos, o sólo logramos algo superando toda suerte de dificultades. Cuando nosotros estamos al límite de nuestras fuerzas, a punto de ceder, él parece indestructible. El asunto se antoja tan peliagudo que si se sale con la suya y consigue tumbarnos de otro golpe, quizá tengamos que someternos a sus condiciones. «Permítanme tomar Europa, primero un país y luego otro…»
Hablaba del éxito de los agentes bonapartistas en Valaquia cuando entró un teniente para informarles de que, en cuanto el doctor acompañara a los capitanes para embarcar en la falúa del
Berenice
, se pitaría la orden para echarla al mar. Al parecer, éstos cruzaban ya los cumplidos de rigor a modo de despedida.
—Y el viento está rolando —añadió el teniente—. Podrá subir a bordo sin empaparse.
Quizá pudo haberlo hecho, cosa harto difícil teniendo en cuenta que tenía que descender aferrado a unos cabos hasta el último escalón de la escala del costado, y que la falúa se zarandeó hasta que el balanceo jugueteó con el barco y lo subió con la mar, que en esta ocasión empapó al doctor por encima de la cintura. Stephen llegó a bordo de la
Surprise
calado hasta los huesos, como era de rigor. También como era habitual, Killick —hombre de rostro chupado, curtido y envejecido, que además tenía un increíble humor de perros por encargarse de cuidar tanto del capitán como del doctor, irreflexiva pareja donde las haya, amén de sus ropas y extremidades— lo cogió y lo empujó apresuradamente al interior de la cabina, gritando:
—¡Sus mejores calzones! Es más, su único par de calzones decentes. Quítese también los calzoncillos, si es tan amable, señor. Séquese, no querrá resfriarse. Y ahora déme eso y séquese los pies también. Mire qué empapado está. Coja esta toalla, que iré a buscarle algo razonablemente seco. Por el amor de Dios, ¿dónde está su peluca?
—La llevo en el pecho, Killick —respondió Stephen en tono conciliador—. He envuelto el reloj en ella, y después he tapado la peluca con un pañuelo.
—La peluca en el pecho, la peluca en el pecho… —masculló Killick mientras recogía la ropa mojada—. Pues no me parece descabellado.
—Vaya, Stephen, estás aquí —dijo Jack, que había subido por el costado mucho más rápido que su cirujano desde la cabina comedor—. ¿Te has…? —Entonces, al recordar que a su amigo no le agradaba que le preguntaran si se había mojado, tosió aposta y siguió diciendo en un tono alegre, incongruentemente alegre—: ¿…Te has dado cuenta de lo paupérrimo que ha sido el desayuno? Menuda cerveza tenían, y las chuletas de cordero eran pura grasa, y además servidas en bandeja fría. Una bandeja fría, por el amor de Dios. Recuerdo haber comido mejor en un barco holandés que se dedicaba a la pesca del arenque frente al Texel. Y no llevaba una condenada carta, ni una nota, ni siquiera la minuta del sastre. Pero no importa. El viento está rolando. Ahora sopla del norte noreste, y si rola un par de cuartas más, más o menos, arribaremos el miércoles a Shelmerston pese a todos los esfuerzos que pueda hacer el
Berenice
por evitarlo.
—¿Algún motivo en especial para ansiar el correo, hermano?
—Por supuesto que sí. Cuando nos acercamos a Fayal para la aguada, cruzamos nuestro número de identificación con el
Weasel
cuando éste franqueaba la punta con destino a Inglaterra. Estaba convencido de que informaría de nuestra presencia al arribar a puerto, y esperaba recibir noticias. Pero no ha sido así, ni una sola palabra, aunque Dundas tenía un señor paquete. ¡Un señor paquete, ja, ja, ja! Oh, Dios, Stephen —continuó al entrar por fin en la cabina, sin que se lo impidiera el hecho de encontrar a Maturin semidesnudo, al igual que la desnudez tampoco había supuesto un impedimento para sus antepasados, encarnados en Adán, hombre libre de pecado—. Pero te ruego que me perdones. Por lo visto te he interrumpido —dijo al ver por el rabillo del ojo la carta que Stephen tenía en la mano.
—Nada de eso, amigo mío. Dime qué te hace tan feliz, pese a la decepción que te has llevado.
