Salvo Maoni y tres de los hombres que colaboraron en la construcción del barco, no parecía haber otros voluntarios dispuestos a participar de la travesía. Y debían ser, cuanto menos, doce tripulantes para hacer todas las tareas de a bordo. Durante los días calmos en que el viento les fuera favorable, podían valerse de las velas y un par de remeros Pero en las jornadas de tormentas y vientos contrarios, necesitarían ocuparse de los diez remos. Según los cálculos de Quetza, si no hubiese tierras en el medio, partiendo hacia el Levante, podrían dar la vuelta al mundo y regresar por el Poniente en aproximadamente ochenta días. Sin embargo, no era una tarea sencilla convencer a la gente de que la Tierra era una esfera igual que los demás astros que se veían en el firmamento. El horizonte infundía un miedo ancestral; muchos pensaban que era el límite después del cual el mundo se despeñaba hacia un abismo sin fin, o que había una tierra habitada por demonios o dioses malignos desterrados del panteón. Ellos mismos, mientras pescaban, solían ver naves inmensas con dioses de barbas rojas, los
viquincatl
, como los llamaban, que se veían fieros y temibles. Si bien Maoni jamás los había visto, estos relatos venían desde generaciones y él les daba crédito. Tal vez era ésta la confirmación de que, en efecto, había otro mundo al otro lado del mar. Quetza les recordaba que, según su propia tradición, los huastecas habían llegado conducidos por el sacerdote Cuextecatl desde ultramar a bordo de una gran nave. Por otra parte, fue en la Huasteca donde surgió por primera vez el culto a Quetzalcóatl. La enorme cantidad de antiquísimas imágenes labradas en piedra eran el testimonio de su relación con el Dios de la Vida. Pero lo que resultaba realmente notable era el modo en que se lo representaba: era el Señor de la Tierra de la Blancura y se lo veía como un hombre de barba roja, muy semejante a los
viquincatl
. Hecho este que abonaba la antigua creencia tolteca según la cual, todos los hombres, al margen del color de su piel o procedencia, de las tierras que habitaran, las costumbres que tuviesen o la lengua que hablaran, provenían de la obra de los mismos dioses, de la lucha entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca.
Pero por muy convincentes que fueran los argumentos de Quetza, no había forma de persuadirlos de participar en la empresa. Aunque les ofreciera la libertad o quitarles el yugo del
tlatoani
, así les prometiera ser dueños de parte de las tierras por conquistar, sólo contaba con cinco hombres. Sin embargo, cuando la noticia llegó a oídos de los reclusos meneas, varios se mostraron dispuestos a escuchar las propuestas de su joven compatriota. Pasar de presos desterrados a nobles señores, dueños de grandes extensiones, era una idea tentadora. Pero, claro, antes había que negociar con Papaloa.
—Tengo los hombres para tu tripulación —le dijo a Quetza el jefe de aquellas posesiones.
El joven capitán estaba en una encrucijada. La gente que le ofrecía Papaloa eran los peores ejemplares del pueblo mexica: ladrones, asesinos y delincuentes de la más baja laya. Habían sido delincuentes antes de ser desterrados y lo eran más todavía aun presos. Pero existía un problema mayor: eran, además, los peores enemigos de los huastecas. Ellos se encargaban de tomar venganza luego de las rebeliones asesinando a los insurrectos, violando a sus mujeres y saqueando sus casas. ¿Cómo hacer convivir en una pequeña isla flotante a víctimas y verdugos sin que se mataran a poco de zarpar?
—El problema no son las tareas sino el azote —le contestó Papaloa con las mismas palabras que Quetza había usado para poner en duda su eficacia para imponer el orden en la villa—, imagino que ha de ser más fácil mantener la armonía en un barco habitado por doce personas que en un poblado de mil habitantes compuesto por rebeldes, asesinos y locos —concluyó, soltando una de sus carcajadas sarcásticas.
