El complot de la media luna

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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En un antiguo barco hundido en el mar Egeo, Dirk Pitt padre encuentra unas monedas del Imperio Otomano junto con otros valiosos objetos romanos. Una vez en Estambul, entrega todo a su amigo, el doctor Rey Ruppé del Museo del Palacio de Topkapi. Mientras examinan el hallazgo de Dirk, un grupo de ladrones armados entra y se lleva importantes pergaminos y reliquias del profeta Mahoma. Casi al mismo tiempo, Dirk junior es testigo del robo de unos pergaminos de la excavación de la ciudad israelí de Caesarea. Descubrirán que las mismas personas están detrás de estos robos y forman parte de un plan de destrucción masiva de lugares sagrados al Islam.

Clive Cussler

El complot de la media luna

Dirk Pitt - 21

ePUB v1.0

Alicantino79
04.05.13

Título original:
Crescent Dawn

Clive Cussler, 2011.

Traducción: Huan Manwë

Ilustraciones: -------

Diseño/retoque portada: Alicantino79

Editor original: Alicantino79 (v1.0)

ePub base v2.0

Para Teri y Dayna.

Que lo hacen todo divertido.

PRÓLOGO.
HORIZONTES HOSTILES

Año 327. Mar Mediterráneo
.

El tambor resonaba en los mamparos de madera con un ritmo vivaz de una precisión perfecta. El
celeusta
golpeaba la piel de cabra de su tambor de un modo suave y sin embargo mecánico. Podía golpear durante horas sin perder el compás; su formación musical se basaba en la resistencia más que en la armonía. Aquella cadencia constante era meritoria, pero su público, integrado por los remeros de la galera, estaba deseando que la monótona interpretación acabase cuanto antes.

Lucio Arceliano se frotó la palma sudada en el calzón y luego agarró la empuñadura del pesado remo de roble. Hundió la pala en el agua con un movimiento fluido y enseguida acompasó su ritmo al de los hombres que le rodeaban. Nativo de Creta, hacía seis años que se había enrolado en la marina romana atraído por la buena paga y la posibilidad de obtener la ciudadanía romana con el retiro. Sometido a un rigor físico extremo en los años transcurridos, solo aspiraba a ascender a una posición menos exigente a bordo de la galera imperial antes de que sus brazos no pudiesen más.

Contrariamente al mito de Hollywood, las antiguas galeras romanas no eran llevadas por esclavos. Los remeros que propulsaban las naves recibían una paga, y por lo general se los reclutaba en los pueblos marineros gobernados por el imperio. Al igual que los legionarios del ejército romano, los alistados soportaban semanas de dura preparación antes de hacerse a la mar. Eran hombres magros y fuertes, capaces de remar durante doce horas al día si era necesario. Pero a bordo de una galera birreme liburnia, una nave de guerra pequeña y ligera que solo llevaba dos bancadas de remeros a cada lado, estos aportaban una propulsión suplementaria a la gran vela cuadrada en el mástil central.

Arceliano miró al
celeusta
, un hombre muy bajo y calvo que golpeaba el tambor y tenía un mono atado a su lado. No pudo evitar fijarse en el sorprendente parecido entre el amo y el mico. Ambos tenían orejas grandes y un rostro redondo y alegre. El tamborilero sonreía a la tripulación con una expresión burlona, ojos chispeantes y dientes amarillos y desportillados. En cierto modo, su imagen conseguía que bogar resultase más fácil; Arceliano comprendió que el capitán de la galera había acertado al elegir a ese hombre.

—¡
Celeusta
! —gritó uno de los remeros, un sirio de piel oscura—. El viento sopla con fuerza y el mar está revuelto. ¿Por qué nos han ordenado que rememos?

En los ojos del tamborilero brilló la risa.

—No seré yo quien cuestione la sabiduría de mis oficiales; de lo contrario, ahora estaría empuñando un remo —respondió con una sonora carcajada.

