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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (19 page)

BOOK: El comodoro
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Stephen asintió.

—Pero, por desgracia, al parecer esta gente ha tenido acceso al documento en cuestión —continuó Blaine—, y se dice que podría no ser tan estanco, que si pudieran concretarse nuevas pruebas podrían prenderle a usted por traidor. Según parece, incluso a estas alturas pueden procurarse aún tales pruebas, en Dublín, donde aún hoy en día se arrastran criaturas como el infame Sirr, y procurarse a cambio de un precio no muy exorbitado.

Agitado como estaba, Blaine sacó un pañuelo del bolsillo, pañuelo en el que había envuelto un sobre arrugado y doblado por la mitad.

—Se me olvidaba —exclamó sosteniéndolo en alto—. Debí haberle enviado este sobre. Corresponde a la minuta que explícita la cantidad que se le ha de pagar a usted por el alquiler de la
Surprise
en este último viaje. El contable difiere en la suma de la primera página, que cree excesiva por dieciocho peniques, y observa que en el total ha omitido usted la suma acordada de diecisiete mil libras, más o menos, en concepto de alquiler, mantenimiento y reparaciones.

—Cómo confunde la existencia de uno el hecho de saberse capaz de olvidar, o incluso de desechar, diecisiete mil libras —dijo Stephen en voz baja.

Blaine no prestó atención a sus palabras y continuó:

—Pensándolo bien creo que he errado en mi exposición, pues creo haber dado la impresión de que toda esta información se encuentra en manos de Habachtsthal. No es así. Posee una idea general pero ignora los detalles. Y por mediación de dos fuentes he descubierto que la… ¿cómo llamarla?, la…
pandilla
no sólo se ha propuesto poner un alto precio a sus servicios, sino después chantajearlo por haberse procurado y haber usado su ayuda. La verdad, me trae al pairo qué pueda ser de él, aunque su final se me antoja que será bastante desagradable. No obstante, usted no me es indiferente, y debo decirle con una preocupación infinita que su proyecto más inmediato consiste en chantajearle a usted. Lamento decírselo, pero saben que es persona de posibles, y también conocen sus puntos débiles, aunque sólo sea en lo concerniente a Clarissa y a Padeen, y a que podrían apañárselas para lograr que los deportaran de nuevo a Nueva Gales del Sur. La información me llegó por dos fuentes distintas. No le sorprenderá saber que Pratt fue una de ellas, pero creo que la segunda sí le sorprenderá, pues se trata nada más y nada menos que de Lawrence, el consejero de Jack Aubrey en el asunto de la Bolsa. Se mostró tan cauteloso y discreto como cabía esperar, pero deduzco que Habachtsthal ha cobrado conciencia de que está mucho, mucho más involucrado en esta asociación con malhechores de lo que esperaba verse, que no va a poder satisfacerlos con la cifra estipulada de antemano, y que aunque el regente soberano de un estado alemán insignificante pueda despachar expeditivamente a todo aquel que le resulte incómodo en su propio terreno, aquí no tendrá las mismas facilidades. El muy estúpido se peleó con su propio abogado y ahora anda en busca de protección a diestro y siniestro. Y así, directa o indirectamente, es como Lawrence se ha enterado de lo que sucede. Es perfectamente consciente de la posición en que se encuentran Clarissa y Padeen. Entiende a la perfección que una larga demora a la hora de conceder un perdón que, de otro modo, debería haber sido rutinario, forma parte de una maniobra a largo plazo dirigida contra mi persona y, a través de mí, contra usted. Le ruega que tenga usted mucho cuidado.

—Siempre he sentido un gran respeto, estima y aprecio por la persona de Brendan Lawrence —confesó Stephen—, y le agradezco mucho su amabilidad. ¿No le habrá ofrecido a usted algún consejo al respecto?

—Así es, esta misma mañana he tenido oportunidad de entrevistarme con él. Sus consejos coinciden punto por punto con los del propio Pratt, quien vino a decirme que, este mismo lunes, un apoderado de tres al cuarto dispondrá finalmente de la documentación autentificada de Newgate para completar el expediente que aprueba la deportación de Clarissa. También coinciden con la mía, si le sirve a usted de algo.

