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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (11 page)

BOOK: El comodoro
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—Papá. Oh, señor. Ha llegado el uniforme. En el carro de Jennings.

—Gracias, George —dijo su padre—. Jennings siempre es muy puntual. Me encantan las personas que son capaces de respetar la puntualidad. Coge este estribo, ¿quieres? —Había pasado en casa el tiempo suficiente para que sus hijos volvieran a acostumbrarse a su presencia. Irrumpieron las hijas por la puerta sin observar la menor ceremonia, y repitieron la noticia con mayor vehemencia y riqueza de matices, como si saber quién había visto el carro por primera vez, a qué distancia, el color del caballo y de los paquetes, su número y formas hiciera que las noticias recuperasen parte de su frescura.

—Sí, queridas mías —dijo Jack sonriendo: eran un par de marimachos, estaban a medio camino entre la infancia y la adolescencia, casi eran bonitas y, a veces, podían moverse con la elegancia de una yegua—. Me lo acaba de decir George. Abrocha esa hebilla de ahí.

Jack seguía impertérrito.

—Bueno, ¿y no piensa probárselo? —exclamó Charlotte con cierta indignación—. Mamá estaba convencida de que vendría usted a probárselo.

—No hay ninguna necesidad. Todo estaba en orden cuando me lo probé por última vez para ajustado, excepto algunos botones que era necesario cambiar, y las charreteras. Ya me acercaré cuando George y yo acabemos con este sobrecincho.

—En ese caso, ¿podríamos, por favor, abrir la caja de las charreteras? Nunca hemos visto de cerca la charretera de un almirante. La señorita O'Hara dice que no debemos tocarlas bajo ningún pretexto, a menos que nos dé usted su permiso; y mamá ha ido a dar de comer a la abuelita y a la señora Morris.

—Oh, papá, ¿no vendría aunque fuera para ponerse la capa del uniforme de diario?

—Por favor, señor —rogó George—, por favor, ¿puedo volver a ver el sable del uniforme de gala? Supongo que llevará usted el sable del uniforme de gala cuando vista el uniforme de gala, eso lo doy por hecho.

Jack subió la escalerilla que tenía a su izquierda para coger una lezna y una madeja de hilo de bramante.

—Bueno, condenado George —murmuró Fanny, observando los rasguños producidos por las espinas de las grosellas—, las pagarás si la señorita O'Hara te ve así. Ponte ahí, que te adecentaré con mi pañuelo.

—Mamá se llevará una decepción tremenda si no se prueba el vestido, señor —dijo Charlotte mientras dirigía su vozarrón al altillo.

* * *

Para cuando Sophie volvió con su madre y la señora Morris, Jack se encontraba en la sala azul, que disponía de un vestidor al que sólo se podía acceder desde esa habitación; en este vestidor, Killick, con el brillo del fanatismo en su mirada, y sin esperar el permiso de nadie, había desplegado el contenido de todos los paquetes del sastre. Aunque en su fuero interno era tan sucio, dejado y campechano como fuera posible serlo en la Armada, se regocijaba en la ceremonia —probablemente, con vistas a un festín, habría sido capaz de quedarse a pulir la plata hasta las tres de la mañana— e incluso más ante un bonito uniforme. Al menos Jack había correspondido a la primera de estas pasiones, puesto que poseía un montón de plata y, en una ocasión, quienes hacían el comercio con las Indias Occidentales le habían obsequiado con un magnífico festín; pero hasta el momento siempre se había revelado como una auténtica decepción en cuanto a lo segundo, pues Killick había remendado calzones y capas viejas, que luego había vuelto del revés cuando se veían gastados. Claro que durante buena parte del tiempo que hacía que Killick servía al señor Aubrey, éste había sido extraordinariamente pobre e incluso había pasado largas temporadas acosado por las deudas.

