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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (21 page)

BOOK: El conquistador
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Y a medida que el gran cacique de Xochitlan se deshacía en lisonjas, honores y favores, Quetza podía hacerse una perfecta composición de cómo se manejaban los asuntos políticos en esa orilla del mar. Cierto era, pensaba, que la urdimbre con que se tejía la política no era en sus tierras menos espuria que allí: la guerra y los sacrificios eran la fuente y a la vez el propósito último de todos los actos de gobierno. No menos cierto era, también, que en Tenochtitlan y sus dominios los reyes, la nobleza y los sacerdotes gozaban de tantos y tan injustos privilegios como en las nuevas tierras: Quetza lo sabía mejor que la mayoría de sus compatriotas, ya que pertenecía al selecto grupo de los
pipiltin
. Pero eso no le impedía tener una mirada imparcial sobre ambos mundos. Era consciente de que los asuntos de la política eran tan oscuros aquí como allá. Pero cuanto más hablaba con los caciques y la nobleza de las tierras por él descubiertas, mayor era su asombro: nunca había visto tanta intriga y contubernio, tanta falta de escrúpulos y corrupción; jamás pensó que el ser humano fuera capaz de semejante grado de sutileza para el mal, tanto ingenio para el robo y tanta exquisitez para la rapacidad. Pero eso tenía que servir a las tropas mexicas en sus planes de conquista. Luego de su encuentro con el gran cacique, Quetza escribió: «La corrupción de estos gobernantes ha de ser nuestra aliada a la hora de entrar con nuestros ejércitos. Poco les importa el bien de sus pueblos o el honor de sus nombres; hay aquí una palabra que impera sobre cualquier otra: oro. Muchas batallas nos ahorraríamos si pudiésemos comprar la voluntad de estos caciques por un precio superior al que paga su rey».

12. LA ALIANZA DE LOS DIOSES

Luego de su visita a Sevilla y aprovechando la interesada hospitalidad de sus anfitriones, Quetza pidió que le hicieran conocer los dominios de la corona. Su propósito era el de trazar un mapa completo de las nuevas tierras, establecer los puntos estratégicos, mensurar el poderío militar, estudiar potenciales alianzas y conocer el carácter de los nativos comunes, futuros súbditos del Imperio Mexica. Encarnando su papel de marino venido de Catay visitó Córdoba, Jaén y Murcia. Llegó al Norte de la Corona de Castilla y tuvo audiencias con los caciques de Galicia, Compostela, Oviedo, Viscay y Pamplona. Hacia el Poniente, anduvo por Cartagena, pasó al Reino de Aragón y conoció Valencia y Cataluña. Antes de llegar a Ciudad Real estuvo en Toledo. Acompañado por Keiko y su comitiva recorrió cada rincón de la Corona de Aragón y Castilla. Por entonces, Granada era una tierra en disputa; último bastión de los musulmanes, el rey Abu Abd Allah, o Boabdil, resistía la embestida de los Reyes Católicos. Quetza se preguntaba si los mahometanos podrían ser buenos aliados para los mexicas a la hora de invadir el Nuevo Mundo. Mucho discutieron este punto Quetza y Maoni. Al jefe mexica le importaba particularmente el punto de vista de su segundo, ya que él era un súbdito de la Huasteca, un extranjero en relación con Tenochtitlan. Maoni sostenía que sería una alianza condenada al fracaso, ya que habían sido derrotados, expulsados u obligados a convertirse al cristianismo en la mayor parte de la península. Quetza le hacía ver que tal vez llegaran a sumar un número importante a la hora de rebelarse contra la Corona, que muchos de los conversos se volverían contra los
tlatoanis
católicos llegada la hora oportuna. Maoni le recordaba a su jefe que, por más enemigos que fuesen, cristianos y musulmanes tenían una historia común, cuyos dioses y profetas eran, en muchos casos, los mismos. Entonces Quetza respondía que, siendo cierto lo que decía su segundo, el orgullo herido de las huestes de Mahoma, al verse recientemente derrotadas, hacía que se mantuviese viva la sed de venganza. Y era ése un elemento que podía volcarse a favor de los mexicas. Entonces Maoni señalaba que la fe de los mahometanos les impedía admitir nuevas deidades como Quetzalcóatl, Tláloc o, en las antípodas, Huitzilopotchtli. Pero Quetza sostenía que los árabes tenían una visión del universo que no se diferenciaba demasiado de la de los mexicas; de hecho, el calendario de los moros era mucho más semejante al que él había concebido que al de los cristianos. En fin, concluían, eso se vería a la hora de medir armas con las huestes del Cristo Rey.