Los voluntarios, por otra parte, no tenían la menor experiencia en materia de navegación. A diferencia de los huastecas, que eran hombres de mar, los reclusos provenían, en su mayoría, de las montañas que rodeaban Tenochtitlan; a lo sumo, y en el mejor de los casos, alguna vez habían recorrí Jo los canales de la capital en canoa. Por otra parte, los nativos que se habían ofrecido para la travesía, como era de esperarse, se negaban a ser camaradas de sus verdugos. Sin embargo, pensó Quetza, ambos grupos tenían una cosa en común: el hambre de libertad. Si conseguía que unos y otros se aceptaran entre sí, una vez en alta mar no tendrían otra alternativa que la convivencia pacífica, a menos que se decidieran por el suicidio: un enfrentamiento mortal resultaría en el naufragio de la expedición, ya que todos y cada uno serían imprescindibles. De modo que Quetza resolvió aceptar el ofrecimiento de Papaloa. El jefe de la colonia sólo pedía una condición: si realmente encontraban tierras al otro lado del mar, exigía la mitad de las comarcas que le tocaran a cada uno de los hombres que estaban bajo su custodia. En rigor, Papaloa no apostaba ni un puñado de cacao por el éxito de la expedición; pero no tenía nada que perder, al contrario, se quitaba de encima a los reclusos más revoltosos; en cuanto a los nativos, no representaban ningún valor para él. Pero, lo más importante, podía despedirse para siempre de aquel jovencito con ínfulas de conquistador, de aquel
pilli
protegido del emperador que había llegado a la villa para poner en duda su autoridad. Si, en cambio, las afiebradas ideas del hijo de Tepec tenían algo de cierto, se aseguraba un futuro de riqueza y poder.
En una semana, cuando brillara la luna llena, el barco habría de zarpar.
Al cabo de arduas negociaciones entre Quetza, Papaloa, los huastecas y los presidiarios mexicas, la tripulación quedó finalmente conformada. Habida cuenta de que no existían jerarquías militares navales, los grados se establecieron de acuerdo con los rangos del ejército. La lista, en orden de escalafón, estaba encabezada por Quetza como
achtontecatl
(comandante), luego venían Maoni y un presidiario llamado Itzcoatl, ambos con el grado de
achcauhtli
(capitanes). Subordinados a ellos había cuatro
teyaotlani
(oficiales), dos nativos y dos mexicas, y por último seis
acallanelotl
(soldados rasos), tres de cada bando.
El propósito de tal formación tenía por objeto no sólo ser ecuánime en cuanto a la distribución de cargos para cada grupo, sino que, al establecer mandos compartidos, cambiaría la lógica horizontal de los grupos antagónicos por una lógica vertical en la que un grupo no quedara subordinado al otro. Así, en lugar de dos grupos, ahora habría tres, cada uno de los cuales estaba integrado por igual número de mexicas y huastecas, todos ellos supeditados al poder superior de Quetza.
DIARIO DE VIAJE DE QUETZA
(*)
(Cartas a Ixaya)
En el nombre de Quetzalcóatl
Mi amadísima Ixaya:
Nunca te he confesado que era mi sueño, al término del
Calmécac
, pedir a tus padres que aceptaran entregarte en matrimonio y que fueras mi esposa. Pero nada de esto pude ver concretado: no me fue permitido concluir mis estudios, ni me han autorizado a verte siquiera antes de que el rey me obligara a partir al exilio. No he podido, tampoco, despedirme de mi padre, Tepec.
Tengo la certeza, como tantas veces te he dicho, de que hacia el Levante existe otro mundo. Muchos honores me serán dados, así me lo ha dicho el rey, si hallo en mi empresa las tierras de Aztlan u otras donde extender los dominios del Imperio. Se me ha prometido, también, que sería nombrado príncipe de todas las islas y tierras que yo descubriese y ganase de aquí en adelante. Pero ni los honores, ni el afán de someter a otros pueblos, ni el de extender el Imperio, ni los títulos o cargos tendrían para mí importancia alguna si eso significara renunciar a ti.