—Le ruego que me haga saber qué opinión le merece todo este asunto, si es usted tan amable.

En pleno silencio, un arrendajo silbó desde la copa del árbol que tenían encima de su cabeza, un álamo blanco; echó un vistazo desde las alturas y al ver qué eran se alejó volando con un parloteo ronco.

—No sé si debo decírselo —dijo Blaine, que miró con fijeza a Stephen—. Me parece tan extravagante que podría tacharlo de romántico, de excesivo. Sin embargo, todos nosotros estamos de acuerdo en que debería huir usted de inmediato, llevándose a sus protegidos, así como todo el dinero que pueda reunir. En cuanto se presenten los cargos contra su persona, en cuanto los archivos de Newgate hayan recorrido el camino que los separa de los abogados empleados por Habachtsthal, y en cuanto éste haya firmado la denuncia que dará comienzo al proceso legal, se embargará su cuenta bancaria y no podrá tocarla. Creemos que debería usted esconderse y permanecer oculto al menos hasta que regrese el duque de Sussex, momento en que mi posición se verá sumamente reforzada, momento también en que el cariño que le tiene a usted se concretará en un perdón de lo más rutinario, pues su posición supera con mucho la de Habachtsthal.

Regresó el arrendajo, voló en círculos alrededor de la yegua y volvió a posarse en el árbol, gruñendo para sí durante un rato antes de alzar de nuevo el vuelo.

—Todo depende de Habachtsthal —dijo Blaine—. Si fuera eliminado no podría hacer ningún favor, y desaparecerían todas estas dudas acerca del perdón. En cuanto los concedan, los chantajistas no tendrán a qué agarrarse para hostigarle a usted. —Guardó silencio, pero su mirada dijo a espuertas todo lo que quería decir.

—Ciertamente —dijo Stephen—. Se trata de un enemigo de la misma talla que Ledward y que Wray, como algunos otros a los que he eliminado o he servido de vehículo para su eliminación sin cargo alguno de conciencia. Y al mismo tiempo se trata de un caso diferente, y con los compromisos que he adquirido con este país, no creo siquiera poder considerar semejante proceder.

—Supongo que no. Y no sabe cuánto lo lamento. En caso de desaparecer el de la Jarretera, todo se vendría abajo. Es el único y principal artífice. Si muriese, toda su sed de venganza y toda su influencia desaparecerían con él. Se trata de un caso de acusación particular, de modo que también desaparecería. No tenemos por qué esperar a Sussex. Debería insistir, quizás, en que se impusiese usted tantos miramientos y recurriese a su antiguo paciente el príncipe William. El departamento se libraría de un oponente peligroso, se libraría de una vez por todas. Sin embargo…, en lo que respecta al dinero, Lawrence cree que dispone usted de una suma importante en oro.

—Así es. La última vez que estuve en la ciudad me entrevisté con él, y después de considerar todo lo que me explicó acerca de las participaciones y las acciones, las anualidades y las propiedades, decidí depositarlo en los arcones pequeños en que vino desde España. Uno de los socios me los mostró, los tienen guardados en una cámara fuerte situada en el sótano de su casa en la City.

—¿Estaría usted dispuesto a firmar unos poderes dirigidos a algún candidato cuya confianza estaría garantizada por Lawrence y por mí, para poderlo guardar en lugar seguro?

—Sin duda.

—Así lo suponíamos, de modo que Lawrence redactó los poderes: aquí tiene una pluma y un tintero de bolsillo. El banco tardará muy poco en tenerlo todo preparado. Como sabrá, no hay un minuto que perder.