Quetza no olvidaba cuál era el íntimo propósito que lo guiaba en su derrotero; ya había probado que existían tierras al otro lado del mar. Por otra parte, estaba en condiciones de demostrar a los incrédulos que, si continuaba su travesía hacia el Levante, podía llegar al punto de partida. Es decir, estaba muy cerca de poner frente a los ojos de todos el hecho incontestable de que la Tierra era una esfera. Gracias a sus mapas y a los de Keiko, tenía en sus manos casi la totalidad de la carta terrestre. Pero aún faltaba probar lo más importante: la existencia del lugar de origen de su pueblo: la mítica Aztlan. No sospechaba por entonces que, en su ansiada audiencia con los reyes de Aragón y Castilla, iba a encontrar una inesperada respuesta.

Quetza llegó a la audiencia con los reyes acompañado no sólo de su propia comitiva, sino de una cohorte de funcionarios y caciquejos de las ciudades que visitó: ninguno quería quedar excluido de las futuras rutas de las especias que uniría a la Corona con Oriente.

Para asombro de Quetza, a diferencia del
tlatoani
de Tenochtitlan, los Reyes Católicos no tenían una residencia fija, ni un palacio permanente. Ejercían su reinado de modo itinerante, siempre viajando. Habida cuenta de que su corte y su séquito eran muy poco numerosos en comparación con el de otras coronas, podían alojarse en las distintas ciudades del reino. Pronto comprendió Quetza que esto no era una muestra de austeridad, ya que, en rigor, debería decirse que no tenían una residencia sino muchas. Los más imponentes palacios que había visitado Quetza en su viaje eran, de hecho, los aposentos reales. El joven jefe mexica supo que algunos castillos solían ser más visitados que otros por los reyes, tales como los alcázares de Toledo, Segovia y Sevilla. Durante algunas épocas del año solían alojarse en conventos que estaban bajo su patronazgo, como el Convento de Guadalupe. Pero había un lugar que era el preferido de la reina: el Palacio de la Mota, en Medina del Campo. Y en ese sitio los reyes le concederían la audiencia al joven jefe extranjero.

Ningún otro palacio, ni aun el Alcázar de Sevilla, impresionó tanto a Quetza como aquel que se destacaba sobre una suerte de meseta en medio de una llanura terracota. A medida que se iban acercando al castillo, el jefe mexica tenía la impresión de estar adentrándose en los inciertos terrenos de los sueños. Era una visión más cercana a las vaporosas formas de las alucinaciones que a los pedestres asuntos de la vigilia. Una suerte de inquietud y desolación invadió a Quetza. Tales eran las dimensiones del palacio, que, pese a que los caballos avanzaban con paso firme, se diría que no se acercaban un ápice. La gigantesca construcción no parecía obedecer a las proporciones de un palacio, sino a las de una ciudad amurallada. Delante del muro había un foso que se asemejaba al cauce de un río seco, antediluviano. Todo el conjunto presentaba el mismo color terroso del suelo, como si la obra hubiese brotado de las entrañas de la tierra. Tenía la materialidad de una montaña y la natural apariencia de una formación telúrica. Eso era, se dijo Quetza, lo que le confería ese aspecto temible. Entonces el jefe mexica experimentó la misma angustia frente a la propia insignificancia que sentía cada vez que contemplaba las pirámides de su tierra. Por encima de las murallas surgían, apiñados, multitud de torreones, almenares, domos, agujas y cúpulas. Todo el conjunto estaba presidido por una enorme torre cilíndrica, maciza y pétrea, apenas horadada por angostísimas hendijas hechas para la defensa de los artilleros.

A medida que se acercaban al palacio, el corazón de Quetza latía con más y más fuerza. Estaba a punto de internarse en el centro mismo del poder político del Nuevo Mundo. Desde ese castillo habían surgido las decisiones que consiguieron extender los dominios del Cristo Rey, expandiéndose sobre el imperio de los guerreros de Mahoma. Quetza sabía que los designios de aquel reino dependerían, en un futuro próximo, de su propio destino. A partir de su descubrimiento, el mundo no sólo había multiplicado su superficie, sino que, al manifestarse en su totalidad, dejaba al descubierto los viejos misterios mexicas.