Jack se sentó cerca de él, y en un tono de voz que tenía por objeto evitar que Killick, a quien no se le escapaba nada, pudiera oír lo que decía —vana esperanza donde las hubiera—, respondió:
—La carta de Heneage incluía un pasaje sobre mí que no podía ser más amable. Decía Melville que estaba muy contento de saber que la
Surprise
estaba a punto de entrar en aguas costeras, y que siempre me había tenido por persona magnánima. Esas fueron sus palabras, Stephen: «persona magnánima», y todo por aceptar un mando tan irregular, pese a lo bien que me he empleado, y que ahora que tiene la oportunidad de expresar su opinión acerca de mis méritos (de mis méritos, Stephen, ¿has oído eso?) aprovechará para ofrecerme una escuadrilla que está reuniendo, que partirá de crucero frente a las costas del África Occidental con algunas corbetas muy marineras, y quizá tres fragatas y un par de navíos de setenta y cuatro cañones, por si resulta que se produce lo que denominó «ciertas eventualidades». Nuestra misión consistirá en interceptar buques negreros, cosa que te será grata, Stephen. Un comodoro de primera clase, Stephen, con un gallardetón de rabo de gallo, un capitán bajo mi mando y un teniente de bandera, no como en aquella esforzada campaña que hicimos en Mauricio, cuando tuve que ascender por méritos propios haciendo de burro de carga de segunda clase. ¡Oh, ja, ja, ja, Stephen! No tengo palabras para expresar lo feliz que soy. Podré encargarme de Tom, que de otro modo no volvería a tener un mando; ésta es su única oportunidad. Y según parece no hay prisa alguna. Disfrutaremos de un mes, quizá más, para estar en casa, lo bastante para que Sophie y Diana se harten de nosotros. ¡Ja, ja! Primero Shelmerston, luego desembarcamos y, a continuación, tomamos la silla de posta en el Crown… ¡Menuda sorpresa se llevarán en Ashgrove cuando nos vean entrar por la puerta! Supongo que te apetecerá tomar un buen café, ¿no?
—Con mucho gusto. Jack, permíteme felicitarte de todo corazón por tan espléndido mando —dijo estrechando su mano—, pero respecto a lo de Shelmerston, verás, escucha, Jack —añadió Stephen, que tan sólo había necesitado un vistazo para descifrar el mensaje en código de sir Joseph—, tengo que acercarme a la ciudad sin perder un minuto. Tendré que olvidarme de Shelmerston por ahora y subir a bordo del
Berenice
. No sólo porque va de camino (mientras que tú tendrías que desviarte para cubrir después una distancia considerable), sino porque sólo un bruto y un miserable sería capaz de desembarcar después de semejante ausencia, besar una mejilla o dos y subir después a una silla de posta para desaparecer de nuevo. Sin embargo, en Plymouth podré desembarcar sin pasar por eso, ya que allí no me espera ninguna mejilla que besar.
Jack le miró sumiso, comprendió que no podría hacerle cambiar de opinión y gritó:
—¡Killick! ¡Vamos, Killick!
—¿Y ahora qué? —replicó Killick, que a juzgar por la distancia a la que sonaba su voz se encontraba sorprendentemente cerca.
—Enciende el hornillo y calienta un cazo de café. Eh, ¿me has oído?
—A la orden, señor. Un cazo de café.
De hecho la orden no le cogía por sorpresa: el hervidor estaba al rojo, y el grano recién molido. Al cabo de unos minutos apareció el elegante pote refulgente, inundando toda la cabina con el aroma que despedía. De todas las virtudes posibles en un hombre, Preserved Killick tan sólo poseía dos: sacar brillo a la plata y hacer el café. No obstante, estas dos virtudes alcanzaban tal perfección en su persona que, para quienes gustaban de tener la plata brillante y disfrutar de un café rápido, tostado como pocos, bien molido e hirviente a más no poder, compensaban con creces sus innumerables vicios.
Llevaron las tazas a la cabina comedor y se sentaron en un banco acolchado (compuesto, de hecho, por unos cuantos baúles alineados) que recorría la popa bajo las ventanas.