CAPÍTULO 5

—¿Por qué estoy tan nervioso? —se preguntó Stephen mientras cabalgaba hacia Portsmouth—. Mi mente cabalga desbocada sin un rumbo determinado, se me escapa. ¿Por qué, oh, por qué dejaría yo en el barco mi bolsa llena de hojas? Era la oportunidad perfecta para que demostraran sus poderes, tan superiores a los de la amapola, que proporcionan poco menos que una estúpida modorra. Claro que, en ocasiones, es preferible disfrutar de una estúpida modorra —reflexionó al recordar que Petersfield contaba con una botica donde, en tiempos, había comprado láudano—.
Vade retro
, Satanás —exclamó al tiempo que hacía un esfuerzo por mudar el pensamiento.

Las nubes se arremolinaban en lo alto, hacia el suroeste. Avanzaba la noche, tan temprana como siempre, y era casi seguro que traería lluvia. Había abandonado los caminos hacía tiempo, y ahora cabalgaba por la carretera que discurría entre Londres y Portsmouth, que abandonaría un poco antes de llegar a Petersfield. Los márgenes lisos facilitarían el viaje, y no podía desviarse del camino fácilmente. Tal y como había dicho sir Joseph con un amago de sonrisa, no había un minuto que perder.

Puesto que el estado anímico es algo que no sólo se contagia fácilmente de persona a persona, sino también de persona a perro, gato, caballo, y viceversa, parte de su alegría actual se la debía a
Lalla
, aunque la inusual e inquieta volatilidad de la yegua era debida a una causa que probablemente no podía ser más remota: la estación del año, su temperamento, y una miríada de diversos factores que le inspiraban la sensación de que nada sería más agradable que encontrarse con un estupendo ejemplar de caballo. Daba brincos a medida que cabalgaba, a veces danzaba hacia un lado, a veces movía la cabeza. Su actitud era más que evidente para otros miembros de su raza, y los pobres y desgraciados castrados elevaban la mirada al cielo, mientras que el único potro junto al que pasaron corrió como un poseso de un lado a otro del prado, relinchando. Por otro lado, un asno pretencioso profirió un relincho de pena que los siguió más allá del cultivo, hasta el margen de un árido ejido donde una amplia vereda se unía al camino por el que cabalgaba, pues ambas discurrían hasta fundirse, junto a las horcas, en una carretera. Complacida por su éxito,
Lalla
gruñó, arqueó el cuello y corcovó hasta tal punto que Stephen gritó:

—Basta, basta. Quieta. Vamos,
Lalla
, por el amor de Dios. —Y tiró de las riendas con fuerza para obligar a la yegua a detener su andar al pie de las horcas, siempre lugar de paso obligado para cualquier persona interesada en la anatomía, incluso para alguien tan preocupado como Maturin.

Este lugar de mal agüero en un cruce de caminos, rodeado de maleza a ambos lados, perfecto para una emboscada, había sido escogido para la exhibición de terribles ejemplos. Sin embargo, no parecían tener un efecto muy disuasorio, pues al parecer habían tenido que renovarlos con tal regularidad que las dos parejas de cuervos de Selborne Hanger lo visitaban dos veces por semana para disfrutar de carne fresca. A esas alturas la luz era demasiado escasa para que Stephen pudiera hacer alguna observación interesante; no obstante, por el rabillo del ojo percibió un movimiento en la aulaga. Quizá fuera una cabra, pues había visto varias de camino. Lamentó no tener a mano la precisa pistola de largo cañón giratorio, obsequio de un agente de inteligencia francés, que solía llevar encima cuando viajaba de noche.

Espoleó a
Lalla
, pero ésta apenas había franqueado el punto exacto en que ambos caminos se fundían cuando oyó un estampido de cascos a su espalda. Cuando montaba a
Lalla
, Stephen no llevaba espuelas ni fusta, de modo que la conminó a apretar el paso apretando las rodillas, los talones y toda la fuerza moral que pudo ejercer, pese a todo lo cual la yegua no pareció darse por enterada, y apenas avanzó al galope. Los cascos de sus perseguidores se acercaron más y más: habían llegado a su altura y los rodeaban por ambos lados. Era una panda de castrados sin jinete, que se comían con los ojos a la yegua, además de otros potrancos y caballos de granja procedentes de los ejidos, tal y como
Lalla
sabía obviamente desde un principio.

