El complot de la media luna (43 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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—Supongo que sus temores son comprensibles —comentó Giordino—. Encontrar los huesos de Jesús echaría abajo unas cuantas teorías.

—Es una conexión interesante con los objetos romanos que encontramos en el pecio otomano, que también data de los tiempos de Constantino y Helena —observó Gunn.

—Entonces, ¿los objetos de Jesús fueron cargados en una nave romana que zarpó de Cesarea? —preguntó Dirk.

Summer asintió.

—Se sabe que Helena hizo un peregrinaje a Jerusalén, donde afirmó haber descubierto la Vera Cruz. Hay fragmentos de la cruz en iglesias de toda Europa. Un relato muy conocido narra cómo los clavos de la cruz fueron fundidos e incorporados a un casco y una brida de Constantino. Por lo tanto, Helena y la cruz hicieron un viaje hasta Bizancio. Sin embargo, no hay ninguna mención de estos objetos. —Señaló la lista—. Debieron de enviarlos por separado y al parecer se perdieron para la historia siglos atrás. ¿Os imagináis qué impresionante sería ver una imagen contemporánea de Jesús?

En la sala se hizo el silencio mientras todos fantaseaban con cómo podía ser esa imagen de Jesús. Todos excepto Dirk. Su mirada permanecía fija en el final del Manifiesto.

—Cesarea —dijo—. El cargamento zarpó de Cesarea bajo la custodia de legionarios romanos.

—Allí es donde estuviste trabajando, ¿no? —preguntó su padre.

Dirk asintió.

—Supongo que no grabaron en una piedra el rumbo que iban a seguir, ¿verdad? —comentó Giordino.

—No, pero tuvimos la suerte de descubrir unos cuantos papiros de esa época. El más interesante describía la captura y ejecución de unos piratas chipriotas. Lo interesante es que los piratas, según parece, se habían enfrentado en el mar a una tropa de legionarios poco antes de que los capturasen. El doctor Haasis, con quien trabajé en Cesarea, dijo que los legionarios romanos formaban parte de un grupo llamado
Scholae Palatinae
, al mando del centurión Platus, si no recuerdo mal.

Gunn casi se cayó de la silla.

—¿Qué... qué nombre has dicho? —tartamudeó.

—Platus, o quizá era Platius.

—¿Plautio? —preguntó Gunn.

—Sí, ese. ¿Cómo lo sabes?

—Era el nombre de mi estela, perdón, la estela que encontramos en el barco naufragado. Era en memoria de Plautio, que al parecer murió en una batalla naval.

—Pero ¿no tienes ni idea de dónde provenía esa estela? —preguntó Dirk.

Gunn sacudió la cabeza, pero el rostro de Zeibig se iluminó.

—Dirk, ¿antes has dicho que los piratas eran de Chipre?

—Eso ponía en el papiro.

Zeibig buscó entre unos papeles y sacó una hoja.

—El doctor Ruppé envió una documentación histórica que indicaba que el senador romano Artrio, cuyo nombre aparece grabado en la corona de oro, sirvió como gobernador de Chipre durante un tiempo.

Una sonrisa apareció en el rostro de Pitt.

—Chipre era la pista que nos faltaba. Si los archivos históricos de Chipre están intactos, estoy seguro de que encontrarías que Trajano, el nombre que aparece en el monolito, también estuvo en Chipre. Quizá incluso servía al gobernador Artrio.

—Claro —convino Giordino—. Es muy probable que Trajano recibiese la orden del gobernador de erigir un memorial después de recibir la corona de oro.

—Pero ¿qué pintaban en un pecio otomano una corona y una estela romanas? —preguntó Dirk.

—Creo que tengo una teoría al respecto —dijo Zeibig—. Si no me falla la memoria, Chipre permaneció históricamente bajo el gobierno veneciano mucho después de la caída del Imperio romano. Pero luego los otomanos invadieron y se apoderaron de la isla alrededor de 1570, que resulta ser la fecha más o menos aproximada de nuestro pecio. Me pregunto si la corona de oro y la estela de piedra no formarían parte de un antiguo botín de guerra enviado para el sultán en Constantinopla.

