Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
Cogió el bolso, salió del pequeño apartamento, en una ladera con vistas al monte de los Olivos, y se dirigió en coche a la Ciudad Vieja de Jerusalén. La Autoridad de Antigüedades tenía su sede en el Museo Rockefeller, un edificio imponente de piedra caliza ubicado cerca de la esquina nordeste de la Ciudad Vieja. La unidad solo contaba con doce personas para realizar la imposible tarea de proteger los casi treinta mil yacimientos histórico-culturales catalogados en Israel.
—Buenos días, Sophie —la saludó el detective superior de la unidad, un hombre desgarbado y de ojos saltones llamado Sam Levine—. ¿Te traigo un café?
—Gracias, Sam, me vendrá de perlas. —La joven contuvo un bostezo mientras se adentraba en su estrecho despacho—. Han estado haciendo no sé qué obras cerca de casa durante toda la noche. He dormido fatal.
Sam volvió con el café y se sentó al otro lado de la mesa.
—Si no conseguías dormir, podrías haberte reunido con nosotros en la vigilancia de anoche —dijo con una sonrisa.
—¿Alguna detención?
—No. Los ladrones de tumbas de Hebrón se tomaron fiesta. Dimos por terminada la vigilancia a medianoche, pero nos marchamos con un montón de picos y palas.
La que era quizá la segunda profesión más antigua del mundo, el robo de tumbas, ocupaba casi el primer lugar en la lista de actos delictivos de la Unidad de Prevención del Robo de Antigüedades. Varias veces por semana, Sophie o Sam se encargaban de realizar la vigilancia nocturna de las viejas sepulturas de todo el país donde se habían visto señales de excavaciones recientes. Cerámicas, joyas, e incluso los huesos, encontraban un comprador en el mercado negro de antigüedades que funcionaba por todo Israel.
—Ahora que saben que les seguimos los pasos, es probable que se mantengan apartados durante un par de semanas —opinó Sophie.
—O que se vayan a otra parte. Siempre y cuando tengan dinero suficiente para comprar picos y palas —dijo Sam con una sonrisa.
Sophie examinó varios informes y recortes de prensa que tenía en la mesa, luego le pasó uno a Sam.
—Me preocupa esta excavación en Cesarea.
Sam leyó el artículo deprisa.
—Sí, estoy enterado de estos trabajos. Se trata de una excavación de las instalaciones del puerto antiguo patrocinada por una universidad. Aquí dice que han descubierto objetos náuticos del siglo
IV
y una posible tumba. ¿Crees que este yacimiento podría ser un objetivo para los ladrones?
Sophie se acabó el café y dejó la taza con una mirada de preocupación.
—Al reportero solo le ha faltado poner una bandera e indicadores luminosos. Cada vez que la palabra «tumba» aparece en los periódicos es como un imán. He suplicado mil veces a los periodistas que no divulguen las ubicaciones de las tumbas, pero les interesa más vender periódicos que proteger nuestro legado histórico.
—¿Por qué no nos acercamos y echamos una ojeada? Tenemos programada una vigilancia para esta noche, pero puedo cambiarla. A los muchachos les gustará un viaje a la costa.
Sophie consultó la agenda de mesa y asintió.
—Estoy libre a partir de la una. Supongo que podríamos ir a echar un vistazo y, si nos parece que vale la pena, quedarnos por la noche.
—Así se habla. Solo por eso, iré a robar otra taza de café para ti —dijo Sam levantándose de un salto.
—Vale, Sam, trato hecho. —Después le miró muy seria—. ¡Pero no utilices la palabra «robar» conmigo!
Cesarea, situada en la costa mediterránea a unos cuarenta y cinco kilómetros de Tel Aviv, era una ciudad pequeña eclipsada por su pasado histórico como sede del poder romano. Fundada por el rey Herodes el Grande, en el siglo
I
a. de C., como una ciudad portuaria fortificada, mostraba las construcciones más características de la arquitectura romana. Un templo de altas columnas, un gran hipódromo y un ornamentado palacio a la vera del mar embellecían la ciudad, abastecida de agua potable por un enorme acueducto de ladrillo. Sin embargo, la obra de ingeniería más impresionante realizada por Herodes no se encontraba en tierra firme. Mandó diseñar y construir unos magníficos rompeolas que sirvieron para crear el puerto mejor resguardado del Mediterráneo oriental. El éxito del puerto aumentó la importancia de Cesarea hasta el punto de convertirse en la capital de Judea durante el período de la dominación romana, y la ciudad continuó siendo un centro comercial clave a lo largo de otros trescientos años.
Sophie conocía bien las ruinas de la ciudad antigua porque había pasado allí un verano cuando estudiaba arqueología. Salió de la transitada autovía de la costa, atravesó una urbanización de lujo y entró en la zona romana, convertida en parque nacional. Los siglos no habían tratado bien a las construcciones originales; muchos de los antiguos edificios romanos no eran más que ruinas. No obstante, algunos se mantenían intactos, así como una gran sección del acueducto que se extendía por las arenas ocres, no muy lejos del gran anfiteatro que miraba al mar.