—Pese a todo —dijo Stephen cuando la verja se cerró tras ellos y se encontraron trotando por la carretera de Portsmouth—, hay un armero en Petersfield, y creo que compraré un par de pistolas de bolsillo.

Se detuvieron en el Royal Oak, donde Stephen descubrió que no sólo había olvidado el arma de Duhamel, sino también su propio dinero, aunque fue gracias al hecho de descubrir por casualidad una moneda de siete chelines que había guardado en un bolsillo, como una curiosidad, que se ahorró una situación embarazosa y, quizás, una experiencia desagradable.

—El mensaje de Joseph proyecta su propia sombra —reflexionó—. Pues claro que sí: rara vez me he permitido el lujo de bajar la guardia de esta manera.

Cabalgó bajo una lluvia incesante, y volvió a pensar en Duhamel, un agente que, infrautilizado y quizás a punto de ser sacrificado por su propio gobierno, había cambiado de bando y había proporcionado a Stephen pruebas de la traición de Wray y Ledward. De Duhamel, por quien había sentido un afecto sincero, pasó a recordar a otros agentes, deteniéndose especialmente en un hombre al que llamaban McAnon, un normando de Vauville de buena posición que acostumbraba a infiltrarse hasta Alderney para visitar a una esposa extraoficial, y que, al igual que otros hombres sorprendidos en idéntica y frágil postura, había cambiado de bando, tanto más sencillo puesto que despreciaba a Bonaparte con un odio personal y exacerbado, propio de un vulgar rebelde italiano y de alguien a quien habían rechazado una propuesta para la mejora del sistema de señales telegráficas. McAnon, que ocupaba un puesto de responsabilidad en el departamento de comunicaciones, les había proporcionado algunas previsiones de largo alcance que resultaron de lo más precisas. Era él quien aguardaba el momento de que Jack Aubrey abriera las órdenes secretas cuando alcanzara la latitud y longitud adecuadas. En estas órdenes se le informaba de que una escuadra francesa de fuerza más o menos equivalente, acompañada por buques de pertrechos, se reuniría en Lorient en una fecha determinada, y que con la ayuda de tres distracciones individuales se haría a la mar lo más cerca posible de la luna llena. La intención del comandante francés consistía en poner proa a las Antillas con tal de eludir posibles observadores, para a continuación arrumbar a la costa suroeste de Irlanda, donde desembarcaría a sus tropas en la costa del río Kenmare o de la bahía Bantry, según se sirvieran a comportarse tanto las actividades de la Armada real como el tiempo.

McAnon era un hombre valioso donde los hubiera, aunque, como había dicho Blaine, su ascendiente con él era ahora menos firme, ya que la esposa extraoficial se había aficionado a llevar rulos en pleno día, y a adoptar la voz de una niña pequeña cuando abría la boca. Aun así era probable que el desprecio que sentía por el régimen imperial, su disfrute del peligroso juego y la amistad que lo unía al hombre que trataba con él lo mantuvieran en activo y en posición de dar información fiable. Pero era muy difícil saberlo a ciencia cierta. El otro bando contaba con otros hombres muy inteligentes, aficionados a envenenar los brotes de inteligencia: se acordó de Abel, un aliado devoto y completamente altruista de París, cuyo jefe le había permitido «por accidente» ver el plan de ataque del almirante Duclerc sobre un convoy del Báltico, y que poco antes de su muerte había enviado los pormenores con toda su buena fe. Como conocía tan bien al agente en cuestión, el segundo de Blaine, pues éste se encontraba entonces en Portugal, había actuado de inmediato: para su sorpresa los barcos adicionales despachados para proteger a los mercantes se encontraron fuertemente superados en número. El convoy sufrió terribles maltratos, se apresó un bergantín armado, se destruyó una corbeta, y la
Melampus
, fragata de su majestad, tan sólo logró salvarse debido al descenso de una bruma providencial, aunque con muchas bajas, incluida la del capitán, que era amigo de Jack, la pérdida de dos masteleros y graves destrozos en el casco.

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