—A partir del Manifiesto, podemos suponer que a Plautio se le encomendó llevar las reliquias religiosas en nombre de Helena —señaló Gunn—. La estela del pecio y los papiros que halló Dirk confirman que Plautio perdió la vida luchando contra los piratas cerca de Chipre. ¿Es posible que todos esos acontecimientos ocurriesen en el mismo viaje?

—Seguramente los miembros de esa
Scholae Palatinae
, como la guardia pretoriana, solo se alejaban del emperador en circunstancias excepcionales —dijo Pitt.

—Como, por ejemplo, escoltar a su madre en su viaje a Jerusalén —señaló Summer.

—Eso podría explicar la presencia de la corona de oro —intervino Giordino—. Tal vez se la otorgaron a Artrio cuando era gobernador de Chipre, enviada por Constantino como reconocimiento por la captura de los piratas que asesinaron a Plautio.

—¿Los mismos piratas que robaron las reliquias? —preguntó Gunn—. Esa es la pregunta. ¿Quién acabó quedándose con las reliquias?

—Hice una rápida investigación histórica sobre los objetos citados en el Manifiesto —dijo Summer—. Si bien se dice que hay fragmentos de la Vera Cruz en docenas de iglesias de toda Europa, no he encontrado ningún registro firme de que ninguno de los objetos citados en el Manifiesto se haya exhibido en el pasado o en la actualidad.

—Por lo tanto, desaparecieron con Plautio —opinó Gunn.

—El registro de Cesarea señala que los piratas fueron capturados y llevados a puerto en su propia nave —explicó Dirk—. Las cubiertas estaban manchadas de sangre y había armas romanas a bordo. Si bien parece que combatieron contra Plautio, no queda claro qué pasó con su nave. Ni con las reliquias.

—Lo que probablemente significa que la galera romana de Plautio se hundió —dijo Pitt.

Los demás que se hallaban en la sala se animaron ante esa idea; sabían que si un hombre podía encontrar un pecio importante, era el tipo delgado de ojos verdes que tenían delante.

—Papá, ¿podríamos intentar buscarlo después de acabar con el proyecto turco? —preguntó Summer.

—Eso podría ser antes de lo que crees —dijo Gunn.

Summer lo miró perpleja.

—El Ministerio de Medio Ambiente turco nos ha informado que han descubierto que una gran empresa química ubicada en Çiftlik, una ciudad cerca de Chios, descarga en el mar una cantidad considerable de residuos —explicó Pitt—. Rudi ha hecho un estudio de las corrientes, y al parecer la relación con la zona muerta que estamos cartografiando cerca del pecio otomano está clara.

—La probabilidad supera el noventa y cinco por ciento —confirmó Gunn—. Los turcos nos han pedido amablemente que volvamos dentro de un año para recoger nuevas muestras, pero llegados a este punto ya no tiene sentido que prolonguemos nuestro trabajo.

—¿Significa eso que podemos volver al pecio otomano? —preguntó Summer.

—El doctor Ruppé está organizando una excavación formal bajo los auspicios del Museo Arqueológico de Estambul —dijo Pitt—. Hasta que él no reciba los permisos del Ministerio de Cultura, nos ha aconsejado que evitemos cualquier nueva exploración en el lugar.

—Entonces, ¿podemos buscar la galera romana? —quiso saber Summer, emocionada.

—Nos hemos comprometido a estudiar una pequeña zona justo al sur de aquí —contestó Pitt—. Tendríamos que haber terminado ese trabajo en dos o tres días. Siempre y cuando nuestro VAS funcione —añadió, y miró a Gunn de reojo.

—Eso me recuerda que te he traído tus recambios —dijo Summer.