Sin embargo, la situación había dado ahora un giro completo: finísimos bordados en todas direcciones; una increíble abundancia de galones de oro; solapas blancas; un nuevo botón con la corona encima de un ancla encepada, todo ello brillante como el sol; sombreros de tres picos; diversas espadas magníficas, y un sable sencillo y pesado para el abordaje; cinturones de tafilete azul; una estrella en la vistosa charretera de oro, cuyo puente era de plata mate; chaleco y calzones de paño blanco; medias blancas de seda; zapatos negros con hebillas de plata…

Después de superar la fase en la que se probó el uniforme de diario, que también era espléndido, Jack abandonó el vestidor envuelto en la gloriosa aureola del Almirantazgo, con el pelo empolvado, la medalla del Nilo refulgiendo prendida del pecho y adornado el sombrero engalanado con el colgante de diamantes que le había dado el Gran Turco, cuya pieza central en forma de corazón titilaba con cualquier tipo de luz.

—He aquí la reina de Mayo —dijo.

—¡Oh, magnífico! —exclamaron las señoras; e incluso la señora Williams y su amiga, que habían permanecido sentadas mordiéndose los labios pues se habían declarado en contra de semejante dispendio, estaban que se derretían, y añadieron—: Glorioso, soberbio. Soberbio. Soberbio.

—¡Hurra, hurra! —gritó George—. ¡Oh, qué no daría por ser almirante!

—Cómo me gustaría que Helen Needlam pudiera verlo —dijo Charlotte—. Tendría que poner punto y final a su parloteo incesante sobre el general y sus plumas.

—Fan —dijo Sophie al tiempo que volvía a colocar la capa de su marido, y planchaba con la mano los flequillos de oro de una de las charreteras—, ve a preguntarle a la señorita O'Hara si le gustaría venir a verlo.

El reloj del comedor dio la hora, seguido por otros situados a diversas alturas de la casa, el último de los cuales era el lento y ronco carillón del establo.

—Por Dios santo —exclamó Jack quitándose la capa y volviendo a refugiarse en el interior del vestidor—. El capitán Hervey no tardará nada en llegar.

—¡Pero no lo arrojes al suelo! —protestó Sophie—. Y por favor, te lo ruego: cuida bien de estas medias cuando te las quites. Killick, oblíguelo a quitarse las medias por la cinta.

Los hombres se marcharon, bajando a toda prisa y con gran estruendo por las escaleras: Jack, vestido como un caballero cualquiera propietario de una hacienda, en lugar de ser un pavón de marino; Killick con su habitual facha, flaco y arisco como un cazarratas de permiso. Las señoras aprovecharon para adentrarse en el tocador de Sophie. La señora Williams y su amiga se sentaron juntas en un elegante canapé de satén de las Indias, con corazones entrelazados en el respaldo, y Sophie tomó asiento en una butaca rinconera que estaba al lado de una cesta de calzones por zurcir.

Llamó al servicio para pedir el té, pero antes de que lo sirvieran su madre y la señora Morris habían recuperado su habitual expresión de censura.

—¿Qué es todo esto que hemos oído acerca de esas prendas tan caras que forman parte del uniforme de un almirante? Supongo que el señor Aubrey no será tan indiscreto e irreflexivo como para ascender a un empleo superior al suyo, al empleo de almirante, nada más y nada menos. —Siempre que mencionaba la autoridad, la señora Williams adquiría una expresión pía y respetuosa, pero antes de que desapareciera interrumpió el alegato de Sophie con las siguientes palabras—: Recuerdo que hace mucho, mucho tiempo, se hacía llamar capitán cuando sólo era comandante.

—Mamá —protestó Sophie en un tono de voz más elevado de lo que era habitual en ella—. Creo que te equivocas: en la marina siempre llamamos a un comandante capitán, por una cuestión de cortesía; mientras que un comodoro de primera clase, lo que equivale a decir un comodoro con un capitán bajo su mando, un capitán de navío que en este caso es el señor Pullings…

—Sí, sí, el bueno del señor Pullings —dijo la señora Williams con una sonrisa condescendiente.

