Quetza adivinó en la mirada de Keiko una recóndita voluntad que ni siquiera ella podía descifrar. Tal vez algún día fuese su esposa. Quizá, si alguna vez el mundo fuese uno, si Quetzalcóatl y los demás dioses de la vida llegaran a reinar por sobre los dioses de la muerte y la destrucción, si acaso el único imperio fuese el Imperio del Hombre, entonces no habría fronteras ni océanos que pudieran separarlos. Pero mientras tanto, cada uno era apenas un fragmento de patria que pugnaba por fundirse, otra vez, con la tierra de donde habían partido. Quizás, el sentido último de los viajes fuese el regreso. «Se viaja para volver», había anotado Quetza en algún lugar de sus crónicas. El capitán mexica se dijo que no tenía derecho a arrancar a Keiko de su casa por segunda vez; esa delgada isla, tan sutil como el trazo de un pincel, era su hogar. Sólo entonces Quetza descubrió que había recorrido medio mundo no para descubrir y conquistar nuevas tierras, sino para devolver a la niña que había sido robada de su casa.
La pequeña carabela tocó tierra junto a un muelle. Keiko posó sus pies sobre la explanada y, sin girar la cabeza, caminó con su paso breve hacia la villa de pescadores que se extendía paralela al mar. La niña de Cipango se alejó hasta perderse al otro lado de un seto de cañas mecido por el viento.
Un silencioso cataclismo devastó el universo que Quetza y Keiko habían logrado concebir.
No existía obstáculo que se interpusiera entre Cipango y la costa Oeste del Imperio Mexica, las tierras situadas al Norte de Oaxaca. De acuerdo con los cálculos de Quetza, la distancia entre ambos puntos era apenas mayor que la que había desde el lugar de partida en la Huasteca hasta Huelva. Las crónicas del viaje en este punto se redujeron casi hasta la extinción. Apenas unas pocas notas reflejan el ánimo desolado de Quetza al dejar a sus espaldas la isla de Cipango. Ni siquiera la idea del reencuentro con la otra mujer que amaba, su futura esposa, Ixaya, alcanzaba para confortarlo. Tampoco el hecho de saber que habría de ser recibido con honores por el
tlatoani
como el hombre que escribió la página más gloriosa de la historia de Tenochtitlan, sólo comparable con la remota epopeya de Tenoch, le servía de consuelo. Lo impulsaba el anhelo de encontrarse con su padre, Tepec, y la certeza de que si dilataba su arribo a la capital del Imperio Mexica por el Oeste, tal vez llegaran antes los españoles o los portugueses por el este.
Cerca de noventa jornadas tardó la escuadra capitaneada por Quetza y Maoni en cruzar el océano. Si durante el tramo de ida hacia el Nuevo Mundo los ánimos de la tripulación, azuzados por el miedo, la desconfianza y la avaricia, habían puesto en riesgo la travesía, ahora, luego de probar su propia valentía y seguros de la sabiduría de su capitán, regresaban con el temple de los héroes. Navegaron sobre un mar sereno, sin sobresaltos, hasta que vieron flotando entre las olas algunas ramas, señal segura de tierra firme. El graznido de las gaviotas volando sobre la escuadra era la confirmación de la proximidad de la costa. Cuando al fin divisaron los acantilados del Norte de Oaxaca precipitándose al mar, en el momento mismo en que estaban buscando una playa donde desembarcar, se desató un oleaje furioso. Verdaderas paredes de agua venían desde el mar, chocaban contra las rocas y volvían con una fuerza tal que los barcos se elevaban quedando virtualmente suspendidos en el aire y luego caían como enormes peces muertos. Las olas golpeaban contra el casco de las naves haciendo que las maderas crujieran amenazando con quebrarse. El