Nada desearía más en este mundo que estuvieses a mi lado, como en los viejos tiempos, cuando éramos niños y, recostados sobre la cima de la gran Tenochtitlan, a la que tanto añoro, contemplar las estrellas del firmamento. Las mismas estrellas que hoy me guían en este mar con el que he soñado toda mi vida.
Se me ha dicho que sea conmigo Huitzilopotchtli, que me acompañe y me asista en las batallas, si las hubiere, y lleve su poder a los confines del mundo y que encuentre yo siervos para ofrendarlos a él. Pero no es al Dios de la Guerra a quien debo encomendarme, sino a Quetzalcóatl, Dios de la Luz y de la Vida, el Dios de mis antepasados, el Dios de mi padre, Tepec.
Se me ha dicho que lleve a los nuevos mundos que encontrare el legado del pueblo mexica, que extienda el poder de Huitzilopotchtli a las tierras anexadas, de igual manera que lo hicimos en la Huasteca. Pero, así la paradoja, la mitad de mis compañeros de viaje son buenos huastecas y, la otra mitad, malos mexicas. ¿A quiénes ha de preferir el
tlatoani
? De esta respuesta depende la victoria o el fracaso de la empresa.
Traigo conmigo cincuenta libros de tela de maguey y de piel de cordero, que resisten mejor que el papel las inclemencias del mar, en cuyas páginas habré de escribir todas las alternativas de este viaje. Mi amada Ixaya, además de apuntar todo lo que mis ojos vean y lo que mi corazón sienta, tengo propósito de hacer mapas nuevos, en los que situaré todos los mares y las tierras que en medio encontrare. Y así te lo habré de describir todas las noches, igual que, cuando niños, en la cima de la gran Pirámide de Huey Teocalli, imaginábamos cómo sería el mundo mientras contemplábamos el cielo. Serán esas mismas estrellas las que me conducirán hacia el Nuevo Mundo y las que me habrán de traer de vuelta hacia ti.
Zarpamos desde la punta de la bahía de Atototl cuando el sol comenzaba a despuntar. El mar estaba calmo y una brisa suave henchía el velamen. Cuatro remeros eran suficientes para mantener una velocidad considerable. A bordo reinaba la misma tranquilidad que en las aguas; los ánimos de la tripulación estaban tan serenos que tal vez fuese aquel el presagio de una calamidad. Mexicas y huastecas, viejos enemigos, remaban acompasadamente y trabajaban juntos en las faenas. Pero todo lo hacían sin dirigirse la palabra, sin sí-quiera mirarse; cualquier pequeña rispidez podía significar la chispa que encendiera la hoguera. Los huastecas, expertos navegantes, se movían seguros de aquí para allá por la cubierta sin perder el equilibrio; en cambio los mexicas se mostraban vacilantes, por momentos sufrían mareos y se arqueaban sobre la baranda para vaciar las tripas. Considerando la superioridad de los antiguos dominados en esta pequeña patria flotante, los reclusos liberados debían admitir para sí que su vida dependía ahora de aquellos a quienes solían avasallar. Era una calma forzada por las circunstancias. Pero temía yo que no durara demasiado.
Pasado el mediodía noté de pronto una expresión de pánico en la cara de los mexicas. Giré mi cabeza para mirar en la misma dirección que ellos y mi corazón se estremeció: la angosta línea de tierra sobre el horizonte había desaparecido por completo a mis espaldas. Adonde mirara no veía más que agua. Todas mis creencias, todas mis convicciones han quedado suspendidas sin tener en dónde afirmarse.
