El comodoro (5 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
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—Respecto a mis colecciones… —dijo Stephen, refiriéndose a los barriles y cajas que llevaba en la bodega del barco y que contenían innumerables especímenes, propiedad de un apasionado filósofo naturalista cuyos intereses abarcaban desde los criptogramas hasta los grandes mamíferos, pasando por insectos, reptiles y aves (sobre todo por las aves), y que había recorrido miles de millares de millas—, te las confío por entero. Ah, qué no se me olviden las niñas. Según creo, Jemmy Ducks tiene esposa en el pueblo.

—Tiene el equivalente, o al menos lo tenía cuando se hizo a la mar. Espero que no creas que Sarah y Emily repararán en la diferencia. Sea como fuere, me encargaré de estibarlas bien hasta que regreses, porque doy por hecho que volverás.

—Ciertamente. Tomaré una silla de posta en cuanto tenga ocasión. Lamentaría mucho que permitieras que se echase a perder mi colimbo del Titicaca.

—Ya tenemos la goleta por el costado, si es tan amable, señor —informó Bonden, timonel de Jack y viejo amigo de ambos, a quien Stephen había enseñado a leer.

—Y Jack, te ruego que saludes afectuosamente a Diana de mi parte; asegúrale que de haber podido escoger…

—Vamos, señor, si es tan amable —urgió Tom Pullings—. La goleta está arrimada al costado, y no se imagina usted cómo golpea contra nuestro casco con este maretón cruzado que tenemos hoy.

* * *

Lograron que llegara a salvo a bordo de la otra embarcación, seco e incólume, aunque un poco falto de aliento después de haber saltado, pese a las advertencias de media tripulación, cuando la goleta se encaramaba a la cresta de la ola. No había subido antes, cuando era el barco de pertrechos del
Berenice
, puesto que si bien contemplaba la goleta de vez en cuando con cierto interés, en todas aquellas ocasiones en que los barcos estaban encalmados, su propio esquife pintado de verde era infinitamente más adecuado para desplazarse y explorar la superficie inmediata del océano y las modestas profundidades que estaban al alcance de su red. Encontró el zarandeo mucho más brusco que el de la
Surprise
, seis o siete veces más violento, y se dirigió cuidadosamente a la popa por babor, hacia los obenques de mayor, donde tenía la impresión de no molestar a nadie y pudo apoyarse en la yunta situada hacia la popa. Entretanto, a proa, los marineros habían acuartelado el foque de tal modo que la proa de la
Ringle
pudiera arribar. Al cabo de un momento largaron el trinquete, y después la mayor. Cazaron las escotas a babor, y la embarcación escoró a sotavento, andando más y más deprisa. Stephen se aferró como pudo. Sentía un extraño arrebato. Quiso sacar el pañuelo del bolsillo para saludar a sus amigos, pero antes de que pudiera hacerlo sin caer en cubierta, la goleta pasó de largo junto al
Berenice
, que parecía inmóvil en el mar, aunque su proa levantaba un buen oleaje e iba cubierto de una respetable cantidad de lona.

Heneage Dundas se quitó el sombrero y gritó algo, amable y alegre sin duda, pero en cualquier caso sus palabras se las llevó el viento. Stephen levantó a su vez la mano para saludarlo, arriesgado ademán puesto que se vio arrastrado desde el lugar al que se había cogido y acabó topando, por fortuna, con el musculoso Barret Bonden, que estaba en la caña del timón, ya que la goleta carecía de rueda. Sin permitir que la
Ringle
se desviara del rumbo, Bonden agarró al doctor con la mano izquierda y se lo pasó a Joe Plaice, que lo ató a la groera del timón, aunque de modo que Stephen pudiera disponer de cierta libertad de movimiento.

Allí tuvo ocasión de recuperarse, y no tardó en colocarse con cierta comodidad, con la mirada vuelta hacia la popa. Se llevó una sorpresa al darse cuenta de que el
Berenice
y la
Surprise
ya se habían alejado mucho de la goleta. Veía a los del castillo de proa como figuras lejanas que empequeñecían más y más a medida que las observaba, individuos irreconocibles a excepción de Davies,
El Torpe
, que lucía un chaleco rojo. A esas alturas la
Ringle
había mareado el velacho, pues, después de todo, era una goleta de gavias, y con el viento a un largo por más de dos cuartas logró andar con ánimo para regocijo de todos los marineros que iban a bordo. Dos cuartas para la goleta, aunque era capaz de arrimarse a menos de cinco cuartas del ojo del viento, mientras que un buque tan marinero como lo era la
Surprise
, de aparejo redondo, como mucho llegaba a las seis cuartas, y por su parte el torpe
Berenice
apenas lograba mantenerse a siete, y eso, claro está, a cambio de abatir como un cerdo.