relincho de los caballos y los espantados alaridos del elefante agregaban patetismo a ese súbito pandemonio. La nave mexica comandada por Maoni y presidida por la serpiente emplumada, acaso porque era más liviana y versátil, parecía resistir mejor los embates que la carabela capitaneada por Quetza. Como un dragón luchando contra la furia del mar, pugnando por mantenerse a flote, el barco mexica ofrecía una tenaz resistencia. De pronto la nave española fue arrastrada por el oleaje y despedida contra una roca afilada que surgía desde el lecho del mar: el golpe hizo que se partiera a la mitad, convirtiendo en astillas las duras maderas del casco. La elefanta preñada intentaba desesperadamente nadar hacia la costa, pero a merced de los arbitrios de las corrientes iba y venía, giraba sobre su eje con la trompa en alto para poder respirar, hasta que desapareció por completo dentro de un remolino. Los caballos daban una lucha denodada y fue aún más penoso: uno de ellos llegó a alcanzar la orilla y subirse a un peñasco que sobresalía del acantilado. Pero viendo que no tenía modo de ascender por aquel muro de piedra, ni un resquicio por donde avanzar o retroceder, se entregó a la furia del mar, desapareciendo con una ola que lo golpeó sin piedad. Los camellos no resistieron ni un instante y se hundieron tan pronto como tomaron contacto con el agua, emitiendo un sonido doliente. En un abrir y cerrar de ojos, nada había quedado de la embarcación, de su cargamento y su tripulación.
Maoni, que había conseguido guiar su nave hacia un remanso formado por una escollera natural de piedras, ordenó a sus hombres que desembarcaran y nadaran hacia la costa. De pie en la cubierta, la palma de la mano sobre los ojos, buscaba con desesperación a los tripulantes escudriñando cada ola, viendo en el interior de las correntadas, a la vez que gritaba el nombre de su capitán. Maoni consiguió sacar del mar a cuatro hombres; el resto de la tripulación, incluido Quetza, habían desaparecido entre las aguas.
La carabela obsequiada por la reina de España, aquellos animales fabulosos nunca vistos, las ruedas sobre las que se deslizaban los carros, los carros, las terroríficas armas de fuego, la pólvora que impulsaba las bolas de acero, las sedas de Oriente Medio, las semillas de las plantas más exóticas, los pájaros de Catay, los vidrios de colores, los mapas y varios de los
amoxtli
en los que habían quedado escritas muchas de las crónicas, luego de dar la vuelta a la Tierra, todo fue a dar al fondo del mar, justo frente a las costas de Oaxaca a las puertas mismas del gran Imperio Mexica. Si en la superficie el mar era un monstruo furioso, en las profundidades, sobre el lecho pedregoso, allí donde reposaba el cuerpo yaciente de Quetza, todo era calma. El capitán mexica, a medida que dejaba escapar de sus pulmones las últimas burbujas de aire, veía cómo a su lado caía una lluvia alucinatoria: elefantes, camellos, caballos, pedazos de barco y cuantas maravillas habían traído de su viaje, se abatían como una lluvia que tenía la lentitud de lo ilusorio. Tendido en el fondo del mar, Quetza era consciente de que estaba muriendo y aquella certeza parecía liberarlo de una congoja tan extensa como la distancia que había navegado. Solamente quería descansar, mientras veía precipitarse esa lluvia extrañamente bella. Se sentía feliz y era aquélla la muerte que habría elegido si le hubieran concedido esa gracia. Por fin, se dijo, había podido escapar para siempre de las garras de Huitzilopotchtli. Eso pensaba cuando pudo sentir un brazo que lo rodeaba. Y luego no sintió nada más.