Sophie aparcó el coche cerca de la entrada, en lo alto de una colina, donde había algunas fortificaciones de la época de las Cruzadas.
—El equipo de la universidad está excavando cerca del puerto —dijo—. Desde aquí es un paseo.
—Me pregunto si habrá algún lugar donde comer. —Sam contempló con cara de preocupación las peladas colinas del parque.
Sophie le pasó una botella de agua que cogió del asiento trasero.
—Seguro que cerca de la autovía hay restaurantes. Por ahora tendrás que conformarte con una dieta líquida.
Bajaron hacia la playa por un sendero que serpenteaba y que se ensanchaba en varios lugares a lo largo del acantilado. Pasaron por una vieja carretera abandonada que en otros tiempos había estado bordeada de casas y negocios cuyos fantasmales restos no eran más que desordenadas montañas de escombros. A medida que bajaban por el sendero se abrió ante ellos el antiguo puerto. Resultaba difícil establecer los límites, pues los rompeolas habían quedado sumergidos hacía siglos.
El sendero conducía a un amplio claro donde había pequeñas pilas de escombros en todas las direcciones. Un poco más allá había un grupo de tiendas de campaña color arena, y Sophie vio a unas cuantas personas trabajando a la sombra de un toldo en el centro. El camino se prolongaba otros cien metros colina abajo, donde las aguas del Mediterráneo lamían la playa. Había dos hombres trabajando en una pequeña lengua de tierra, flanqueados por dos generadores que sonaban con fuerza en la distancia.
Sophie se encaminó hacia el toldo instalado sobre una de las excavaciones. Dos muchachas se ocupaban de colar la tierra de un montículo con sendos cedazos. Al acercarse, vio a un hombre mayor agachado dentro de una zanja, escarbando la tierra con una paleta y un cepillo. Con la ropa arrugada, la barba gris y corta, y las gafas en la punta de la nariz, Keith Haasis tenía todo el aspecto de un distinguido profesor universitario.
—¿Cuántos tesoros romanos ha desenterrado hoy, doctor Haasis?
El hombre barbudo se incorporó con una expresión de enfado en su rostro que de inmediato dio paso a una gran sonrisa.
—¡Sophie! —gritó—. ¡Qué alegría verte! —Salió de la zanja y se acercó para estrecharla con un abrazo de oso—. Ha pasado mucho tiempo.
—Nos vimos hace dos meses en la conferencia de arqueología bíblica en Jerusalén —le reprochó Sophie.
—Lo que he dicho, hace mucho tiempo. —El profesor soltó una carcajada.
En sus años de estudiante, Sophie había participado en numerosos seminarios dirigidos por el profesor de arqueología de la Universidad de Haifa, lo que había desembocado en una amistad profesional. Haasis era un contacto muy valioso, como arqueólogo experto y como fuente de información sobre los nuevos yacimientos descubiertos y la actividad de los saqueadores.
—Doctor Haasis, le presento a mi ayudante, Sam Levine —dijo Sophie.
Haasis les presentó a las estudiantes que le acompañaban y después llevó a Sophie y Sam a un círculo de sillas plegables dispuestas alrededor de una nevera. El profesor repartió latas de gaseosa bien frías, se enjugó el sudor de la frente y se sentó en una de las sillas.
—Alguien tendría que poner en marcha la brisa marina —comentó con una sonrisa de cansancio. Luego miró a Sophie—. Supongo que se trata de una visita oficial...
Sophie asintió al tiempo que bebía un sorbo.
—¿Alguna preocupación en especial?
—Una publicidad un tanto exagerada en el
Yedioth Ahronoth
de ayer —respondió la joven. Sacó del bolso el recorte del periódico y se lo dio a Haasis. Miró con frialdad a Sam, que se había bebido la gaseosa casi sin respirar y sacaba otra lata de la nevera.
—Sí, un reportero local vino aquí hace unos días para hacerme una entrevista —comentó Haasis—. Por lo visto, la crónica despertó interés en Jerusalén. —Le devolvió el recorte con una sonrisa—. Nunca viene mal un poco de publicidad para una excavación arqueológica.
—No si no fuese una invitación descarada para todos los saqueadores que tienen una pala —replicó ella.
Haasis movió un brazo en un gesto que abarcaba el yacimiento.
—Este lugar ha sido saqueado durante siglos. Me temo que cualquier «tesoro romano» que hubiera habido enterrado por aquí desapareció hace siglos. ¿Tu agente no opina lo mismo?
—¿Qué agente? —preguntó Sophie.
—Yo me encontraba en Haifa porque tenía una reunión, pero mis estudiantes me dijeron que un agente estuvo aquí ayer y que inspeccionó todo el yacimiento. ¡Stephanie! —llamó por encima del hombro.
Una de las muchachas que trabajaba con el cedazo se acercó a la carrera. La desgarbada veinteañera se detuvo delante de Haasis con una mirada de profunda admiración.
