Quetza, a cada paso, tomaba conciencia de la importancia crucial que tenía su descubrimiento. Su propósito no era sólo develar los secretos del Nuevo Mundo, sino trazar los planes para su conquista. De modo que tenía que ver cuáles eran los recursos militares con los que contaban los nativos.
Durante aquella primera jornada en las nuevas tierras, Quetza y su tropa habían hecho varios descubrimientos. De vuelta en el barco, que dejaron amarrado en una ría recóndita y deshabitada, lejos de los ojos de cualquier aborigen, Quetza y sus segundo, Maoni, trazaron mapas; luego hicieron un recuento de los acontecimientos más importantes que atestiguaron y sacaron las primeras conclusiones. Sin dudas, el recurso militar más significativo con el que contaban los nativos era el caballo; las ventajas que les otorgaba el uso del caballo eran inmensas: velocidad para transportarse de un punto a otro, mayor altura y, en consecuencia, mayor distancia con el soldado enemigo durante el combate; no sólo les daba capacidad para llevar un jinete, sino también un carro con varios hombres; asimismo, les permitía desplazar víveres y toda clase de carga. Y, tan inédito como el caballo, era el carro o, más precisamente, las ruedas que lo movían. En los dominios de Tenochtitlan y en los pueblos vecinos, el transporte de mercancías y, de hecho, de todo tipo de productos, lo hacían los
tamemes
, hombres cuyo oficio era el de acarrear cargas sobre sus espaldas. Del mismo modo, el arado de los campos se hacía con el esfuerzo humano; en cambio, en las nuevas tierras, eran todas tareas delegadas a las bestias. Quetza no dejaba de admirarse y, a la vez, reprocharse su incapacidad por no haber imaginado algo tan básico, pero tan esencial, como la rueda. Se dijo que había estado tan cerca de alcanzar aquel concepto y que, quizá por esa misma razón, no había podido vislumbrarlo. Su calendario, el más perfecto que hombre alguno hubiera podido ingeniar, era… ¡una rueda! Si se lo despojaba de los símbolos interiores, de todos los cálculos que contenía y se lo consideraba sólo en su forma y no en su complejo contenido conceptual, nada lo diferenciaba de aquellas rústicas ruedas que permitían desplazar enormes pesos con menor esfuerzo y mayor velocidad. Pensándolo mejor, se dijo, no era que desconocieran la rueda, de hecho, tenían una inmensa cantidad de artefactos provistos con esa forma; tampoco ignoraban las ventajas de hacer rodar los objetos, prueba de lo cual eran los rodillos sobre los cuales sus mayores habían podido mover los gigantescos bloques de piedra para construir los monumentales templos. Entonces encontró la clave del problema: nunca habían conseguido unir estas dos nociones, el disco y el rodillo, es decir, la rueda y el eje.
Maoni estaba convencido de que estos descubrimientos volcaban el futuro en su favor: si a las civilizaciones descendientes de los Hombres Sabios, los olmecas, los toltecas, los mexicas, los pueblos del lago Texcoco, los de la Huasteca, los taínos y los demás pueblos del valle sumaban sus conocimientos y a ellos se agregaban los que la expedición iba a llevar desde las nuevas tierras, tales como el caballo, la rueda y el carro, toda esta sumatoria los haría invencibles. Pero era imprescindible la unidad de todos sus pueblos del Anáhuac y aún más allá. Sin embargo, Quetza sabía que era ésta una idea difícil de llevar a la práctica: la historia de todos ellos era la historia de las divisiones, las luchas y las guerras.
Maoni propuso a Quetza la construcción de otra nave, en la cual llevar varias parejas de caballos y cuanta cosa nueva pudiesen mostrarle al
tlatoani
. Si los mexicas se dedicaban a la crianza de caballos a partir de los que ellos llevaran a Tenochtitlan, en poco tiempo podrían contar con una gran cantidad de animales para afrontar una campaña militar.
Algo que también llamó la atención de la avanzada mexica, era el formidable conocimiento de los nativos en materia de navegación; durante su breve recorrida por la ciudad habían estado en el puerto. Quetza no cabía en su admiración al ver los enormes barcos que entraban y salían de las ensenadas y la destreza de los marineros para maniobrar aquellos monstruos de madera. Los velámenes, monumentales, se desplegaban con una rapidez sorprendente; veían cómo los marinos arrojaban cuerdas aquí y allá con tanta precisión que podían amarrar sin siquiera bajar a tierra. La comitiva mexica miraba todo con ojos no ya extranjeros, sino extraviados: se sentían perdidos en aquel mundo nuevo y desconocido. Observaban a esos hombres rústicos, brutales, que hablaban a los gritos, que se emborrachaban y peleaban entre sí a punta de cuchillo por cualquier nimiedad como si pertenecieran a una especie distinta. Nunca, ni siquiera los mexicas que salieron de la prisión, habían visto gentes tan poco educadas. Fue en ese instante, en el puerto, cuando Quetza tuvo una revelación: considerando la superioridad naval de los nativos, se dijo que si ellos no procedían con premura, no tardaría en llegar el día en que esos salvajes alcanzaran el otro lado del océano con sus inmensas naves. Entonces sería el fin de Tenochtitlan. La necesidad de conquistar aquellas tierras no nacía del afán de expansión, sino, más bien, para evitar que, en un futuro próximo, sus tierras fuesen tomadas por asalto.