Según la tradición de los Hombres Sabios, el mundo había sido precedido por otros cuatro, cada uno regido por un sol cuyo nombre presagiaba su destrucción. Los distintos dioses de la creación luchaban por la supremacía, cada uno con un elemento que le era propio: tierra, fuego, viento o agua. En la medida en que esas fuerzas se mantuviesen equilibradas, el mundo podía subsistir bajo la potestad de un sol. Pero al producirse un desequilibrio en el cosmos, el Sol, la Tierra y los seres humanos de esa era, desaparecían. Así, a la destrucción del primer sol creado por el dios Tezcatlipoca, Dios de la Tierra, le siguió uno nuevo creado por Quetzalcóatl. Luego de exterminado éste, sobrevino una nueva génesis, cuyo creador fue Tláloc, Dios de la Lluvia. A este sol, una vez extinto, sobrevino el mundo erigido por Chalchiuhtlique, la Diosa del Agua. El quinto mundo estaba regido por Nanáhuatl. Los demás dioses se dieron cuenta de que Nanáhuatl hecho sol no se alzaría en el cielo hasta que no recibiese el alimento que necesitaba: corazones para comer y sangre para beber. Así, esos dioses se inmolaron ofrendando su sangre para dar vida al quinto sol. Ahora bien, de acuerdo con el calendario que creara el propio Quetza, el fin de este quinto sol se estaba aproximando. Pero para el joven sabio mexica, la génesis y el apocalipsis de cada sol no eran un designio sobre el universo, sino una alegoría del surgimiento y la caída de las sucesivas dinastías que gobernaron a los mexicas y sus antepasados más remotos. Cada mundo coincidía, para él, con el imperio de las generaciones de emperadores que, según fuesen más benévolos o más crueles, atribuían sus decisiones a tal o cual Dios.

Pero ahora, a la luz de su crucial descubrimiento, podía ver que su calendario también coincidía con el ascenso y el derrumbe de los imperios del Nuevo Mundo. A medida que Quetza conocía la historia de las batallas de los dioses de las tierras descubiertas, deducía que el choque entre ambos mundos estaba escrito en el silencioso peregrinar de los astros. El Imperio Romano, el Turco, el dominio Mongol, las luchas entre los monarcas que actuaban bajo la advocación de sus dioses, eran parte de una misma historia que, más tarde o más temprano, habría de unificarse cuando el mundo fuese sólo uno. Y en la medida en que él, representante del
tlatoani
de Tenochtitlan, contara con ese conocimiento, estaba llamado a hacer del pueblo mexica el nuevo Imperio Universal.

A medida que se aproximaba al palacio, tenía la convicción de que la historia estaba en sus manos. Después de surcar el mar, había alcanzado esas tierras lejanas con la bendición de su emperador y ahora iba a reunirse con los reyes del Nuevo Mundo.

13. EL ALMIRANTE DE LA REINA

Quetza y Keiko fueron recibidos por la reina en una sala austera pero íntima. El rey no se hallaba en Medina del Campo, sino en Segovia. Pocos fueron los testigos de aquel encuentro trascendental. Durante la audiencia no estuvo presente la comitiva del joven capitán, ni los caciques y caciquejos que se habían sumado durante la marcha a través de las distintas ciudades de la Corona. Quetza se ajustaba al protocolo de su patria; no miraba a Su Alteza a los ojos y permanecía con la cabeza gacha. Sin embargo, la reina procedía con familiaridad, sin otorgarle demasiada importancia al ceremonial. No estaba apoltronada en un trono, tal como podía esperarse, sino sentada a una mesa de madera rústica y noble.

La impresión que se formó Quetza cuando la vio, rápida y casi accidentalmente, fue súbita pero terminante: era aquél el rostro de una mujer común que en nada se diferenciaba del de las campesinas. En sus ojos oscuros habitaba una fatiga que se abultaba debajo de los párpados inferiores. Tenía una palidez tal, que se diría artificial. Las mejillas, generosas, pugnaban hacia abajo confiriéndole una expresión melancólica que contrastaba con su carácter encendido. Sobre su pecho pendía un enorme crucifijo en el que desfallecía el Cristo Rey.

