—Discúlpeme, señor, si me veo en la obligación de interrumpirle a usted en este punto —dijo Stephen—. Pero mucho me temo que debo haberme expresado mal. El barco en cuestión en el que estaba embarcado por entonces era la
Nutmeg of Consolation
, no mi
Surprise
, con la cual nos reunimos frente al pasaje de Salibabu, y en la que navegamos rumbo al Perú. La
Nutmeg
nos la proporcionó el gobernador de Java para reemplazar a la fragata
Diane
, a bordo de la cual el difunto señor Fox y yo tuvimos la alegría de concluir un tratado con el sultán de Pulo Prabang. —Se produjo un murmullo de aprobación al decir esto, y el señor Preston dedicó a Stephen una mirada poco oficial y afectuosa—. El conflicto en Moahu tuvo lugar entre la legítima soberana de la isla y un jefe descontento, que contaba con el apoyo de algunos mercenarios blancos y un francés llamado Dutourd, un visionario rico que deseaba establecer un paraíso democrático a cambio de asesinar a todo aquel que no estuviera de acuerdo con él, y que había adquirido, armado y dotado de hombres a un barco en América, con tal de llevar a cabo sus propósitos. En este caso, la moral y la conveniencia coincidieron felizmente: la
Nutmeg
derrotó al jefe descontento y capturó tanto a Dutourd como a su barco. Pero no hubo lugar para anexión alguna. La reina se alió al rey Jorge III, aceptando su protección de buen grado, nada más. Respecto al corsario americano, el
Franklin
, como lo llamaba monsieur Dutourd, resultó que de hecho no disfrutaba de su condición, pues Dutourd había pasado por alto la necesaria obtención de la patente de corso, de modo que el hecho de haber capturado a balleneros ingleses lo convertía en un barco pirata. Ésta, en todo caso, fue la opinión del comandante de la
Surprise
, quien decidió llevarlo a Inglaterra para que los jueces de rigor pudieran resolver la cuestión.
—Gracias, señor. Dejaré muy claro este punto —dijo el señor Preston mientras escribía a toda prisa. A continuación siguió leyendo el resumen que había hecho, en el que comentaba el encuentro de Stephen con el agente que residía en Lima, sus exitosas conversaciones con miembros del alto clero y del Ejército, particularmente con el general Hurtado, todos ellos entregados a la independencia y, muchos de ellos, a la abolición de la esclavitud; la fuga de Dutourd, sus contactos con la misión francesa dedicada a un objetivo similar, pero mucho menos exitosa y peor costeada; su denuncia de Stephen como agente inglés, y el grito de «oro extranjero» en boca de quienes se oponían a la independencia, grito que, asumido por una muchedumbre pagada de antemano, imposibilitó el plan perfectamente calibrado de Stephen, basado en la ausencia temporal del virrey, puesto que el general Hurtado se negó a actuar, y sólo Hurtado podía movilizar a las tropas necesarias.
—Debió de suponer un duro golpe —observó el coronel Warren, jefe de Inteligencia del Ejército.
—Así fue, por supuesto —dijo Stephen.
—¿Tenía Dutourd algún motivo para suponer que usted era, de hecho, un agente británico? —preguntó otro miembro del Comité.
—No lo tenía. Pero me vi obligado a hablar en francés cuando asistí a sus heridos después de apresarlos. De hecho, lo más probable es que recordara haberme conocido en París y, sin duda, la intuición, hermanada al desprecio personal y al deseo de hacer todo el daño posible, hicieron el resto. La suya fue una acusación que hubiera sido ignorada en cualquier otra circunstancia, pero en cuanto los antiindependentistas se hicieron eco de ella, la opinión pública cambió completamente.
—Es mi deber observar que se pusieron en manos del doctor Maturin enormes sumas de dinero —observó el representante del Tesoro, después de un silencio—, entregadas de formas diversas, y debo preguntarle si fue posible preservar cualquier parte, como por ejemplo los billetes, fáciles de transportar, y los bonos que aún no han sido canjeados.