De hecho, los dos barcos lejanos se encontraban hundidos en el seno del oleaje, excepto cuando se encaramaban a la cresta, y se recortaban blancos sobre el gris oscuro de las nubes. Stephen los vio virar y arrumbar hacia Ouessant, y hacerse aún más pequeños, puesto que a menos que el viento rolara más, los barcos, al igual que la
Ringle
, estaban condenados a bolinear y a dar una bordada tras otra. Los observó con una curiosa mezcla de sentimientos. Al
Berenice
lo tenía por un barco amable, un lugar donde había pasado más de una agradable velada en compañía de Jack, Dundas y Kearney, el primer teniente, jugando encarnizada pero educadamente al
whist, o
simplemente asistiendo a discusiones pacíficas sobre puertos, costumbres locales y pertrechos navales, desde la China a Perú, extraídas de la experiencia personal de cada uno. Sin embargo, la
Surprise
había sido su hogar por más tiempo del que podía recordar fácilmente. Había pasado momentos en tierra y momentos en otros barcos, pero probablemente había vivido allí más tiempo que en cualquier otra morada que pudiera recordar. Stephen Maturin había llevado una vida errante y sin ataduras.

* * *

Transcurrieron tres días hasta que cedió el viento al rolar en dirección oeste, e incluso suroeste, viento perfecto para quienes arrumbaban Canal arriba. Aquel día se separaron por fin la
Surprise
y el
Berenice
durante la guardia de tarde, al llegar a la altura de Shelmerston. Todos a bordo de ambos barcos se despidieron unos de otros agitando el sombrero y lanzando vítores con toda la buena gana de la que fueron capaces.

La
Surprise
, arreglada y recién pintada, puso proa rumbo oeste con las juanetes largadas: un bello espectáculo. Toda la dotación, incluidos quienes estaban de guardia en cubierta, se había ataviado para el permiso con toda la pulcritud y el aseo que podían permitirse después de una ausencia tan larga: brillantes chaquetas azules con botones de bronce, pantalones blancos de dril, camisas con bordados, escarpines adornados con lazos y pañuelos de Barcelona alrededor del cuello. El recuento exacto del reparto del botín obtenido durante la etapa de corso del viaje, proceso prolongado y meticuloso donde los haya, había llevado toda la mañana. Se llevó a cabo con una seriedad tal que parecía un juicio supervisado por todos los oficiales de guerra, todos los oficiales de cargo y los representantes de las cuatro partes del barco. La cantidad que correspondía cobrar a cada marinero ascendía a un total de trescientas sesenta y cuatro libras, seis chelines y ocho peniques, e incluso las niñas, que por consenso general se decidió que compartieran la mitad de una parte, tenían más piezas de a ocho de las que podían contar sin dificultades, pues según su peso oscilaban entre los cuatro y los seis peniques. Se condujo la pomposa ceremonia con sobriedad, pero ahora el grog y la comida habían hecho su parte, habían arrastrado consigo toda solemnidad, y muchos marineros vagabundeaban por cubierta, agitando los bolsillos llenos y riendo de puro regocijo, mientras el barco avanzaba con el reflujo de la marea, rumbo a una costa que conocían a la perfección.

Tuvieron que cuidar la andadura mucho antes de acceder a puerto, y pairearon del anclote con las gavias cargadas hasta que hubo agua suficiente en la barra para permitir la entrada sin sufrir un solo rasguño de aquella fragata cargada hasta los topes. Entonces la gente se alineó a lo largo del costado, con la mirada puesta en tierra. Más de la mitad de los marineros de la dotación pertenecían a Shelmerston, y en ese momento señalaban todos los cambios habidos y por haber, así como todo aquello que no había cambiado en absoluto, tal y como hacían siempre que llegaban a puerto.

Algunos de los escasos anglicanos que iban a bordo dijeron a gritos que la veleta de la iglesia de su parroquia, un tiburón de mimbre, tenía una cola nueva; quizás hubiera desaparecido para siempre el chirrido que hacía. Había quienes se sentían reconfortados ante la visión de la baja y cuadrada torre, cuya severidad normanda se había visto dulcificada después de centenares de años de lluvias y vendavales del suroeste; pero no había ningún cambio apreciable a simple vista. La mayor parte de quienes vivían allí pertenecían a una u otra de las sectas inconformistas que abundaban en la zona, y entre éstas, los fieles de Seth eran los más ricos e influyentes. Su mayor satisfacción la constituía la alta capilla que tenían, cuyo mármol blanco, decorado con lustrosas incrustaciones de bronce bruñido, reflejaba en ese momento la luz del sol que refulgía a través de un hueco que dejaban las nubes cargadas de lluvia. Se había beneficiado mucho de un anterior viaje en el que el capitán Aubrey capturó, entre otras presas, un barco con la bodega a rebosar de enormes pellejos de cuero llenos de mercurio, y, sin saberlo, estaba a punto de beneficiarse también de esta aventura, más próspera si cabe.