Le dio los dos paquetes a Gunn, que se apresuró a abrir el primero.

—Nuestro circuito de recambio —exclamó, contento—. Con esto podremos volver al agua.

Miró el otro paquete y se lo pasó a Pitt.

—Este va dirigido a ti, jefe.

Pitt asintió y después miró a todos los que se hallaban alrededor de la mesa.

—Si el VAS vuelve a estar operativo, acabemos cuanto antes nuestro proyecto de exploración turco —dijo con una sonrisa irónica—. El viaje hasta Chipre es largo.

Una hora más tarde, el
Aegean Explorer
se apartó despacio del muelle de Çanakkale.
Pitt
y Giordino observaban desde el puente mientras el capitán Kenfield guiaba el barco a través de la boca de los Dardanelos, y luego hacia el sur siguiendo la costa turca. Una vez que el
Explorer
dejó atrás el concurrido estrecho, Pitt se sentó y abrió el paquete.

—¿Galletas caseras? —preguntó Giordino, que se sentó delante de Pitt.

—No exactamente. Le pedí a Hiram que hiciese algunas investigaciones sobre el
Estrella Otomana
y el
Sultana
.

Hiram era Hiram Yaeger, el director de la sección informática de la NUMA. Desde el cuartel general de la NUMA en Washington, Yaeger dirigía un sofisticado centro informático que recibía datos oceanográficos y meteorológicos de todo el mundo. Era un pirata informático muy hábil, tenía un don para descubrir secretos, y no le importaba utilizar fuentes de datos autorizadas y no autorizadas cuando lo necesitaba.

—Dos naves que me gustaría encontrar en el fondo del mar —comentó Giordino—. ¿Yaeger ha conseguido encontrar algo?

—Eso parece —respondió Pitt mientras pasaba las páginas del documento—. Los dos barcos están registrados en Liberia a nombre de una compañía fantasma. El rastreo de Yaeger lo ha llevado hasta una empresa turca privada llamada Anatolia Exports, la misma que mencionó la policía. Esa empresa tiene un largo historial en el transporte marítimo de textiles y otros productos turcos a diferentes países del Mediterráneo. Es propietaria de un almacén y un edificio de oficinas en Estambul, además de una instalación portuaria en la costa, cerca de la ciudad de Kirte.

—Ah, sí, ese lugar lo conozco muy bien —dijo Giordino en tono de burla—. ¿Quién dirige todo este montaje?

—Los registros de propiedad citan a una pareja llamada Ozden Celik y Maria Celik.

—No me digas más... Conducen un Jaguar y les gusta arrollar a la gente con un barco.

Pitt le pasó una foto de Celik que Yaeger había conseguido de una conferencia de comercio turca. Y luego una serie de fotos de las propiedades de Celik tomadas desde los satélites.

—Es nuestro muchacho —dijo Giordino después de mirar la primera foto—. ¿Qué más sabemos de él y su esposa?

—Maria es su hermana. La información es un tanto escasa. Yaeger indica que los Celik son personas muy reservadas que se exhiben muy poco. Dice que tuvo que escarbar mucho para encontrar algo.

—¿Y lo consiguió?

—Escucha esto. Un rastro genealógico sitúa a los Celik como tataranietos de Mehmed VI.

Giordino sacudió la cabeza.

—Me temo que no sé quién es.

—Mehmed VI fue el último sultán reinante del Imperio otomano. El y su familia fueron expulsados del trono y del país cuando Atatürk asumió el poder en 1923.

—Y ahora el pobre chico no tiene nada que exhibir, excepto un viejo carguero. No me extraña que esté tan cabreado.

—Al parecer tiene mucho más que eso —señaló Pitt—. Yaeger cree que esa pareja son dos de las personas más ricas del país.

—Supongo que eso explica el fanatismo por el pecio otomano.

—Y el atrevimiento del robo en Topkapi. Aunque podría haber otros motivos.