A la mañana siguiente, sin haber podido pegar un ojo durante la noche, Quetza le expuso sus planes a Maoni: dado que no había posibilidades materiales de construir un nuevo barco para cargar en él caballos y cuantas cosas pudieran enseñarle al
tlatoani
, ya que no tenían herramientas adecuadas ni un sitio donde trabajar secretamente, debían apoderarse de un barco nativo. Sin dudas era una tarea arriesgada, aunque mucho menos peligrosa que intentar construir una nave en aquellas condiciones. Tenían dos alternativas: la primera, llegarse hasta el puerto y, subrepticiamente, robar un barco fondeado, cuyos tripulantes se hallaran en tierra; la segunda, hacerse mar adentro y, lejos de cualquier testigo, interceptar una nave pequeña y lanzarse al abordaje por asalto. Quetza y Maoni analizaron detenidamente ambas posibilidades: la primera, a simple vista, parecía la más fácil; sin embargo, presentaba serias dificultades: el puerto estaba atestado de gente, de barcos que entraban y salían, había demasiados testigos eventuales; en caso de ser descubiertos, serían rápidamente alcanzados antes de que pudiesen escapar. La segunda alternativa, pese a que parecía más compleja y, ciertamente, más cruenta, ya que implicaba una lucha franca, cuerpo a cuerpo, presentaba menos problemas. Las huestes mexicas, enfrentadas a igual número de nativos, tenían mayores posibilidades de resultar victoriosas en un combate: todos ellos tenían, en mayor o menor grado, una formación militar, espadas de obsidiana superiores a las de acero que usaban los aborígenes, arcos, flechas y lanzas, que les permitían atacar con mucha precisión a la distancia.
El plan general era sencillo: capturar un barco, cargar en él los elementos más importantes que habían descubierto, hacer una breve travesía de reconocimiento sin ser sorprendidos por los nativos, establecer mapas, trazar rutas de navegación y volver a Tenochtitlan con ambas naves. Una vez anoticiados, el
tlatoani
y la alta oficialidad del ejército mexica concebirían el plan de conquista. Entonces volverían con centenares de barcos y miles de hombres armados, preparados para un largo combate. Así, provistos de caballos y carros, vencerían a los nativos con sus propias armas.
A una distancia prudencial de la costa y cerca de la ruta que conducía hacia el puerto, Quetza y sus hombres esperaban que se acercara un barco de pequeño porte para tomarlo por asalto. Hacia el mediodía, desde el horizonte vieron aparecer la silueta de una nave. Entonces el joven capitán dio la orden de desplegar las velas y remar a su encuentro a toda velocidad. Estaba ya dispuesto el plan de abordaje cuando, desde el Poniente, se hizo visible un segundo barco. En ese momento los tripulantes de la reducida armada mexica se percataron de dos cosas a una vez: que la embarcación que habían avistado primero no era precisamente pequeña, tal como aparentaba a la distancia, y que la segunda nave era aun mayor. Por añadidura, parecían constituir ambas una misma escuadra. El número de marineros de las dos naves multiplicaba por mucho a las huestes de Tenochtitlan. Pero ahora estaban demasiado próximos para abortar la maniobra: habían sido descubiertos por los nativos. Quetza comprobó que aquella flota no sólo había visto su barco, sino que acababa de poner proa hacia él, acercándose con decisión. Sin embargo, el capitán mexica y su segundo no iban a rendirse sin pelear: ordenaron a todos preparar arcos y flechas. En el mismo momento en que iba a dar la orden de atacar, vieron un destello intenso como un relámpago sobre el casco de uno de los barcos y escucharon una explosión semejante a un trueno. De inmediato percibieron un zumbido sobre sus cabezas y, al instante, vieron algo que caía en el mar haciendo brotar columnas de agua; la nave se sacudió como por efecto de un torbellino. Quetza, aún sin saber de qué se trataba, no tardó en comprender que estaban ante la presencia del arma más letal que jamás hubiesen podido imaginar. Si aquella cosa lanzada con fuego y estruendo hubiera caído sobre su nave, sin dudas habría quedado reducida a un puñado de astillas. Entonces, considerando la superioridad numérica y armamentística, Quetza ordenó bajar las armas: era, otra vez, la hora de la diplomacia.