—Estoy seguro de que el mono remaría más rápido que tú —replicó el sirio.

El
celeusta
miró al mono, acurrucado a su lado.

—Es pequeño pero bastante fuerte —comentó, dispuesto a seguir con las bromas—. En cuanto a tu pregunta, ignoro la respuesta. Quizá el capitán desea que su charlatana tripulación haga ejercicio. O quizá solo ansia correr más rápido que el viento.

De pie en la cubierta superior, muy poco por encima de sus cabezas, el capitán de la galera tenía la vista fija en el horizonte a popa. Un par de puntos distantes de color azul grisáceo cabeceaban en las aguas turbulentas; su tamaño crecía a cada instante. Se volvió para mirar la vela henchida por el viento y deseó navegar mucho, mucho más rápido que el viento.

De pronto, una profunda voz de barítono desvió su atención.

—¿Es la furia del mar la que debilita tus rodillas, Vitelio?

El capitán se volvió. Un hombre fornido y con coraza le miraba con desdén. El centurión romano llamado Plautio estaba al mando de los treinta legionarios destinados a la nave.

—Dos naves se aproximan por el sur —contestó Vitelio—. Estoy casi seguro de que ambas son piratas.

El centurión miró con despreocupación las naves distantes y se encogió de hombros.

—Insectos —comentó con indiferencia.

Vitelio no se engañaba. Los piratas habían sido la némesis de las naves romanas durante siglos. Si bien la piratería organizada en el Mediterráneo había sido barrida por Pompeyo el Grande hacía cientos de años, pequeños grupos de ladrones independientes actuaban todavía en mar abierto. Los barcos mercantes que navegaban en solitario eran sus objetivos habituales, pero los piratas sabían que las galeras birremes a menudo llevaban mercancías de gran valor. Al pensar en la carga que transportaba su nave, Vitelio se preguntó si los piratas habrían recibido un soplo después de que su barco abandonase el puerto.

—Plautio, no hace falta que te recuerde la importancia de nuestra carga —afirmó.

—Claro que no —replicó el centurión—. ¿Por qué crees que estoy en esta maldita nave? Es a mí a quien han encomendado que garantice su seguridad hasta que se realice la entrega al emperador en Bizancio.

—Si fracasáramos, las consecuencias serían nefastas para nosotros y nuestras familias —dijo Vitelio pensando en su esposa y su hijo en Nápoles. Observó el mar de proa y no vio más que grandes olas color pizarra—. Ni rastro todavía de nuestra escolta.

La galera había zarpado de Judea hacía tres días con un gran trirreme como escolta. Pero la noche anterior, tras un violento aguacero, los barcos se habían distanciado y desde entonces no rabian vuelto a ver a la nave escolta.

—No tengas miedo de los bárbaros —espetó Plautio—. Teñiremos el mar de rojo con su sangre.

La bravuconería del centurión era parte de la razón por la que a Vitelio le había caído mal desde el primer momento. Pero su capacidad como guerrero estaba fuera de duda, y el capitán daba gracias por tenerlo a bordo.

Plautio y su contingente de legionarios eran miembros de la
Scholae Palatinae
, un cuerpo militar de élite cuya misión principal era proteger al emperador. La mayoría eran veteranos curtidos que habían combatido con Constantino el Grande en la frontera y en su campaña contra Majencio, un césar rival cuya derrota había permitido la reunificación del imperio dividido. El propio Plautio tenía una fea cicatriz en el bíceps izquierdo, recuerdo de un feroz encuentro con un soldado visigodo que casi le costó el brazo. Exhibía su cicatriz con orgullo, como una condecoración por su bravura, un atributo que nadie que lo conocía se atrevía a cuestionarle.

Mientras los dos barcos piratas se acercaban, Plautio llamó a sus hombres a cubierta, junto a los demás miembros de la tripulación. Cada hombre iba armado con el equipo de combate romano al uso: una espada corta llamada
gladius
, un escudo redondo laminado, y una lanza o
pilum
. El centurión dividió rápidamente a sus soldados en pequeños grupos que defenderían ambas bandas de la galera.