—No es sino con cierta complacencia que puedo responder al caballero que el oro, que tendría que haberse repartido entre diversos regimientos un miércoles si Hurtado no llega a retirarlos un martes, ha quedado (aparte de unos pocos centenares de libras empleados en sobornos) en manos de nuestro agente en Lima. El papel moneda, los bonos y demás se encuentran actualmente a bordo de la pequeña embarcación que me ha acercado al Pool, en el interior de un cajón que está bajo la atenta mirada del capitán. —Algunos miembros del Comité no pudieron ocultar su intensa satisfacción, y Stephen percibió que gracias a ello podría organizarse un nuevo plan, quizá tan costoso como el que había intentado llevar a cabo—. Respecto al oro —añadió—, nuestro agente en Perú opina, y si les interesa mi opinión sepan que estoy completamente de acuerdo con él, que el dinero resultaría muy útil de emplearse en el reino de Chile, donde don Bernardo O'Higgins cuenta con un apoyo considerable. Finalmente, permítanme observar que nuestro agente tiene intereses marítimos, y que podría ingeniárselas, llegado el caso, para transportar tan engorroso metal.
* * *
—Hablando del engorroso metal —dijo Blaine mientras caminaban juntos por Whitehall—, podría usted hacerme un gran favor si volviera a Shelmerston en la goleta. Con este viento entablado del noroeste llegaría usted allí mucho más rápido y más cómodamente que en silla de posta. Además, se ahorraría el engorro de cambiar de carruaje.
—Dígame por favor de qué se trata.
—Verá, tengo que transportar una estatua que he prometido entregar a un amigo en Weymouth; empresa imposible para un carro, pero que sería una minucia para un barco.
Stephen, que no deseaba en absoluto tomar una silla de posta que lo condujera directamente a Barham y a Diana, paró un coche de alquiler y con la mano en el tirador preguntó a sir Joseph Blaine:
—¿Sabe usted cuánto debe pesar? Verá, se trata de un barco muy pequeño.
—Cerca de tres toneladas, supongo. Es un Júpiter de nada, hecho de pórfido.
—Escuche, querido amigo. Permítame decirle que no habrá ningún problema, y que para mí será un placer, a menos que el capitán Pullings afirme que en caso de subirla a bordo la estatua acabaría atravesando el fondo de la goleta. Me dispongo a saludar a la señora Broad en las Liberties del Savoy. ¿Recordará usted a la señora Broad, la dueña del Grapes?
—Por supuesto. Preséntele mis respetos, si es tan amable.
—Y desde el Grapes me acercaré al Pool, porque están uno al lado del otro.
—En tal caso, hasta esta noche —saludó Blaine, que se arrimó rápidamente a la pared cuando el coche tirado por cuatro caballos pasó de largo, salpicando barro a los cuatro costados.
Stephen y la señora Broad eran viejos amigos. Él tenía alquilada durante todo el año una habitación del segundo piso, aunque estuviera de viaje por el otro hemisferio. Así podía disponer en Londres de un armario para los esqueletos, y de estantes con toda suerte de cosas que podía necesitar: instrumental, especímenes, libros, un manuscrito incompleto de un trabajo sobre litotomía, y un gran número de cartas viejas y sobres usados con notas al dorso. Ella se había acostumbrado a las rarezas del doctor, y también a las de Padeen, que hacía las veces de sirviente del doctor en tierra y que lucía unos calzones con botones y hebillas de plata de los que estaba excesiva y pecaminosamente orgulloso. Conocía a Stephen desde hacía mucho tiempo, y le había tratado en circunstancias tan difíciles que nada podía sorprenderla demasiado. Había tenido osos en la carbonera, junto a la ropa sucia, y tejones capturados en las trampas que ponía el doctor en el cobertizo, por no mencionar ciertas disecciones bastante extrañas, de modo que cuando mencionó a las dos niñas no se preocupó mucho, por muy negras y papistas que pudieran ser. Es más, lloró a lágrima vida al enterarse de las circunstancias en las que las habían encontrado en su isla.