Cuando la nave mayor estuvo más cerca, la armada mexica pudo ver que el lugar en el cual se había originado la explosión era una suerte de tubo, en cuyo extremo había una boca desde la cual todavía surgía humo. Sobre la cubierta, cerca de la proa, Quetza distinguió a quien parecía capitanear la nave: era un hombre que llevaba un sombrero que lo distinguía de los demás y estaba observándolo a través de un adminículo semejante a una caña corta. Quetza vio con asombro que el capitán, lejos de mostrar una actitud belicosa, le hacía señas amistosas saludándolo con la mano. También el otro barco se acercó y ambos lo condujeron afablemente hacia el puerto. Quetza no tenía otra alternativa que ir tras ellos, aunque temía que al desembarcar y ser descubiertos como extranjeros, fuesen inmediatamente ofrendados a Cristo Rey, Dios de los Sacrificios de aquellos nativos.
Aquel recibimiento inicial, lleno de fuego y estruendo, había sido una salva de bienvenida. Una vez en tierra, Quetza y sus hombres fueron acogidos con la mayor ceremonia. La reducida armada mexica avanzaba a lo largo de una explanada que le había sido especialmente dispuesta. Caminaban entre dos hileras nutridas de hombres que se deshacían en saludos y reverencias. Mal podían Quetza y Maoni disimular la sorpresa, aunque intentaban devolver los saludos con naturalidad. Era como si aquella recepción estuviese largamente planificada. Al final de la explanada los esperaban las autoridades de la ciudad. De hecho, Quetza pudo reconocer a los sacerdotes que, el día anterior, presidían la ceremonia de los sacrificios. Tal vez, tanta bienvenida no era sino el prólogo de la despedida para aquellos que iban a ser ofrendados a Cristo Rey. También en Tenochtitlan se agasajaba a los mancebos antes de entregarlos a Huitzilopotchtli. Cuando finalmente estuvieron frente a quien parecía ser el cacique de aquellos nativos, la autoridad puso en manos de Quetza una suerte de plato dorado con piedras preciosas engarzadas alrededor de la omnipresente figura de la cruz Quetza agradeció inclinando la cabeza y, de inmediato, mandó a uno de sus hombres a buscar un saco de cacao y unas piezas de obsidiana. Consideró que era un regalo modesto en comparación con el que acababa de recibir, pero no tenía otra cosa. Sin embargo, cuando entregó el obsequio, vio que los ojos de los nativos brillaban con la luz del asombro, como si jamás hubiesen visto un vulgar grano de cacao o una piedra de obsidiana. Entonces, el cacique habló mirando a los ojos de Quetza. Desde luego, la avanzada mexica no entendió una palabra. Pero detrás del hombre surgió un pequeño personaje que presentaba rasgos semejantes a los suyos: la piel cobriza, los ojos rasgados y una complexión física parecida, aunque su nariz era notoriamente pequeña. Cuando el hombre blanco hizo una pausa, le cedió la palabra al otro para que tradujera; Quetza no podía explicarse cómo alguien podía conocer su lengua, a menos que otros mexicas hubiesen estado allí antes que él. Sin embargo, cuando el hombre pequeño habló, lo hizo en un idioma también indescifrable para mexicas y huastecas. Quetza de pronto comprendió todo: era evidente que aquella recepción no era para ellos, las autoridades estaban esperando a otra delegación extranjera, la cual, sin dudas, hablaba el idioma del lenguaraz.
Por una parte resultaba éste un hecho auspicioso, ya que, al menos por el momento, estaban a salvo. Por otro lado, era imperioso para Quetza mantener en secreto el lugar del cual provenían, si quería evitar la invasión por parte de aquellos nativos. Pero cuánto tiempo podía durar la farsa si ni siquiera sabía de qué país era la delegación que esperaban los aborígenes. Sin embargo, resultaba claro que alguna cosa en común deberían tener con aquéllos, al punto que los habían confundido. Tal vez estuviesen esperando a los lejanos parientes de los mexicas, los habitantes de Aztlan. La existencia de las míticas tierras del origen volvían a ser para Quetza una esperanza.
El lenguaraz, al comprobar que los visitantes no entendían sus palabras, habló en otro idioma; pero resultó un intentó tan vano como el anterior. El pequeño hombre que asistía al cacique trató de comunicarse sin éxito en media docena de lenguas. Quetza y Maoni notaron que el cacique se impacientaba con su intérprete, como si él fuese el responsable de que la comitiva no pudiese comprender.
Después de un largo intercambio de gestos, monosílabos y dibujos sobre un papel, Quetza entendió que estaban siendo confundidos con viajantes que venían desde el Oriente. El joven jefe mexica, desde luego, no contradijo esta certidumbre de los aborígenes; al contrario, señalaba con su índice hacia el Levante para indicar su procedencia. Y, sin proponérselo, decía la verdad, ya que sabía que si se iba muy al Occidente se llegaba al Oriente y viceversa. El mundo, se dijo Quetza, era más extenso de lo que imaginaba. Creyó entender que el cacique le preguntaba cuál era el nombre de su patria, de qué tierras provenían; entonces Quetza contestó sin dudarlo:
—Aztlan —dijo.
Y no mentía.