Cuando volvió a abrir los ojos, Quetza vio un cielo diáfano y escuchó un graznido de gaviota. La arena tibia sobre la espalda lo reconfortaba un poco del frío que surgía del tuétano de sus propios huesos y se irradiaba hacia la piel. La cara de Maoni eclipsó el sol que iluminaba el rostro de Quetza y entonces él capitán mexica quiso que el recuerdo de la carabela partiéndose por la mitad no fuese más que una pesadilla. Se incorporó, giró la cabeza hacia el mar y al ver fondeada la nave presidida por la serpiente emplumada sin su compañera de escuadra, comprendió que aquella evocación era verdadera. Lloró con un desconsuelo infantil cuando supo que cinco de sus hombres habían muerto, que todo se perdió en el fondo del océano, a las puertas mismas de su patria. Tal vez, si la tragedia lo hubiese sorprendido en medio del mar, lejos de su tierra, no sentiría ese dolor inconsolable. Pero el hecho de estar él en el suelo firme de Oaxaca y sus hombres ahogados a pocos pasos, sin haber podido alcanzar la costa al fin de la hazaña, era un golpe del que jamás habría de reponerse.
El diezmado ejército mexica entró en Tenochtitlan después de haber cruzado la cadena de montañas, al cabo de una caminata que duró varias semanas. La ilusión de Quetza de entrar en la ciudad por sobre el puente que conducía a la plaza ceremonial montado a caballo ante los ojos azorados del pueblo, quedó sepultada bajo el mar. El imaginado desfile triunfal exhibiendo los camellos, el elefante y los atuendos que les obsequiaran en los distintos países, desapareció en el lecho pétreo del océano. Habían conseguido dar la vuelta completa alrededor de la Tierra y, sin embargo, llegaban como un ejército derrotado. Los pobladores que asistían al regreso de aquellos hombres fatigados, hambrientos y adelgazados hasta el hueso, salían a su encuentro para asistirlos piadosamente. Y no era piedad lo que merecían. Con sus últimas fuerzas, Quetza, Maoni y sus hombres pudieron ver, otra vez, la magnífica Tenochtitlan desde las montañas. Ahora sí tenían fundamentos para asegurar que era el sitio más sublime de la Tierra. Parecía la misma ciudad de la que habían partido hacía tanto tiempo. Pero era otra.
Quetza recorría la distancia que lo separaba de su casa; tenía los pies llagados, dolientes y, así y todo, corría aunque con paso impar. El capitán mexica llegó más tarde que los rumores que, de boca en boca, anunciaban su regreso. Cuando por fin estuvo bajo el vano de la entrada de su casa, lo esperaba la más fiel de las esclavas de Tepec, la madre de Ixaya, su futura esposa. La mujer lo abrazó como si fuese su hijo y, cuando le preguntó por su padre, por toda respuesta, recibió un llanto amargo. El viejo Tepec había muerto. Quetza la separó extendiendo sus brazos, quería convencerse de que no era cierto lo que decían esas lágrimas. Pero en el rostro descompuesto de la esclava podía verse la confirmación. Y viendo aquella expresión, Quetza supo que aún había otra noticia que no se atrevía a darle. Entonces le preguntó por Ixaya. En el silencio de la mujer estaba la respuesta. El capitán, aunque quisiera convencerse de lo contrario, sabía que era el precio que debía pagar por su larga ausencia. Ixaya se había casado y esperaba un hijo de Huatequi, el mejor amigo y, a la vez, el más antiguo rival de Quetza.
Quetza había perdido uno de sus barcos, parte de la tripulación y las pruebas de su epopeya. Había perdido a su padre y a las dos mujeres que amaba. Pero aún podía perder mucho más: su patria. Tenochtitlan estaba en peligro. Debía hablar cuanto antes con el
tlatoani
. Con el corazón quebrado, intentando recomponer su paso enclenque y su investidura de capitán, marchó hacia el Templo Mayor.