La reina tenía un sincero interés por sus visitantes. No mostró ningún disimulo en hacerle ver al capitán extranjero que su Corona necesitaba establecer urgentes lazos comerciales con su patria, que, suponía, era Catay. No apelaba a sutilezas ni a las astucias a las que suelen recurrir quienes se sientan a negociar. La reina expuso la situación a Quetza sin ambages: cuanto más exitosa era la campaña contra las huestes de Mahoma, más férreo se hacía el bloqueo con Oriente. Desde el comienzo de su reinado habían echado a casi la totalidad de los moros de la península. Pero al replegarse éstos hacia sus originales dominios en el Levante, el paso hacia las Indias, Ceilán, Catay y Cipango se había vuelto costosísimo, cuando no imposible. Era urgente para la Corona establecer una ruta, por mar o por tierra, que pudiese eludir el cerco impuesto por los musulmanes, Las ropas que vestía la reina, el fino tul que le cubría la cara, las alfombras que recubrían el suelo, los cortinados de seda, el té que bebían a diario, los condimentos con que sazonaban sus comidas, el incienso, el alcanfor, el sándalo, las hierbas con las que se preparaban las medicinas, el cobre, el oro y la plata, todo provenía del Oriente. Era imperioso, en fin, restablecer los lazos rotos por los mahometanos. La reina se puso de pie, obligando a todo el mundo a imitarla, caminó hasta el joven capitán y, tomando sus manos, le dijo que era una verdadera bendición su visita; luego le suplicó que le hiciera conocer las cartas de navegación que le habían permitido llegar hasta la península. Quetza ya había entregado los mapas al pequeño cacique de Huelva, pero podía reproducirlos para la reina y así se lo dijo. Entonces la emperatriz hizo un gesto hacia un rincón oscuro de la sala y, desde la penumbra, se presentó un hombre que vestía las ropas de los navegantes. Debajo del brazo llevaba varios mapas, notas y cartas. Tenía una mirada experimentada, la frente alta y una convicción que se hacía evidente en cada gesto, en cada palabra. Sentados frente a frente ante la mirada de Su Alteza, luego de cambiar algunas palabras de cortesía, ninguno de ambos se atrevía a dar el primer paso, como si temieran, involuntariamente, revelar un secreto. El marino de la reina hundió una pluma en el tintero y dibujó con mano hábil un mapa que abarcaba las tierras desde España hasta la isla de Cipango. Pero Quetza notó una particularidad en el dibujo: el mundo que contenía el mapa era un círculo perfecto y marcadamente plano, como si hubiese cierta deliberación en esa llanura. Era una representación extraña en comparación con otras que había visto; no era ésa la usanza para granear la Tierra en el Nuevo Mundo. Quetza sabía que la Tierra era una esfera, pero, desde luego, no podía ponerlo en evidencia. Muchas más razones aún tenía para ocultar que existían otras tierras, sus tierras. El navegante le pidió a Quetza que trazara en la carta que él había dibujado la ruta que lo trajo desde Catay hasta el Mediterráneo. Entonces no pudo evitar poner a prueba a su interlocutor. Unió los mismos puntos que había enlazado en el mapa hecho por Keiko y que, más tarde, entregara al cacique de Huelva. Esta vez el periplo se alejaba tanto de las tierras, que llegaba hasta los mismos confines del mundo que había demarcado el almirante. El hombre examinó detenidamente la carta y destacó la audacia del capitán extranjero al aventurarse navegando tan lejos de tierra firme. Sin dudas era una ruta segura, pues el enemigo jamás se atrevería a ir a una distancia semejante. Entonces Quetza confirmó lo que sospechaba: nadie que estuviese en su sano juicio podría señalar el peligro en la distancia de la tierra firme, sino en la cercanía al fin del planeta, allí donde las aguas se precipitaban a un abismo sin fin. A menos que supiera que, en efecto, el mundo no tenía un confín abismal. Se miraron a los ojos y, entonces, en ese destello, en ese silencioso choque de espíritus, supieron que ambos eran dueños del mismo secreto: la Tierra no era plana, sino esférica. Pero no pronunciaron una sola palabra. El navegante de la reina plegó sus mapas, hizo una reverencia al ilustre visitante y dio por concluida la reunión. Quetza pidió que le repitieran el nombre de aquel hombre inquietante.

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