El mar y los ánimos a bordo continúan calmos. Pusimos el Sol hacia el Norte, después al Noreste y al Norte cuarta Noreste. Nos dirigimos hacia las islas de los taínos, donde habremos de tomar provisiones. Ése era el plan para navegar ligeros buena parte del viaje. Mi segundo, Maoni, resultó ser un gran navegante; según su descripción, pude hacer un mapa del conjunto de islas.
Los huastecas solían tener comercio con los isleños hasta la ocupación mexica. Los taínos, tal el nombre que se dan los nativos, y que significa en su lengua «hombres buenos», guardan gran recelo de nuestros compatriotas al ver el modo en que fueron sometidos los pueblos de la Huasteca. Habrá que andar con cuidado y hacer buena diplomacia con ellos. Son grandes navegantes y fabrican excelentes canoas.
Otras islas más pequeñas están habitadas por los canibas, palabra que en idioma taíno significa «hombres malos». Estos nativos mantienen permanente acechanza hacia los taínos. Son muy guerreros y acostumbran comer enteros a sus enemigos, según me relató mi segundo, Maoni. Además de expertos navegantes, los canibas son los mejores constructores de naves, a las que llaman «piraguas», las cuales están hechas con un solo y gran tronco, y pueden transportar hasta doscientos guerreros, veinte veces más que los tripulantes que llevamos a bordo.
Tanto los taínos como los canibas y los demás nativos deberán entender que no es la nuestra una misión de conquista sobre sus tierras. Pero tampoco habremos de revelar nuestro verdadero propósito para no alentar suspicacias ni ambiciones o codicias sobre nuestra expedición.
Mí amada Ixaya: no tengo palabras para describir la noche en medio del océano. Nunca he visto nada comparable. No tengo palabras. Desearía que estuvieras aquí.
Hoy hemos vuelto a ver tierra. El sol se alzó por encima de una delgada franja verde. Los pájaros nos acompañan revoloteando en torno del barco. La espesura que se ve hacia el Este es la isla de Kuba y las montañas que se divisan son las de Kubanacán. No es nuestra intención tocar tierra, pues no es necesario aún hacernos de provisiones ni establecer contacto con los nativos; deberemos, en lo posible, evitar encuentros que puedan provocar confrontaciones. Si bien ésta es tierra de taínos, nunca se sabe cuándo acechan los canibas.
Los hombres se han visto más tranquilos al ver suelo firme nuevamente, a pesar de que ahora resulta más peligroso navegar cerca de la tierra.
Por la noche, estando el cielo estrellado, hemos visto caer una lluvia de fuego sobre el mar. Fue algo maravilloso, aunque mis hombres sentían miedo de ser alcanzados por las gotas de fuego. Parecía furia desatada por Huitzilopotchtli. De pronto todo cesó. El mar, el cielo y las estrellas, todo fue quietud. Maravilloso.
Hoy ha sido un día difícil. Sucedió lo que yo tanto temía. La cercanía de tierra firme hizo que algunos de los mexicas recuperaran un poco de seguridad y hubo un altercado con los huastecas; todo comenzó con un intercambio de palabras, luego unos insultos y, finalmente, dos hombres terminaron trenzados en lucha. Uno de ellos, un mexica pendenciero llamado Michoani, quitó uno de los remos del seguro y lo descargo con ferocidad contra el otro hombre. Cerca estuvo de romperle la cabeza; el agredido pudo esquivar el golpe, pero el remo quedó destruido, parte de la cubierta dañada y un tramo de la cuerda para lanzar flechas, cortada. Por primera vez tuve que hacer valer mi autoridad: ordené a los otros hombres que los separasen y detuvieran la pelea; obedecieron de inmediato, de otro modo la expedición hubiese zozobrado en ese mismo instante, ya que Michoani, enceguecido por la furia, blandía el remo sin importarle destruir todo lo que estaba a su alcance. Una vez reducido por los tripulantes, le advertí que si no entraba en razones lo castigaría haciendo que lo ataran de pies y manos y lo encerraran bajo la cubierta.