No bien Quetza se presentó en Huey Teocalli, supo que el emperador Tizoc, quien había apadrinado su expedición, había muerto y ahora lo sucedía Ahuízotl. El nuevo
tlatoani
ni siquiera estaba al tanto de la empresa que su antecesor confiara al joven capitán. Quetza narró al emperador cada detalle del viaje. Le habló de las tierras que se hallaban a ochenta jornadas navegando hacia el Este, relató las ambiciones territoriales de España y Portugal y su encuentro con la reina Isabel. Con gesto impávido, buscando posición en su trono, Ahuízotl permanecía en silencio. Quetza le habló a su rey del poderío naval de los reinos de Europa, de aquellas bestias maravillosas, fuertes y sumisas, los caballos, que hacían que los ejércitos pudieran avanzar veloces y contundentes. Le describió los carros que se deslizaban sobre ruedas, las armas de fuego capaces de demoler muros y castillos de piedra. Le dijo que si las tropas mexicas contaran con una caballería y aquel armamento, no podrían ser derrotadas por ningún otro ejército. Le relató el modo en que se habían apoderado por algunas horas de la ciudad de Marsella, haciendo prisionero al cacique luego de haber derrotado a su guardia y tomado su palacio. Las palabras se le agolpaban en la boca para describirle al
tlatoani
las maravillas que había visto en Venecia, ciudad que definió como gemela de Tenochtitlan, en Florencia y en todos los reinos de la península itálica. Quetza intentaba no mirar a los ojos del rey, pero tal era la emoción que imprimía al relato que, por momentos, se olvidaba del protocolo. De rodillas ante Su Majestad, le habló de la Puerta de Ambos Mundos, la increíble Constantinopla, de las ciudades que se diseminaban a lo largo de los ríos de la Mesopotamia, le describió los camellos, aquellas bestias que podían cruzar desiertos llevando agua dentro de unas gibas que tenían en su lomo; le relató sus impresiones de la India y de Catay. De pronto Quetza guardó un silencio recogido para encontrar las palabras más adecuadas y entonces, por fin, incorporándose, le dijo a Ahuízotl que había estado en las lejanas tierras de Aztlan, el lugar del origen desde donde había partido el sacerdote Tenoch. El capitán mexica esperaba que en este punto el emperador dijera algo, pero ante su cerrado silencio, continuó: luego de acariciar las costas de una isla llamada Cipango, navegó hacia el Este hasta completar la vuelta a la Tierra, llegando a los territorios del Imperio por Oaxaca.
Pero el
tlatoani
no pronunció palabra. Sólo entonces, una silueta agostada y temblorosa surgió desde las sombras, elevándose lentamente detrás del trono de Ahuízotl. Quetza pudo reconocer en esa figura marchita a su viejo verdugo: el sacerdote Tapazolli. Apoyándose en un bastón, el religioso caminó con paso trémulo y con aquella misma voz que tanto le conocía dijo:
—Imagino que debes haber traído alguna de todas esas maravillas.
Quetza, de rodillas como estaba, se derrumbó en un llanto silencioso. Hecho un infantil ovillo de tristeza, lloraba como nunca lo hizo. No creyó necesario decir que todas las pruebas de su travesía habían quedado sepultadas en el fondo del océano. No creyó necesario decir eso ni ninguna otra cosa. De hecho, decidió no volver a pronunciar una sola palabra más.
Desterrado por segunda vez, Quetza fue nuevamente obligado a partir a la Huasteca y confinado en la Ciudadela de los Locos. Maoni y los compatriotas que lo acompañaron fueron sacrificados en Huey Teocalli como enemigos de Tenochtitlan. Los demás, volvieron a la misma cárcel de la que habían salido.
Quetza solía encaramarse sobre los techos, en el lugar más alto, y desde allí, en cuclillas, contemplaba el mar sin pausa desde el amanecer hasta el ocaso. Mientras abajo los demás reclusos deambulaban cargando con sus espantajos invisibles, discutiendo a los gritos con los demonios que anidaban en sus cabezas, Quetza, con los ojos abiertos, sin parpadear, esperaba el momento en que, desde el horizonte, surgieran los mástiles de las naves del almirante de la reina, trayendo consigo los dioses de la muerte y la destrucción.