Pero aún no se había decidido qué clase de esplendor derivaría del botín, aunque al observar con atención el pueblo hubo alguien que mencionó la posibilidad de un chapitel. Un anabaptista, situado más o menos a una yarda de ellos, uno de los pocos marineros cuyos problemas de digestión lo volvían malhumorado después de comer, manifestó su opinión de que los chapiteles apestaban a papismo. Pese a la alegría que reinaba a bordo, esto habría podido conducir a cierta diferencia de opiniones si William Burrowes, un veterano marinero del castillo de proa dotado de una gran autoridad, con un vozarrón que recordó a todos los presentes el tono apropiado que debía observarse en las grandes ocasiones, no hubiera exclamado:

—¡Ahí está la velería del viejo Sandby tan condenadamente fea como siempre, con ese enorme alero del diablo y sin perigallo que valga!

Este comentario condujo a una enumeración general de las casas, las tiendas y las fondas que no habían sufrido cambios; pese a todo, el sentimiento exultante decayó poco a poco. Se extendió entre los hombres cierta inquietud. Después de todo, no habían visto entrar o salir un alma del Crown, lo cual podía considerarse contra natura; todos los barcos de pesca estaban fondeados en línea; nadie había acudido a observar su llegada desde la playa, a pesar de que, quien dispusiera de un catalejo —y había cientos de catalejos en Shelmerston—, no sólo hubiera podido reconocer el barco, sino apreciar el candil de plata arrebatado a un pirata del Gran Mar del Sur, izado en el tope del mastelero mayor. ¿Qué sucedía? La inquietud se extendió lentamente, aunque fueron muchos los que no hicieron caso, pero cuando el patán y tontorrón de Harris señaló que le recordaba a la isla Sweeting, en el Pacífico, cuyos habitantes habían muerto de pronto, quedando tan sólo Sarah y Emily los demás se volvieron hacia él dando muestras de una ferocidad sorprendente, armados con toda suerte de sugerencias: «Podía haberse callado el comentario», «podía arrojarse al río con una bala atada a los pies», o, en una frase común entre gentes de mar, «podía irse a tomar por el culo» y llevarse consigo su feo cuerpo carcomido por la sífilis y su cara, que parecía un coy enemistado con el jabón.

—¡Gente al cabrestante! —voceó Jack cuando empezaron a caer las primeras gotas.

Cobraron el anclote sin esfuerzo alguno, pues los marineros atestaron las barras del cabrestante y las empujaron con una fuerza increíble. En cuanto el ancla reposó en el pescante, la marea empujó la proa del barco hacia el interior. Cargaron las juanetes y se deslizaron suavemente sobre la barra con una braza de sobras. Y al entrar, un hombre anciano, muy anciano, con el rostro cubierto por una venda que se había quitado a fuerza de tirar de ella, se acercó al barco seguido por un muchacho que asomaba tras su hombro.

—¿Qué barco anda? —saludó el viejo con voz aguda y chirriante y una mano en el oído.

—La
Surprise
—replicó Jack ante el silencio generalizado.

—¿De dónde son?

—De Shelmerston, venimos de Fayal.

Surprise
. De acuerdo,
Surprise —
dijo el hombre muy anciano al tiempo que asentía—. ¿Llevan a bordo a un joven llamado John Somers?

Un silencio sepulcral se extendió en cubierta. John Somers se había ahogado frente al cabo de Hornos.

—Habla, joven Somers —ordenó Jack en voz baja.

—Abuelo —dijo el hermano de John—. Soy William. John… John se reunió con el Señor. Soy su hermano pequeño, abuelo.

—¿William? ¿William? Sí. Te conozco —respondió el anciano con escasa o ninguna emoción.

—¿Cómo anda mamá? —preguntó William.

—Muerta y enterrada hace más de un año.

—Soltad el ancla —ordenó Jack Aubrey.

Mientras se hacía franco el barco y se izaban los botes por la borda, alguien preguntó quién era el muchacho que acompañaba al anciano.

—Art Compton —respondió.

—Entonces tú eres mi sobrino —exclamó Peter Wills—. He traído un papagayo parlanchín para Alice. ¿Cómo va todo en casa? ¿Y dónde anda todo el mundo?

—Están bastante bien, tío Peter. Han ido a Worsley a ver cómo ahorcaban a Jack Singleton y a sus compañeros. Me dejaron aquí para cuidar del primo Somers. Nos lo jugamos a suertes.

—Arría el cúter rojo —ordenó Jack, que procedió a continuación a dar las voces oportunas para que colgaran y arriaran todas y cada una de las embarcaciones auxiliares de la fragata. Bogaron hacia la costa bajo una lluvia que caía cada vez con más fuerza, y Jack se fue derecho al Crown, llevando de la mano a las dos niñas. Al llegar, golpeó la puerta hasta que un decrépito mozo de cuadra se avino a abrirle.

Despejó la lluvia antes de ponerse el sol, y tras el regreso de toda la gente y las prostitutas de Shelmerston que habían asistido al ahorcamiento —siete hombres y un crío en una horca, espectáculo que atrajo la atención de todo el condado—, la modesta población se volvió mucho más alegre pese a las nuevas de más muertes, de algunos alumbramientos inesperados y otras francas deserciones. Y hubo más alegría al son del violín en la mayoría de fondas y tabernas antes de que la tripulación se dispersara de casa en casa, de granja en granja, con los baúles repletos de maravillosos regalos.

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