—No sabes cuánto lo lamento —dijo Jack—. Nuestra vuelta al hogar no será lo mismo, no, ni mucho menos. Aunque tú sabrás lo que haces, por supuesto. Pero cuando te referías a eso de no perder un minuto, ¿lo decías en sentido literal?
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no subes a bordo de la
Ringle
? Aunque el viento no role otra cuarta, podrá navegar derechito a Pompey tal y como está, sin tener que dar bordadas, y arribará a puerto al menos el doble de rápido que ese pobre conjunto de vergas que conforman el
Berenice
. —Al reparar en la expresión sorprendida de Stephen, le sirvió otra taza de café y añadió—: No te lo había dicho, no tuve ocasión anoche ni esta mañana, con ese asno, con ese impotente asno empeñado en desempatar, pero se la gané a Heneage después de cenar: doble seis cuando estaba a punto de ganarme. Ya había metido seis fichas, pero tardó lo suyo en volver a hacerlo, y gracias a eso gané. Tom, Reade y Bonden, que la gobiernan a la perfección, te llevarán Canal arriba, y por mi parte añadiré a algunos marineros que no pertenezcan a Shelmerston.
Stephen realizó las protestas pertinentes, aunque fueron pocas, puesto que estaba acostumbrado tanto a la generosidad de la Armada como a la rapidez en la toma de decisiones. Jack engulló el contenido de otra taza de café, y se apresuró a pedir a gritos la canoa.
A solas en la cabina comedor, Stephen pensó en el mensaje de sir Joseph. En él le pedía que fuera a Londres sin perder un solo minuto, y lo hacía con una parquedad de palabras desconocida en él. Joseph Blaine odiaba la prolijidad casi tanto como odiaba a Napoleón Bonaparte, pero la extremada sequedad del billete dejó perplejo a Stephen hasta que recordó lo sucedido tantas otras veces en el pasado, volvió la cuartilla del revés, y allí, en la esquina inferior izquierda, encontró el carácter
n
escrito a lápiz, tenue, lo cual podía obedecer a muchos significados. En este caso se refería al Comité, órgano compuesto por las principales figuras del servicio de Inteligencia y del Ministerio de Asuntos Exteriores, que lo habían enviado a Perú para impedir, o, mejor dicho, para adelantarse a los franceses en sus planes de granjearse las simpatías de los cabecillas del movimiento de independencia de España. Estaba claro que deseaban saber qué había logrado y, con toda probabilidad, esta prontitud suponía que experimentaban algunas dificultades a la hora de mostrar el asunto bajo una luz favorable, o incluso tolerable, ante sus aliados españoles. Repasó la larga e intrincada cadena de sucesos que conformarían su relato, y mientras lo hacía observó la estela de la fragata, estela que, considerándolo bien, había alcanzado una enorme longitud.
En ésas estaba cuando Tom Pullings, el capitán nominal del barco —nominal debido al incompetente plan de disfrazar la
Surprise
de barco corsario bajo el mando de un oficial sujeto a la media paga con tal de engañar a los españoles—, entró y exclamó:
—Ah, está usted ahí, doctor. ¡Qué noticias! No hará ni media ampolleta que el
Berenice
se puso en facha y picó la sonda, y la
Ringle
se abarloará directamente. ¡Killick, vamos, Killick! El doctor necesita su baúl, tan rápido como te sea posible.
Apenas salió por la puerta para encargarse de sus cosas, cuando Jack volvió a bordo trepando por la escala de popa.
—¡Ah, estás ahí, Stephen! —exclamó—. Heneage puso al pairo su nave y ha picado la sonda: arena blanca y pequeñas conchas. Todo está dispuesto a bordo de la goleta. ¡Eh, Killick. Venga, Killick. El baúl del doctor…!
—Aquí lo tiene, ¿o está ciego? —protestó Killick, indignado a juzgar por el tono de su voz—. Todo encordado y bien encordado: el camisón encima de todo; calzoncillos; camisa de batalla y los calzones que debe ponerse al entrar por South Foreland; camisa blanca y chaqueta para Londres, y un par decente de calzones negros; la mejor peluca plegada a mano derecha, en la esquina delantera. —Caminaba pisando fuerte, y uno podía oírle empujar el baúl de un lado a otro, al tiempo que gritaba a su compañero—: ¡Más brío ahí, Bill!