—Que el Señor le bendiga, doctor —dijo después de secar sus lágrimas, agradecida por los recelos de Stephen—, aquí serán muy felices. Aquí en Liberties tenemos de todos los colores: negro, gris, marrón y amarillo, todos exceptuando quizás el azul celeste; y podrán corretear por el cementerio de la iglesia u observar el tráfico que circula por el Strand. Pero, oh, querido señor, ¿qué estará usted pensando de mí? Ni siquiera le he preguntado por la señora Maturin. ¿Cómo se encuentra su dama, señor? ¿Y la señorita Brigid, qué Dios la bendiga?
—Aún no he tenido ocasión de verlas, señora Broad. No tuve más remedio que venir directamente por la boca del Canal a bordo de la goleta, mientras el capitán Aubrey desembarcaba en Shelmerston. Pero quizá mañana vuelva a bordo del barco de pertrechos, que me llevará a su lado. Sopla un viento perfecto, claro que también podría tomar una silla de posta.
—Bueno, al menos podrá cenar usted aquí y dormir en su habitación. Lucy y yo la hemos aireado desde que vino Padeen y nos hizo comprender que andaba usted por aquí. «Clo, clo, clo», nos dijo a su manera, el pobre diablo; y al ver que ponía yo cara de no entender nada, Lucy exclamó: «Quiere decir que el doctor está en la ciudad», y todos rompimos a reír. Oh, querido señor, no sabe cómo reímos. De modo que cambiamos las sábanas de la cama, que previamente aireamos con espliego.
—No puedo quedarme a cenar, señora Broad, porque me he comprometido con sir Joseph Blaine, quien por cierto me pidió que le transmitiera sus respetos. Pero dormir ya es harina de otro costal y será un placer. Sería preferible que me dejara la llave de la puerta, puesto que es posible que llegue tarde. Ahora mismo tengo que acercarme al Pool.
* * *
Al entrar en Blacks encontró a Blaine, de pie delante del fuego que ardía en el salón, con los faldones de la chaqueta sobre los hombros y el trasero ante el fuego.
—El capitán Pullings me ha dicho que podrá cargar tres toneladas más —informó Stephen—, pero ya que debe partir con la marea alta se pregunta si podrá usted llevarle a tiempo la estatua.
—¡Oh, me trae usted excelentes noticias! Eso no supondrá ninguna dificultad, puesto que ya se encuentra en Somerset House, y disponemos de una embarcación de pertrechos capaz de arrimarse a la goleta en un abrir y cerrar de ojos. En un abrir y cerrar de ojos. Stephen, ¿no está usted hambriento? Con este viento del noreste tengo tanta hambre que, si estuviera hablando con cualquiera que no fuera usted, ya me habría mostrado desagradable.
—Comparto completamente sus inquietudes. Pongamos manos a la obra de inmediato.
Comieron con ganas y guardaron un silencio casi absoluto, como si fueran viejos compañeros de mesa.
—Esto ya es otra cosa —dijo sir Joseph, depositando unos huesos de pollo en un platito—. Bueno, ahora vuelvo a sentirme como un ser humano, aunque aún no estoy satisfecho del todo. Me comería un conejo galés y, probablemente, unos cuantos dulces con el café. ¿Cómo está la señora Broad?
—Rebosante de salud, gracias. Le envía recuerdos. Es una excelente persona, como ya sabrá.
—Estoy seguro de ello.
—Nos acompañaron dos niñas, Sarah y Emily, que recogimos en una isla de la Melanesia en la que toda la población, a excepción de ellas, había perecido a causa de una viruela que trajo un ballenero. No pudimos dejarlas allí para que se enfrentaran a una muerte lenta, ya estaban muy debilitadas, de modo que me las llevé a bordo. Quizás hubiera sido mejor matarlas de un golpe en la cabeza.