—… tiene la obligación, no sólo por respeto sino por dictarlo así las ordenanzas del Almirantazgo, de vestir uniforme de contraalmirante. Aquí está, —dijo
sotto voce
cuando llegó el té, pero lo bastante alto como para que pudieran oírla.

Incluso en Ashgrove, una casa razonablemente bien gobernada, donde había arraigado la tradición y se respetaba el orden y la puntualidad, el té acarreaba cierto trastorno; no obstante, al cabo de un rato las mujeres mayores se quedaron más tranquilas, concentradas en la tarea de deshacer el azúcar, y Sophie estaba a punto de hacer un comentario cuando la señora Williams, con esa presciencia que a menudo encuentra uno en las madres, la interrumpió al preguntar:

—¿Y qué es todo eso de unas indagaciones que se llevan a cabo en el pueblo al respecto de Barham Down?

—No sé a qué te refieres, mamá.

—Briggs se ha enterado de que un hombre entró en la taberna y preguntó por Barham Down y por quienes vivían allí, un hombre que parecía el escribiente de un abogado. Y puesto que tenía que ir allí por un asunto relacionado con el veneno para las ratas, preguntó al respecto al tabernero. Según parece, la mayor parte de las preguntas versaban sobre la señora Oakes, no sobre Diana. No era cuestión de recoger pruebas para una conversación criminal o un divorcio con Diana como parte culpable, tal y como yo había pensado, sino que tenía algo que ver con la señora Oakes: deudas, no me cabe la menor duda. Pero también cabe la posibilidad de que el señor Wilson, el mayoral, tuviera esposa en alguna parte y…

Sophie había sido criada con tal mojigatería que en primer lugar no tenía una idea concreta de cómo se hacían los niños, y, en segundo, no sabía cómo nacían, hasta que lo experimentó con evidente sorpresa en sus carnes; y uno de los cambios experimentados por su madre que más la sorprendían era este intenso, casi obsesivo y a menudo singularmente específico interés (un interés matizado por la desaprobación, por supuesto) acerca de quién iba, o quería ir, a la cama con quién, interés compartido sin reservas por la señora Morris, de tal modo que ambas repasaban los detalles de crímenes y presos durante una hora o más. En esto pensaba cuando oyó decir a su madre:

—Así que, por supuesto, tomé prestado el calesín y Briggs condujo todo el camino por esa carretera pedregosa y empinada que conduce a Barham. Después de llamar a la puerta me dijo que no estaba presentable, pero insistí y respondí que quería ver a la niña, que después de todo era mi nieta, sangre de mi sangre. De modo que me dejó entrar. Me pareció que iba muy bien vestida para ser la viuda de un simple teniente, y que su sombrero era
outré
: creo que alberga ciertas pretensiones respecto a su aspecto. En fin. Le pregunté a fondo, de eso puedes estar segura: ¿cuál era su apellido de soltera? ¿Para quién trabajaba en Nueva Gales del Sur? ¿Enseñaba a tocar el arpa? Tenía que ser el arpa. ¿Dónde tuvo lugar su curiosa, por no decir «presunta», boda? Se mostró esquiva, me dio respuestas breves e insatisfactorias, y cuando así se lo dije confiaba en que se mostraría más sincera conmigo, pero te aseguro que en lugar de ello me echó de la casa. Sin embargo, no estaba dispuesta a permitir que una muchacha enclenque a la que en ninguna parte pagarían más de cincuenta libras al año, como mucho, me echara de la casa, así que le dije que volvería. Resulta que, estando ausente Diana, no tengo derecho a supervisar la educación y bienestar de la niña. Si existe una relación indeseable en esa casa, ella tendrá que irse. Hablaré con mi agente, y le diré que…

—Olvidas, mamá —interrumpió Sophie cuando su madre dejó de hablar—, olvidas que el doctor Maturin es el tutor legal de su propia hija.