Vitelio tenía la mirada clavada en sus perseguidores, ya claramente visibles. Eran dos naves, propulsadas por velas y remos, de veinte metros de eslora, más o menos la mitad del tamaño de la galera romana. La una exhibía velas cuadradas azul claro y la otra, grises, y ambas tenían el casco pintado de color peltre para que se confundiera con el mar, un viejo ardid muy popular entre los piratas cilicios. Llevaban velas gemelas, de ahí su velocidad superior con viento fuerte. Y ahora el viento soplaba con ganas, lo que significaba que los romanos tenían pocas posibilidades de escapar.

Atisbaron un rayo de esperanza cuando el vigía de proa gritó que avistaba tierra. Vitelio entrecerró los ojos y vio el vago perfil de una costa rocosa al norte. El capitán solo podía imaginar cuál era. La tormenta de la noche los había desviado mucho del rumbo original y navegaban a estima. Vitelio rogó en silencio que se hallasen cerca de la costa de Anatolia, donde quizá encontraran otras naves de la flota romana.

Se volvió hacia el fornido marinero que manejaba el pesado timón de la galera.

Gubernator
, pon rumbo a tierra y hacia las aguas a sotavento que pueda ofrecernos. Si conseguimos quitarles el viento de las velas, lograremos dejar atrás a esos demonios con nuestros remos.

Bajo cubierta, el
celeusta
recibió la orden de tocar el ritmo rápido de boga de combate. La charla entre Arceliano y los otros remeros había acabado, solo se oían los fuertes resoplidos de su respiración. La noticia de que los perseguían dos naves piratas había llegado allí abajo, y cada hombre tenía toda su concentración puesta en mover el remo con la mayor rapidez y eficiencia posible, pues sabían que su propia vida estaba en juego.

Durante casi media hora, la galera mantuvo la distancia que la separaba de sus perseguidores. Con el impulso de la vela y los remos, el
navío
romano se abría paso entre las olas a una velocidad de casi siete nudos. Sin embargo, las naves piratas, más pequeñas y con mejor aparejo, volvieron a ganar terreno. A la vista de que los remeros estaban al borde del agotamiento, se les permitió que volviesen a la boga larga para que conservaran energías. Cuando la masa de tierra marrón se alzaba ante ellos, los piratas les dieron alcance e iniciaron el ataque.

Mientras su compañera se mantuvo a popa de la galera, la nave de las velas azules se colocó de través y, en una curiosa maniobra, continuó avanzando hacia la proa del
navío
imperial. En cubierta, una variopinta horda de bárbaros armados insultaban a los romanos a voz en cuello. Vitelio no hizo caso de las provocaciones; tenía la mirada puesta en la costa. Las tres naves se encontraban a solo unas millas de la orilla, y vio que el viento amainaba un poco en la vela cuadrada. Temió que fuese demasiado poco y demasiado tarde para sus exhaustos remeros.

El capitán observó la costa, cada vez más cercana, con la esperanza de llegar a la orilla y que los legionarios pudiesen combatir en tierra, donde eran más fuertes. Pero el litoral era un muro de altos acantilados rocosos que no ofrecía ninguna entrada segura donde atracar la galera.

El
navío
pirata que estaba casi un cuarto de milla por delante viró de pronto. En una hábil maniobra dio media vuelta y avanzó a gran velocidad hacia la galera. A primera vista parecía una maniobra suicida. La estrategia naval romana confiaba desde hacía siglos en la embestida como una táctica de batalla básica, e incluso el pequeño birreme estaba equipado con un pesado espolón de bronce. Quizá los bárbaros tenían más músculos que cerebro, pensó Vitelio. Nada le habría gustado más que embestir y hundir la nave, pues a buen seguro la segunda emprendería la retirada.

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