—Se dice que a todos nos conviene hacer gala de cierta piedad —observó sir Joseph.
—En ese momento me pareció que no había elección; pero desde entonces estoy confundido porque no sé qué voy a hacer con ellas. Me gustaría que a medida que vayan creciendo aprendan a llevar una casa, pero no como si fueran sirvientas; proporcionarles una dote razonable…
—Dotes. Gracias a mi infinita buena suerte, sigue intacta la fortuna de usted —interrumpió Blaine con una sonrisa, puesto que al iniciarse tan prodigiosa travesía un exasperado Stephen le había enviado una carta en la que le concedía poderes para que transfiriese su dinero (del que cuidaba un enorme, lento, impersonal y negligente pero solvente banco de Londres) a un modesto banco del país que suspendió pagos pocos meses después, y cuyos clientes tuvieron que contentarse con recibir cuatro peniques por cada libra que le habían confiado. Una carta que dadas las prisas y los nervios había olvidado firmar con nada más aparte de su nombre de pila. Y este olvido invalidó por fortuna los poderes confiados a sir Joseph, cosa que, en primer lugar, decía mucho de la inusual costumbre de Blaine y Maturin de llamarse el uno al otro Stephen y Joseph, y, en segundo lugar, permitió a Stephen seguir siendo un hombre con posibles—. Y según creo recordar, casi todo era oro —añadió Blaine.
—Así era, y así es, en buena parte, pues aún está guardado en los baúles de hierro de mi padrino. Sólo cambié una pequeña suma para gastos. En tal caso, unas dotes razonables, por si deciden casarse en lugar de conducir monos en el infierno. Casarse, quizá, con algún artesano reflexivo y habilidoso, por ejemplo un relojero, o alguien que haga instrumentos científicos; posiblemente un apotecario o un cirujano, o un preparador de especímenes para las clases de anatomía. Católico, por supuesto. Y nada de marineros. Un marinero que pueda ausentarse durante años del hogar hace imposible la vida de cualquier mujer casada. Si es mujer de cierto temperamento es preciso plantearse, cómo no, la cuestión de la castidad; y en cualquier caso la del dominio, o quizá diría mejor la de la decisión. Una mujer dueña de una casa, de una casa con tierras, por ejemplo, adquiere una autoridad y un poder de decisión a los que no siempre está dispuesta a renunciar. Lo cierto es que en ocasiones es preferible que no lo haga, ya que no todos los hombres nacen con una capacidad innata para las finanzas. Quienes han pasado tanto tiempo en la mar acostumbran a estar menos familiarizados con los negocios que se hacen en tierra que una mujer inteligente. También está el asunto relacionado con la educación de los hijos… —Stephen continuó por estos derroteros hasta que se percató de que la atención de sir Joseph estaba copada por el conejo galés que comía, y quizá también por ciertas preocupaciones que se había llevado consigo del Almirantazgo, de modo que dejó de hablar.
—Muy cierto. Puede decirse bien poco del matrimonio de un marino, o, ya puestos, de cualquier otro matrimonio. Respecto a la perpetuación de la raza humana, hay momentos en que me parece que el mundo estaría mucho, mucho mejor si nuestra especie desapareciera por completo. Lo hemos hecho tan mal, hemos sacrificado la felicidad y creado tal miseria en todas partes que, a pesar del ave cocida, mi pinta de clarete y la compañía de usted, me siento muy angustiado. —Miró alrededor de la sala, que seguía llena de miembros del club, algunos sentados en mesas cercanas, y añadió—: Aunque por supuesto hablo en calidad de soltero, lo que me hace recordar que ahora es usted un hombre casado: ha sido inhumano por mi parte retrasar su partida con mi Júpiter de pórfido. Usted no desembarcó en Shelmerston ni tomó la silla de posta de Hampshire en compañía de Jack Aubrey, lo cual significa que aún no ha podido ver a Diana ni ha tenido noticias suyas. Ni tampoco de la señora Oakes.