—¿Por ejemplo?

—Yaeger encontró un posible vínculo financiero con un gabinete de comunicación de Estambul. Ese gabinete se encarga de promover la candidatura del muftí Battal en las próximas elecciones presidenciales. —Pitt dejó la página que estaba leyendo—. En Estambul, Rey Ruppé nos habló de ese muftí. Cuenta con numerosos seguidores fundamentalistas, y algunos círculos lo consideran peligroso.

—Nunca viene mal tener amigos con dinero. Me pregunto cuál puede ser el interés de Celik...

—Una pregunta que quizá tenga una respuesta esclarecedora —dijo Pitt.

Dejó el último informe y pensó en el millonario turco y su salvaje hermana mientras Giordino echaba un vistazo a las fotos por satélite.

—Veo que el
Estrella Otomana
ha vuelto al puerto de origen —comentó—. Me pregunto qué hace un buque tanque griego a su lado.

Deslizó las fotos por la mesa para que Pitt las viese. El director observó la conocida bahía y vio el carguero en el muelle. Al otro lado había un pequeño buque tanque; la bandera azul y blanca apenas era visible en lo alto del mástil, pero le llamó la atención. La observó unos instantes y luego cogió una lente de aumento de la mesa de cartas.

—No es una bandera griega —dijo—. Ese buque tanque es de Israel.

—Algo había oído de que los israelíes tenían una flota de buques tanque —comentó Giordino.

—¿Has dicho algo sobre un buque tanque israelí? —preguntó el capitán Kenfield, que había oído la conversación desde el otro lado del puente.

—Al ha encontrado uno amarrado en la bahía de nuestros amigos turcos —dijo Pitt.

Kenfield se puso pálido.

—Mientras estábamos en el puerto llegó la alerta sobre un buque tanque israelí desaparecido frente a las costas de Manavgat. En realidad ese buque tanque transporta agua.

—Recuerdo haber visto uno hace unas semanas —señaló Pitt—. ¿Cuáles son las medidas del barco desaparecido?

—El buque se llamaba
Dayan
, si no me equivoco —contestó el capitán, que se acercó a un terminal informático y realizó una búsqueda rápida—. Tiene un registro bruto de ochocientas toneladas y una eslora de ciento tres metros.

Giró la pantalla del ordenador hacia Pitt y Giordino para que viesen la foto del barco. Eran clavados.

—Estas fotos tienen menos de veinticuatro horas —dijo Giordino, que leyó la hora y fecha en el marco.

—Capitán, ¿qué tal funciona su sistema de comunicación segura vía satélite? —preguntó Pitt.

—Del todo operativo. ¿Quiere hacer una llamada?

—Sí —contestó Pitt—. Creo que ha llegado la hora de llamar a Washington.

57

—O'Quinn, le agradezco que haya venido. Por favor, entre y siéntese.

Al oficial de inteligencia le sorprendió que el vicepresidente de Estados Unidos le recibiese en el vestíbulo del primer piso del edificio Eisenhower y le acompañase en persona a su despacho. El protocolo de Washington sin duda establecía que un secretario o un ayudante de menor rango hiciese de escolta hasta la guarida sacrosanta del número dos. Pero James Sandecker prescindía de tanta ceremonia.

Sandecker, un almirante de la marina retirado, había sido el responsable de la fundación de la NUMA décadas atrás y de convertirla en una unidad oceanográfica de primera fila. Sorprendió a todos al pasar las riendas a Pitt y aceptar la vicepresidencia, desde donde esperaba favorecer la protección de los océanos del mundo. Bajo, muy individualista, de cabello rojo y perilla, Sandecker era conocido en la capital como un hombre abierto y sin pelos en la lengua que sin embargo era muy respetado. Durante las sesiones de inteligencia, a O'Quinn le divertía ver la rapidez con que el vicepresidente podía analizar un tema o a un individuo para llegar al corazón del asunto.

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