—El doctor Maturin, el doctor Maturin, bah, bah, hoy aquí, mañana allí: al menos hace seis semanas que no sabemos nada de él. De esa forma no puede procurar el bienestar de su hija —dijo la señora Williams—. Yo misma me nombraré su tutora.

—Llegará mañana por la tarde —dijo Sophie—. Su dormitorio está preparado, pues dormirá aquí y no en Barham para poder estar más cerca de la escuadra durante estos últimos días tan importantes.

* * *

Stephen cabalgó hacia Ashgrove Cottage, sombrío después del largo e inútil viaje que había realizado al norte, sombrío por haberse detenido en Barham, donde tuvo ocasión de enterarse de la vileza de la señora Williams. No obstante, tanto pesimismo se veía horadado aquí y allá por un rayo reluciente como la esperanza. En una pequeña estancia cuadrada en el piso superior de Barham, desde cuya ventana se veían los establos, ahora casi vacíos, Diana había guardado un montón de papeles y especímenes: era una estancia seca, donde se preservarían intactos. Al otro extremo del pasillo había una habitación, a veces conocida como cuarto de los niños, donde había unas cuantas muñecas sin usar, un caballito de madera, aros, pelotas grandes de colores y demás; y al sentarse para arreglar los papeles, hojas y hojas de una
Hortus siccus
que recogió en las Indias Orientales y que envió a casa desde Sidney, oyó la voz de Padeen proveniente del pasillo.

Cuando Padeen hablaba en irlandés tartamudeaba mucho menos, y apenas lo hacía a menos que estuviera nervioso, y en ese momento su habla fluía como el agua de un río:

—Mucho mejor, bendita sea la buena clavija… Un pelín más alto… Oh, el ladrón negro, que ha faltado al remo, eso hacen cuatro; ahora el quinto, glorioso san Kevin, yo mismo tengo aquí al quinto…

Aquello era de lo más normal. A menudo Padeen hablaba solo cuando arrojaba los dados, las tabas o zurcía la red. Stephen no prestaba la suficiente atención a aquel ruido hogareño y agradable, pero de pronto dio un respingo. El papel resbaló de entre sus dedos. Era como si hubiera oído una vocecilla infantil exclamar «¡Doce!» o algo muy parecido. Doce en irlandés, por supuesto. Se levantó de la silla con toda la precaución del mundo y entornó un poco la puerta, colocando un libro a cada lado para impedir que pudiera cerrarse.

—Qué vergüenza, bichito, cariño —dijo Padeen—, debes decir
a dó dhéag
. Escucha, dulzura, escúchalo otra vez, ¿lo harás?
A haon, a dó, a trí, a ceathir, a cúig, a sé, a seacht, a hocht, a naoi, a deich, a haon déag, a do dhéag
, con ese sonido parecido al yia yia. Bueno, vamos allá,
a haon, a dó…

—A haon, a dó…
—repitió la voz pequeña y aguda hasta llegar al «a dó dhéag» que pronunció precisamente con el acento de Padeen, característico del condado de Munster.

—Cosita mía, que Dios, María y san Patricio te bendigan —celebró Padeen dándole un beso—. Ahora te dejaré arrojar el aro al cuarto, con lo cual tendremos doce en total, puesto que ocho y cuatro serán doce por siempre jamás.

La campana que llamaba a la cena resonó en el oído atento de Stephen, con un resultado muy particular, casi galvánico. Dispersó su línea de pensamientos de forma extraña, y aún no se había recuperado del todo cuando el suelo del pasillo crujió bajo el peso de Padeen: era un grandullón, alto como una torre, aunque no tan ancho de espaldas quizá como Jack Aubrey. Estaba claro que llevaba a la niña, pues les oyó hablar mediante murmullos susurrados al oído.

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