—Por favor, Stephanie, háblanos de ese tipo de la Autoridad de Antigüedades que vino ayer por la tarde.
—Dijo que pertenecía a la Unidad de Prevención del Robo de Antigüedades. Quería verificar la seguridad de los objetos, así que le acompañé a recorrer el yacimiento. Mostró un interés especial por las excavaciones del puerto y los papiros.
Sophie y Sam se miraron con el ceño fruncido.
—¿Recuerdas su nombre? —preguntó ella.
—Yosef algo. Un hombre bajo de piel muy morena y pelo rizado. La verdad, parecía palestino.
—¿Te mostró alguna identificación? —preguntó Sam.
—No, creo que no. ¿Pasa algo?
—No, nada en absoluto —dijo Haasis—. Gracias, Stephanie. ¿Quieres llevar gaseosas a los demás?
Haasis esperó a que la muchacha se marchase cargada con las latas, luego se volvió hacia Sophie.
—¿No era uno de tus agentes?
Sophie sacudió la cabeza.
—Desde luego no es nadie de la Unidad de Prevención del Robo de Antigüedades.
—Tal vez era una autoridad de parques nacionales o de una de vuestras oficinas regionales. Los chicos de ahora recuerdan todo a medias.
—Es posible —admitió Sophie en tono de duda—. ¿Puedes enseñarnos las excavaciones? Sobre todo me interesa la tumba. Como sabes, últimamente los saqueadores de los alrededores de Jerusalén han montado su propio negocio.
Haasis sonrió y señaló con el pulgar por encima del hombro.
—Está justo aquí detrás.
El trío se levantó y se acercó a una ancha zanja detrás de las sillas. Una serie de marcadores de plástico rojo clavados en la tierra rodeaban una pequeña sección en la que asomaban varios huesos. Sophie reconoció un fémur entre los restos.
—No es una tumba convencional. Solo encontramos una sepultura en el borde del yacimiento. No guarda ninguna relación con las excavaciones de por aquí —explicó Haasis.
—¿Qué era este lugar? —preguntó Sam.
—Creemos que era un almacén portuario. Nos interesamos por esta área después de que hace unos años descubriesen aquí unas balanzas de bronce. Esperamos recolectar muestras de cereales, arroz y otros alimentos que quizá descargaban en el puerto. Si tenemos éxito, nos permitiría conocer mejor el tipo y el volumen de las mercancías que pasaban por Cesarea cuando era un centro comercial de primera fila.
—¿Qué se sabe de la tumba?
—No hemos trabajado en la datación, pero yo diría que este tipo fue una víctima de la invasión musulmana de la ciudad en el año 683. La sepultura está pegada al exterior de los cimientos del edificio, así que creo que solo encontraremos un cuerpo que enterraron con mucha prisa junto a la pared.
—El artículo decía que era una tumba «rica en objetos» —señaló Sam.
Haasis se echó a reír.
—Una licencia periodística, me temo. Antes de que suspendiéramos la excavación, encontramos unos pocos botones hechos con hueso de animal y el tacón de una sandalia. A eso se reducen los objetos que hemos hallado.
—Nuestros simpáticos saqueadores de tumbas se llevarán una decepción —opinó Sam.
—Desde luego —asintió el profesor—. Los verdaderos tesoros los hemos encontrado a lo largo de la muralla marítima. —Señaló hacia el Mediterráneo, desde donde continuaba llegando el zumbido de los generadores—. Hallamos un papiro que nos tiene entusiasmados. Vamos, bajaremos hasta la orilla y os lo enseñaré.
Haasis precedió a Sophie y Sam hasta el sendero, y luego les guió colina abajo. A su alrededor, pequeños y desperdigados montones de piedras recordaban vagamente la multitud de edificios de la próspera ciudad, reducidos a escombros con el paso de los siglos.
—Utilizando encofrados para verter el hormigón, el rey Herodes construyó dos grandes rompeolas que se cerraban como un par de brazos —les explicó Haasis sin detenerse—. Sobre los rompeolas construyeron los almacenes, y en la bocana había un faro imponente.
—Recuerdo que una expedición anterior marcó muchas piedras sumergidas que se cree formaban parte del faro —comentó Sophie.
—Es una pena que la obra de Herodes no sobreviviera a los estragos del mar —dijo Sam, que miraba el agua y no veía ninguna evidencia de los rompeolas originales.
—Sí, casi todos los bloques están sumergidos. Pero aquí es donde centro mi interés. —Haasis señaló hacia la rada invisible—. El almacén en lo alto de la colina es un buen lugar para el trabajo de campo de los estudiantes, pero la instalación portuaria es lo que hace única a Cesarea.
Cruzaron la playa y siguieron por una lengua de tierra que se adentraba en el oleaje. Dos estudiantes cavaban con esfuerzo un hoyo profundo en el suelo pedregoso. Cerca, en el agua, vieron un buceador aplicando un chorro de agua a presión bajo la superficie.